El león, la bruja y el ropero (5 page)

BOOK: El león, la bruja y el ropero
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—Pero entonces... —comenzó Susana. Se detuvo. Ella nunca hubiera esperado, ni en sueños, que un adulto les hablaría como lo hacía el Profesor. No supo qué pensar.

—¡Lógica! —dijo el Profesor como para sí—. ¿Por qué hoy no se enseña lógica en los colegios? Hay sólo tres posibilidades: su hermana miente, está loca o dice la verdad. Ustedes saben que ella no miente y es obvio que no está loca. Por el momento, y a no ser que se presente otra evidencia, tenemos que asumir que ella dice la verdad.

Susana lo miró sostenidamente y por su expresión pudo deducir que, en realidad, no se estaba riendo de ellos.

—Pero, ¿cómo puede ser cierto, señor? —dijo Pedro.

—¿Por qué dice eso?

—Bueno, por una cosa en primer lugar —contestó Pedro—. Si esa historia fuera real, ¿por qué no encontramos ese país cada vez que abrimos el ropero? No había nada allí cuando fuimos todos a ver. Incluso Lucía reconoció que no había nada.

—¿Qué tiene que ver eso con todo esto? —preguntó el Profesor.

—Bueno, señor, si las cosas son reales, deberían estar allí todo el tiempo.

—¿Están? —dijo el Profesor. Pedro no supo qué contestar.

—Pero ni siquiera hubo tiempo —interrumpió Susana—. Lucía no tuvo tiempo de haber ido a ninguna parte, aunque ese lugar existiera. Vino corriendo tras de nosotros en el mismo instante en que salíamos de la habitación. Fue menos de un minuto y ella pretende haber estado afuera durante horas.

—Eso es, precisamente, lo que hace más probable que su historia sea verdadera —dijo el Profesor—. Si en esta casa hay realmente una puerta que conduce hacia otros mundos (y les advierto que es una casa muy extraña y que incluso yo sé muy poco sobre ella); si, como les digo, ella se introdujo en otro mundo, no me sorprendería en absoluto que éste tuviera su tiempo propio. Así, no tendría importancia cuánto tiempo permaneciera uno allá, pues no tomaría nada de
nuestro
tiempo. Por otro lado, no creo que muchas niñas de su edad puedan inventar una idea como ésta por sí solas. Si ella hubiera imaginado toda esa historia, se habría escondido durante un tiempo razonable antes de aparecer y contar su aventura.

—¿Realmente usted piensa que puede haber otros mundos como ése en cualquier parte, así, a la vuelta de la esquina? —preguntó Pedro.

—No imagino nada que pueda ser más probable —dijo el Profesor. Se sacó los anteojos y comenzó a limpiarlos mientras murmuraba para sí—: Me pregunto, ¿qué es lo que enseñan en estos colegios?

—Pero, ¿qué vamos a hacer nosotros? —preguntó Susana. Ella sentía que la conversación comenzaba a alejarse del problema.

—Mi querida jovencita —dijo el Profesor, mirando repentinamente a ambos niños con una expresión muy penetrante—, hay un plan que nadie ha sugerido todavía y que vale la pena ensayar.

—¿De qué se trata? —preguntó Susana.

—Podríamos tratar todos de preocuparnos de nuestros propios asuntos.

Y ese fue el final de la conversación.

Después de esto las cosas mejoraron mucho para Lucía. Pedro se preocupó especialmente para que Edmundo dejara de molestarla y ninguno de ellos —Lucía, menos que nadie—se sintió inclinado a mencionar el ropero para nada. Éste se había transformado en un tema más bien alarmante. De este modo, por un tiempo pareció que todas las aventuras habían llegado a su fin. Pero no sería así.

La casa del Profesor, de la cual él mismo sabía muy poco, era tan antigua y famosa que gente de todas partes de Inglaterra solía pedir autorización para visitarla. Era el tipo de casa que se menciona en las guías turísticas e, incluso, en las historias. En torno a ella se tejían toda clase de relatos. Algunos más extraños aun que el que yo les estoy contando ahora. Cuando los turistas solicitaban visitarla, el Profesor siempre accedía. La señora Macready, el ama de llaves, los guiaba por toda la casa y les hablaba de los cuadros, de la armadura, y de los antiguos y raros libros de la biblioteca.

