El león, la bruja y el ropero (4 page)

BOOK: El león, la bruja y el ropero
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Por fin las
Delicias turcas
se terminaron. Edmundo mantuvo la vista fija en la caja vacía con la esperanza que ella le ofreciera algunas más. Probablemente la Reina podía leer el pensamiento del niño, pues sabía —y Edmundo no— que esas
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estaban encantadas y que quien las probaba una vez, siempre quería más y más. Y si le permitía continuar, no podía detenerse hasta que enfermaba y moría. Ella no le ofreció más; en lugar de eso, le dijo:

—Hijo de Adán, me gustaría mucho conocer a tus hermanos. ¿Querrías traérmelos hasta aquí?

—Trataré —contestó Edmundo, todavía con la vista fija en la caja vacía.

—Si tú vuelves, pero con ellos por supuesto, podré darte
Delicias turcas
de nuevo. No puedo darte más ahora. La magia es sólo para una vez, pero en mi casa será diferente.

—¿Por qué no vamos a tu casa ahora? —preguntó Edmundo.

Cuando Edmundo subió al trineo, había sentido miedo a que ella lo llevara muy lejos, a algún lugar desconocido desde el cual no pudiera regresar. Ahora parecía haber olvidado todos sus temores.

—Mi casa es un lugar encantador —dijo la Reina—. Estoy segura que te gustará. Allí hay cuartos completamente llenos de
Delicias turcas
. Y, lo que es más, no tengo niños propios. Me gustaría tener un niño bueno y amable a quien yo podría educar como Príncipe y que luego sería Rey de Narnia, cuando yo falte. Y mientras fuera Príncipe, llevaría una corona de oro y podría comer
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todo el día. Y tú eres el joven más inteligente y buen mozo que yo conozco. Creo que me gustaría convertirte en Príncipe..., algún día..., cuando hayas traído a tus hermanos a visitarme.

—¿Y por qué no ahora? —insistió Edmundo.

Su cara se había puesto muy roja, y sus dedos y su boca estaban muy pegajosos. No se veía buen mozo ni parecía inteligente, aunque la Reina lo dijera.

—¡Ah! Si te llevo ahora a mi casa —dijo ella—, yo no conocería a tu hermano ni a tus hermanas. Realmente quiero que traigas a tu encantadora familia. Tú serás el Príncipe y, con el tiempo, el Rey; eso está claro. Deberás tener cortesanos y nobles. Yo haré Duque a tu hermano y Duquesas a tus hermanas.

—No hay nada de especial en ellos —dijo Edmundo—, pero de cualquier forma los puedo traer en el momento que quiera.

—¡Ah, sí! Pero si hoy te llevo a mi casa, podrías olvidarte de ellos por completo. Estarías tan feliz que no querrías molestarte en ir a buscarlos. No. Tienes que ir a tu país ahora y regresar junto a mí otro día, pero
con ellos
, entiéndelo bien. No te servirá de nada volver sin ellos.

—Pero yo ni siquiera conozco el camino de regreso a mi país —rogó Edmundo.

—Es muy fácil. ¿Ves aquel farol? —dijo la Reina, mientras apuntaba con la varilla.

Edmundo miró en la dirección indicada. Entonces vio el mismo farol bajo el cual Lucía había conocido al Fauno.

—Derecho, más allá, está el Mundo de los Hombres —continuó la Reina. Luego señaló en dirección opuesta y agregó—: Dime si ves dos pequeñas colinas que se levantan sobre los árboles.

—Creo que sí —dijo Edmundo.

—Bien, mi casa está entre esas dos colinas. La próxima vez que vengas, sólo tendrás que buscar el farol, y luego caminar hacia las dos colinas hasta llegar a mi casa. Cuando veas el río, será mejor que lo mantengas a tu derecha... Pero recuerda..., debes traer a tus hermanos. Me enfureceré de verdad, tanto como yo puedo enfurecerme, si vuelves solo.

—Haré lo que pueda —dijo Edmundo.

—Y, a propósito... —agregó la Reina—, no necesitas hablarles de mí. Será mucho más divertido guardar el secreto entre nosotros. Les daremos una sorpresa. Sólo tráelos hacia las colinas con cualquier pretexto. A un niño inteligente como tú se le ocurrirá alguno fácilmente. Y cuando llegues a mi casa, podrás decirles, por ejemplo: «Veamos quién vive aquí» o algo por el estilo. Estoy segura que eso será lo mejor. Si tu hermana ya conoce a uno de los Faunos, puede haber oído historias extrañas acerca de mí. Cosas malas que pueden hacerla sentir temor de mí. Los Faunos dicen cualquier cosa, ¿sabes? Vete ahora.

—¡Por favor, por favor! —rogó Edmundo—, ¿puede darme una
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para comer durante el regreso a casa?

—¡Oh, no! —dijo la Reina con una sonrisa sardónica—. Tendrás que esperar hasta la próxima vez.

