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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (4 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—Tengo que llamar a Thomas y a Liz. Me exigieron un informe inmediato —dijo —. ¿Nos encontramos allí?

La profesora Silva —ahora ya Janine, pues insistía en que sus estudiantes la llamasen por su nombre de pila una vez que hubiesen sido promovidos a la candidatura para su tesis de doctorado —asintió.

—Apostaría a que lo hicieron —sonrió —. Manning, hablaremos la semana próxima—. Luego agitó la mano y se marchó, la pesada puerta de madera cerrándose tras ella.

Connie comenzó a enrollarse la bufanda alrededor del cuello.

—Espere un momento —dijo Chilton. Era más una orden que una sugerencia, advirtió Connie no sin cierta sorpresa. Se detuvo y volvió a sentarse a la mesa.

Chilton se dejó caer en un sillón delante de ella con una sonrisa en los labios. No habló. La joven, insegura de qué era lo que su profesor quería, arriesgó una mirada hasta el pulido parche de cuero en el codo que se apoyaba en la última astilla de sol que iluminaba la mesa.

—Debo decir que ha sido una actuación increíble, incluso para usted —comenzó Chilton.

Como de costumbre, Connie se sintió momentáneamente distraída por el acento pretencioso y acortado de Chilton, en el que la «r» vagaba entrando y saliendo de las palabras de un modo imprevisible.
Inqueíble
. Era un acento que ya prácticamente no se oía en ninguna parte, casi sin relación alguna con el acento de Boston que aparecía caricaturizado en la televisión. A menudo, Chilton le parecía una suerte de reliquia, un escarabajo preservado en una gota de ámbar que no sabe que está petrificado y que el tiempo lo ha dejado atrás.

—Gracias, profesor Chilton —dijo ella.

—Cuando la admitimos en este programa, sabía que destacaría. Su trabajo como estudiante universitaria en Mount Holyoke fue ejemplar, por supuesto. Su rendimiento en los cursos y su enseñanza también han recibido comentarios notables…

«
Cmentrios
—pensó Connie, e inmediatamente se reprendió a sí misma —. ¡Presta atención! ¡Esto es importante!»

El profesor Chilton hizo una pausa y la observó con ambos dedos índices apretados contra los labios.

—Me pregunto si ya ha comenzado a pensar cuál será el tema de su tesis —dijo.

Connie titubeó. El comentario la había cogido desprevenida. Naturalmente, había valorado presentarle una propuesta poco después del examen, suponiendo que lo aprobase, pero había contado con disponer de varias semanas por delante para pensar en ese asunto. Sin embargo, la atención que le dispensaba Chilton le indicaba que su actuación le había asegurado un nuevo estatus dentro del departamento. Los oídos le zumbaban, como si fuesen antenas que hubieran recogido una pieza de información vital escrita en un código que sólo ha sido descifrado a medias.

La academia, en muchos aspectos, constituía el último bastión de aprendizaje medieval. Liz y ella ya habían discutido antes sobre esa idea. El maestro coge a la estudiante, la educa en su arte, comparte con ella los secretos esotéricos de su campo de erudición. El aprendiz es una especie de iniciado, admitido a través de grados progresivos en niveles más elevados de misticismo. No se trataba, por supuesto, de que la mayoría de los sujetos académicos siguieran siendo muy místicos. Pero, por extensión, la habilidad del aprendiz refleja la propia capacidad del maestro. Connie comprendió que ahora Chilton la consideraba como una propiedad particular, y que ese nuevo nivel de consideración venía acompañado de una mayor responsabilidad. Chilton tenía planes para ella.

—Tengo algunas ideas en estudio, por supuesto, pero todavía nada definitivo. ¿Usted tenía algo en mente?

Él la miró un momento y Connie pudo advertir algo confuso, casi tortuoso, brillando detrás de sus ojos cautelosos, velados. Entonces, casi con la misma rapidez, el brillo desapareció y fue reemplazado por la indiferencia absorta que Chilton exhibía habitualmente en lugar de una expresión. Se apoyó en el respaldo del sillón, afianzando el extremo de una rodilla huesuda en el borde de la mesa y agitó una mano arrugada para restarle importancia al asunto.