A la señora Macready no le gustaban los niños, y menos aún, ser interrumpida mientras contaba a los turistas todo lo que sabía. Durante la primera mañana de visitas había dicho a Pedro y a Susana (además de muchas otras instrucciones): «Por favor, recuerden que no deben entrometerse cuando yo muestro la casa».

—Como si alguno de nosotros quisiera perder la mañana dando vueltas por la casa con un tropel de adultos desconocidos —había replicado Edmundo. Los otros niños pensaban lo mismo. Así fue como las aventuras comenzaron nuevamente.

Algunas mañanas después, Pedro y Edmundo estaban mirando la armadura. Se preguntaban si podrían desmontar algunas piezas, cuando las dos hermanas aparecieron en la sala.

—¡Cuidado! —exclamaron—. Viene la señora Macready con una cuadrilla completa.

—¡Justo ahora! —dijo Pedro.

Los cuatro escaparon por la puerta del fondo, pero cuando pasaron por la pieza verde y llegaron a la biblioteca, sintieron las voces delante de ellos. Se dieron cuenta que el ama de llaves había conducido a los turistas por las escaleras de atrás en lugar de hacerlo por las del frente, como ellos esperaban.

¿Qué pasó después? Quizás fue que perdieron la cabeza, o que la señora Macready trataba de alcanzarlos, o que alguna magia de la casa había despertado y los llevaba directo a Narnia... Lo cierto es que los niños se sintieron perseguidos desde todas partes, hasta que Susana gritó:

—¡Turistas antipáticos! ¡Aquí! Entremos en el cuarto del ropero hasta que ellos se hayan ido. Nadie nos seguirá hasta este lugar.

Pero en el momento en que estuvieron dentro de esa habitación, escucharon las voces en el pasillo. Luego, alguien pareció titubear ante la puerta y entonces ellos vieron que la perilla daba vuelta.

—¡Rápido! —exclamó Pedro, abriendo el guardarropa—. No hay ningún otro lugar.

A tientas en la oscuridad, los cuatro niños se precipitaron dentro del ropero. Pedro sostuvo la puerta junta, pero no la cerró. Por supuesto, como toda persona con sentido común, recordó que uno jamás debe encerrarse en un armario.

En el Bosque

—Ojalá la señora Macready se apresure y se lleve pronto de aquí a toda esa gente —dijo Susana, poco después—. Estoy terriblemente acalambrada.

—¡Qué fuerte olor a alcanfor hay aquí! —exclamó Edmundo.

—Seguro que los bolsillos de estos abrigos están llenos de bolas de alcanfor para espantar las polillas —repuso Susana.

—Algo me está clavando en la espalda —dijo Pedro.

—Además hace un frío espantoso —agregó Susana.

—Ahora que tú lo dices, está muy frío, y también mojado. ¿Qué pasa en este lugar? Estoy sentado sobre algo húmedo. Esto está cada minuto más húmedo —dijo Pedro y se puso de pie.

—Salgamos de aquí —dijo Edmundo—. Ya se fueron.

—¡Oh, oh! —gritó Susana, de repente; y, cuando todos preguntaron qué le pasaba, ella exclamó—: ¡Estoy apoyada en un árbol!... ¡Miren! Allí está aclarando.

—¡Santo Dios! —gritó Pedro—. ¡Miren allá..., y allá! Hay árboles por todos lados. Y esto húmedo es nieve. De verdad creo que hemos llegado al bosque de Lucía después de todo.

Ahora no había lugar a dudas. Los cuatro niños se quedaron perplejos ante la claridad de un frío día de invierno. Tras ellos colgaban los abrigos en sus perchas; al frente se levantaban los árboles cubiertos de nieve.

Pedro se volvió inmediatamente hacia Lucía.