Mientras hablaba hizo una señal al Enano para indicarle que se pusiera en marcha. Antes que el trineo se perdiera de vista, la Reina agitó la mano para decir adiós a Edmundo, al mismo tiempo que gritaba:

—¡Hasta la vista! ¡No te olvides! ¡Vuelve pronto!

Edmundo miraba todavía como desaparecía el trineo cuando oyó que alguien lo llamaba. Dio media vuelta y divisó a Lucía que venía hacia él desde otro punto del bosque.

—¡Oh, Edmundo! —exclamó—. Tú también viniste. Dime si no es maravilloso.

—Bien, bien —dijo Edmundo—. Tenías razón después de todo. El armario es mágico. Te pediré perdón, si quieres... Pero, ¿me puedes decir dónde te habías metido? Te he buscado por todas partes.

—Si hubiera sabido que tú también estabas aquí, te habría esperado —dijo Lucía. Estaba tan contenta y excitada que no advirtió el tono mordaz con que hablaba Edmundo, ni lo extraña y roja que se veía su cara—. Estuve almorzando con el querido señor Tumnus, el Fauno. Está muy bien y la Bruja Blanca no le ha hecho nada por haberme dejado en libertad. Piensa que ella no se ha enterado, así es que todo va a andar muy bien.

—¿La Bruja Blanca? —preguntó Edmundo—. ¿Quién es?

—Es una persona terrible —aseguró Lucía—. Se llama a sí misma Reina de Narnia, a pesar que no tiene ningún derecho. Todos los Faunos, Dríades y Náyades, todos los enanos y animales (por lo menos los buenos) simplemente la odian. Puede transformar a la gente en piedra y hacer toda clase de maldades horribles. Con su magia mantiene a Narnia siempre en invierno; siempre es invierno, pero nunca llega Navidad. Anda por todas partes en un trineo tirado por renos, con su vara en la mano y la corona en su cabeza.

Edmundo comenzaba a sentirse incómodo por haber comido tantos dulces. Pero cuando escuchó que la Dama con quien había hecho amistad era una bruja peligrosa, se sintió mucho peor todavía. Pero aun así, tenía ansias de comer
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. Lo deseaba más que cualquier otra cosa.

—¿Quién te dijo todo eso acerca de la Bruja Blanca? —preguntó.

—El señor Tumnus, el Fauno —contestó Lucía.

—No puedes tomar en serio todo lo que los Faunos hablan —dijo Edmundo, dándose aires de saber mucho más que Lucía.

—Y a ti, ¿quién te ha dicho una cosa semejante? —preguntó Lucía.

—Todo el mundo lo sabe —dijo Edmundo—. Pregúntale a quien quieras. Además es una tontería que sigamos aquí, parados sobre la nieve. Vamos a casa.

—Vamos —dijo Lucía—. ¡Oh, Edmundo, estoy tan contenta porque tú hayas venido también! Los demás tendrán que creer en Narnia, ahora que ambos hemos estado aquí. ¡Qué entretenido será!

Pero Edmundo pensaba secretamente que no sería tan divertido para él como para ella. Debería admitir ante los demás que Lucía tenía razón. Por otra parte, estaba seguro que todos estarían de parte de los Faunos y los animales. Y él ya estaba casi totalmente del lado de la Bruja. No sabía qué iba a decir, ni cómo guardaría su secreto cuando todos estuvieran hablando de Narnia.

Habían caminado ya un buen trecho cuando de pronto sintieron alrededor de ellos el contacto de las pieles de los abrigos, en lugar de las ramas de los árboles. Un par de pasos más y se encontraron fuera del ropero, en el cuarto vacío.

—¡Edmundo! Te ves muy mal —dijo Lucía, al mirar detenidamente a su hermano—. ¿No te sientes bien?

—Estoy muy bien —respondió Edmundo, pero no era verdad. Se sentía realmente enfermo.

—Vamos, entonces, muévete. Busquemos a los otros —dijo Lucía—. ¡Imagínate todo lo que tenemos que contarles! ¡Y qué maravillosas aventuras nos esperan ahora que todos estaremos juntos en esto!

De regreso a este lado de la puerta

Lucía y Edmundo tardaron algún tiempo en encontrar a sus hermanos, ya que continuaban jugando a las escondidas. Cuando por fin estuvieron todos juntos (lo que sucedió en la sala larga donde estaba la armadura), Lucía estalló:

—¡Pedro! ¡Susana! Todo es verdad. Edmundo también lo vio. Hay un país al otro lado del ropero. Nosotros dos estuvimos allá. Nos encontramos en el bosque. ¡Vamos, Edmundo, cuéntales!

—¿De qué se trata esto, Edmundo? —preguntó Pedro.

Y aquí llegamos a una de las partes más feas de esta historia. Hasta ese momento, Edmundo se sentía enfermo, malhumorado y molesto con Lucía porque ella había tenido razón. Todavía no decidía qué actitud iba a tomar, pero cuando de pronto Pedro lo interpeló, resolvió hacer lo peor y lo más odioso que se le pudo ocurrir: dejar a Lucía mal puesta ante sus hermanos.

—Cuéntanos, Ed —insistió Susana.