—Perdóname por no haberte creído. Lo siento mucho. ¿Me das la mano?

—Por supuesto —dijo Lucía, y así lo hizo.

—Y ahora —preguntó Susana—, ¿qué haremos?

—¿Que qué haremos? —dijo Pedro—. Ir a explorar el bosque, por supuesto.

—¡Uf! —exclamó Susana, golpeando sus pies en el suelo—. Hace demasiado frío. ¿Qué tal si nos ponemos algunos de estos abrigos?

—No son nuestros —dijo Pedro, un tanto dudoso.

—Estoy segura que a nadie le importará —replicó Susana—. Esto no es como si nosotros quisiéramos sacarlos de la casa. Ni siquiera los vamos a sacar del ropero.

—Nunca lo habría pensado así —dijo Pedro—. Ahora veo, tú me has puesto en la pista. Nadie podría decir que te has llevado el abrigo mientras lo dejes en el lugar en que lo encontraste. Y yo supongo que este país entero está dentro de este ropero.

Inmediatamente llevaron a cabo el plan de Susana. Los abrigos, demasiado grandes para ellos, les llegaban a los talones. Más bien parecían mantos reales. Pero todos se sintieron muy confortables y, al mirarse, cada uno pensó que se veían mucho mejor en sus nuevos atuendos y más de acuerdo con el paisaje.

—Imaginemos que somos exploradores árticos —dijo Lucía.

—A mí me parece que la aventura ya es suficientemente fantástica como para imaginarse otra cosa —dijo Pedro, mientras iniciaba la marcha hacia el bosque. Densas nubes oscurecían el cielo y parecía que antes de anochecer volvería a nevar.

—¿No creen que deberíamos ir más hacia la izquierda si queremos llegar hasta el farol? —preguntó Edmundo. Olvidó por un instante que debía aparentar que jamás había estado antes en aquel bosque. En el momento en que esas palabras salieron de su boca, se dio cuenta que se había traicionado. Todos se detuvieron, todos lo miraron fijamente. Pedro lanzó un silbido.

—Entonces era cierto que habías estado aquí, como aseguraba Lucía —dijo—. Y tú declaraste que ella mentía...

Se produjo un silencio mortal.

—Bueno, de todos los seres venenosos... —dijo Pedro, y se encogió de hombros sin decir nada más. En realidad no había nada más que decir y, de inmediato, los cuatro reanudaron la marcha. Pero Edmundo pensaba para sí mismo: «Ya me las pagarán todos ustedes, manada de pedantes, orgullosos y satisfechos».

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Lucía, sólo con la intención de cambiar el tema.

—Yo pienso que Lu debe ser nuestra guía —dijo Pedro—. Bien se lo merece. ¿Hacia dónde nos llevarás, Lu?

—¿Qué les parece si vamos a ver al señor Tumnus? Es ese Fauno tan encantador de quien les he hablado.

Todos estuvieron de acuerdo. Caminaron animadamente y pisando fuerte. Lucía demostró ser una buena guía. En un comienzo ella tuvo dudas. No sabía si sería capaz de encontrar el camino, pero pronto reconoció su árbol viejo en un lugar y un arbusto en otro y los llevó hasta el sitio donde el sendero se tornaba pedregoso. Luego llegaron al pequeño valle y, por fin, a la entrada de la caverna del señor Tumnus. Allí los esperaba una terrible sorpresa.

La puerta había sido arrancada de sus bisagras y hecha pedazos. Adentro, la caverna estaba oscura y fría. Un olor húmedo, característico de los lugares que no han sido habitados por varios días, lo invadía todo. La nieve amontonada fuera de la cueva, poco a poco había entrado por el hueco de la puerta y, mezclada con cenizas y leña carbonizada, formaba una espesa capa negra sobre el suelo.

Aparentemente, alguien había tirado y esparcido todo en la habitación, y luego lo había pisoteado. Platos y tazas, la vajilla..., todo estaba hecho añicos en el suelo. El retrato del padre del Fauno había sido cortado con un cuchillo en mil pedazos.