Edmundo, como si fuera mucho mayor que Lucía (ellos tenían solamente un año de diferencia), se dio aires de superioridad, y en tono despectivo dijo:

—¡Oh, sí! Lucía y yo hemos estado jugando, como si todo lo del país al otro lado del ropero fuera verdad... Sólo para entretenernos, por supuesto. Lo cierto es que allá no hay nada.

La pobre Lucía le dio una sola mirada y corrió fuera de la sala.

Edmundo, que se transformaba por minutos en una persona cada vez más despreciable, creyó haber tenido mucho éxito.

—Allí va otra vez. ¿Qué será lo que le pasa? Esto es lo peor de los niños pequeños; ellos siempre...

—¡Mira, tú! —exclamó Pedro, volviéndose hacia él con fiereza—. ¡Cállate! Te has portado como un perfecto animal con Lu desde que ella empezó con esta historia del ropero. Ahora le sigues la corriente y juegas con ella sólo para hacerla hablar. Pienso que lo haces simplemente por rencor.

—Pero todo esto no tiene sentido... —dijo Edmundo, muy sorprendido.

—Por supuesto que no —respondió Pedro—; ése es justamente el asunto. Lu estaba muy bien cuando dejamos nuestro hogar, pero, desde que estamos aquí, está rara, como si algo pasara en su mente o se hubiera transformado en la más horrible mentirosa. Sin embargo, sea lo que fuere, ¿crees que le haces algún bien al burlarte de ella y molestarla un día para darle ánimos al siguiente?

—Pensé..., pensé... —murmuró Edmundo, pero la verdad fue que no se le ocurrió qué decir.

—Tú no pensaste nada de nada —dijo Pedro—. Es sólo rencor. Siempre te ha gustado ser cruel con cualquier niño menor que tú. Ya lo hemos visto antes, en el colegio...

—¡No sigan! —imploró Susana—. No arreglaremos nada con una pelea entre ustedes. Vamos a buscar a Lucía.

No fue una sorpresa para ninguno de ellos cuando, mucho más tarde, encontraron a Lucía y vieron que había estado llorando. Tenía los ojos rojos. Nada de lo que le dijeron cambió las cosas. Ella se mantuvo firme en su historia.

—No me importa lo que ustedes piensen. No me importa lo que digan. Pueden contarle al Profesor o escribirle a mamá. Hagan lo que quieran. Yo sé que conocí a un Fauno..., y desearía haberme quedado allá. Todos ustedes son unos malvados.

La tarde fue muy poco agradable. Lucía estaba triste y desanimada. Edmundo comenzó a darse cuenta que su plan no caminaba tan bien como había esperado. Los dos mayores temían realmente que Lucía estuviese mal de su mente, y se quedaron en el pasillo hablando muy bajo hasta mucho después que ella se fue a la cama.

A la mañana siguiente, ambos decidieron que le contarían todo al Profesor.

—Él le escribirá a papá si considera que algo anda mal con Lucía —dijo Pedro—. Esto no es algo que nosotros podamos resolver. Está fuera de nuestro alcance.

De manera que se dirigieron al escritorio del Profesor y golpearon a su puerta.

—Entren —les dijo.

Se levantó, buscó dos sillas para los niños y les dijo que estaba a su disposición. Luego se sentó frente a ellos, con los dedos entrelazados, y los escuchó sin hacer ni una sola interrupción hasta que terminaron toda la historia. Después carraspeó y dijo lo último que ellos esperaban escuchar.

—¿Cómo saben ustedes que la historia de su hermana no es verdadera?

—¡Oh!, pero... —comenzó Susana, y luego se detuvo. Cualquiera podía darse cuenta, con sólo mirar la cara del anciano, que él estaba completamente serio. Susana se armó de valor nuevamente y continuó—: Pero Edmundo dijo que ellos sólo estaban imaginando...

—Ese es un punto —dijo el Profesor— que, ciertamente, merece consideración. Una cuidadosa consideración. Por ejemplo, me van a disculpar la pregunta, la experiencia que ustedes tienen, ¿les hace confiar más en su hermano o en su hermana? ¿Cuál de los dos es más sincero?

—Precisamente, eso es lo más curioso, señor —dijo Pedro—. Hasta ahora, yo habría dicho que Lucía, siempre.

—¿Qué piensa usted, querida? —preguntó el Profesor, volviéndose hacia Susana.

—Bueno —dijo Susana—, en general, yo diría lo mismo que Pedro; pero este asunto no puede ser verdad; todo esto del bosque y del Fauno...

—Esto es más de lo que yo sé —declaró el Profesor—. Acusar de mentirosa a una persona en la que siempre se ha confiado es algo muy serio. Muy serio, ciertamente —repitió.

—Nosotros tememos que a lo mejor ella ni siquiera está mintiendo —dijo Susana—. Pensamos que algo puede andar mal en Lucía.

—¿Locura, quieren decir? —preguntó fríamente el Profesor—. ¡Oh! Eso pueden descartarlo muy rápidamente. No tienen más que mirarla para darse cuenta que no está loca.

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