—Este lugar no sirve para nada —dijo Edmundo—. No valía la pena venir hasta aquí.

—¿Qué es esto? —dijo Pedro, agachándose. Había encontrado un papel clavado en la alfombra, sobre el suelo.

—¿Hay algo escrito? —preguntó Susana.

—Sí, creo que sí. Pero con esta luz no puedo leer. Vamos afuera, al aire libre.

Salieron hacia la luz del día y todos rodearon a Pedro mientras él leía las siguientes palabras:

El dueño de esta morada, Fauno Tumnus, está bajo arresto y espera ser juzgado por el cargo de Alta Traición contra su Majestad Imperial Jadis, Reina de Narnia, Señora de Cair Paravel, Emperadora de las Islas Solitarias, etc. También se le acusa de prestar auxilio a los enemigos de su Majestad, de encubrir espías y de hacer amistad con Humanos.

Firmado Fenris Ulf,

Capitán de la Policía Secreta,

¡VIVA LA REINA!

Los niños se miraron fijamente unos a otros.

—No sé si me va a gustar este lugar, después de todo —dijo Susana.

—¿Quién es esta Reina, Lu? —preguntó Pedro—. ¿Sabes algo de ella?

—No es una verdadera Reina; de ninguna manera —contestó Lucía—. Es una horrible bruja, la Bruja Blanca. Toda la gente del bosque la odia. Ella ha sometido a un encantamiento al país entero y, desde entonces, aquí es siempre invierno y nunca Navidad.

—Me pregunto si tiene algún sentido seguir adelante —dijo Susana—. Este no parece ser un lugar seguro, ni tampoco divertido. Cada minuto hace más frío y no trajimos nada para comer. ¿Qué les parece si regresamos?

—No podemos. Realmente no podemos —dijo Lucía—. ¿No ven lo que ha pasado? No podemos ir a casa después de todo esto. El Fauno está en problemas por mi culpa. Él me escondió de la Bruja Blanca y me mostró el camino de vuelta. Ese es el significado de «prestar auxilio a los enemigos de la Reina y hacer amistad con los Humanos». Debemos tratar de rescatarlo.

—¡Como si nosotros pudiéramos hacer mucho! —exclamó Edmundo—. Ni siquiera tenemos algo para comer.

—¡Cállate! —le contestó Pedro, que todavía estaba enojado con él—. ¿Qué crees tú, Susana?

—Tengo la horrible sospecha que Lucía está en la razón —dijo Susana—. No quisiera avanzar un solo paso más. Incluso desearía no haber venido jamás. Sin embargo, creo que debemos hacer algo por el señor no-sé-cuánto..., quiero decir el Fauno.

—Eso es también lo que yo siento —dijo Pedro—. Me preocupa no tener nada para comer. Les propongo volver y buscar algo en la despensa, aunque, según creo, no hay ninguna seguridad en que se pueda regresar a este país una vez que se lo abandona. Bueno, creo que debemos seguir adelante.

—Yo también lo creo así —dijeron ambas niñas al mismo tiempo.

—Si solamente supiéramos dónde fue encerrado ese pobre Fauno.

Estaban todavía sin saber qué hacer cuando Lucía exclamó:

—¡Miren! ¡Allí hay un pájaro de pecho rojo! Es el primer pájaro que veo en este país. Me pregunto si aquí en Narnia ellos hablarán. Parece como si quisiera decirnos algo.

Entonces la niña se volvió hacia el Petirrojo y le dijo:

—Por favor, ¿puedes decirme dónde ha sido llevado el señor Tumnus?

Lucía dio unos pasos hacia el pájaro. Inmediatamente éste voló, pero sólo hasta el próximo árbol. Desde allí los miró fijamente, como si hubiera entendido todo lo que le había dicho. En forma casi inconsciente, los cuatro niños avanzaron uno o dos pasos hacia el Petirrojo. De nuevo éste voló hasta el árbol más cercano y volvió a mirarlos muy fijo. (Seguro que ustedes no han encontrado jamás un petirrojo con un pecho tan rojo ni ojos tan brillantes como ése.)

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