—Nada de eso. Sólo la apremio para que busque con ahínco nuevas fuentes de consulta. Es necesario que pensemos estratégicamente en su carrera, jovencita, y no podemos hacerlo si usted se limita a revisar nuevamente los mismos viejos archivos. Una fuente primaria, realmente maravillosa y recién descubierta puede significar el éxito para usted en este campo, Connie —dijo mirándola fijamente —.
Nuevo. Nuevo
será su contraseña.

«
Contraheña
—pensó ella —. Si no me largo de aquí ahora mismo, voy a decir algo que realmente me avergonzará.» Sin embargo, no alcanzaba a entender por qué habría de preocuparse el profesor Chilton en decirle que buscase nuevas fuentes de consulta. Quizá más tarde le dijese qué era lo que realmente tenía en mente.

—Lo entiendo, profesor Chilton. Pensaré seriamente en lo que me ha dicho. Gracias.

Connie se levantó, metió los brazos en las mangas de su abrigo, se cubrió la nariz con la bufanda y ocultó la trenza debajo de una gorra de punto. Chilton asintió con un gesto de aprobación.

—De modo que ahora irá a celebrarlo —dijo, y Connie lo miró con una fina sonrisa.

—Abner’s —le confirmó, rogando en silencio para que no la acompañase.

—Se lo merece. Que se divierta —dijo —. En nuestra próxima reunión hablaremos de esto de un modo más concreto.

Chilton no hizo ademán de levantarse y seguirla, sino que simplemente observó cómo se preparaba Connie para volver a entrar en el frío mundo primaveral que se extendía fuera. Cuando la puerta se cerró tras ella, la última y estrecha franja de sol desapareció de la ventana, y la sala de conferencias quedó sumida en la oscuridad.

Capítulo 2

D
esde su llegada a Harvard, tres años antes, Connie había compartido tres habitaciones oscuras, de madera artesonada, en un edificio que hacía cien años había sido un dormitorio privado para los hombres jóvenes de Harvard elegibles como socios de la institución. En la actualidad albergaba a parejas ocasionales de estudiantes de posgrado que cubrían velozmente y con la cabeza gacha el camino que separaba la biblioteca de la casa. A lo largo de las décadas, el esplendor de la Gilded Age
[1]
de Saltonstall Court se había apagado debajo de sucesivas capas de humo de tabaco, contaminación y enlucido para tapar agujeros y grietas.

En ocasiones, Connie pensaba que podía sentir el palpable desprecio del edificio por sus escurridizas riquezas. Las estanterías de roble oscuro que ahora estaban atestadas con los libros de historia de Connie y los clásicos latinos de Liz habían contenido generación tras generación de textos griegos indescifrados y el
Declive y caída del Imperio romano
de Gibbon. Incluso el hogar de ladrillo revelaba su desdén, arrojando humo y cenizas en las raras ocasiones en que las mujeres intentaban encender un fuego. Connie trataba de imaginarse a los anónimos muchachos, muertos hacía mucho tiempo, que una vez habían vivido en sus habitaciones, enfundados en sus trajes de lana, experimentando con las pipas de una manera afectada, barajando los naipes para disputar una partida de bridge. Algunos de aquellos muchachos habían llevado a sus mayordomos consigo a la universidad, y Connie se preguntaba cuál debía de haber sido la habitación de los criados: ¿la de Liz o la suya?

Mientras caminaba sola por la calle Mount Auburn, después de una borrosa velada de celebración en Abner’s, pensó que probablemente hubiera sido la suya, ya que tenía la ventana más pequeña.

La torre del reloj del campus resonó una vez en la distancia, mientras la mano cansada de Connie se apoyaba en el tirador de latón del apartamento. En la pequeña pizarra colgada en la puerta había una nota garabateada de dos estudiantes de química que ocupaban una habitación en el extremo del corredor y que le deseaban éxito en su examen, junto con una caricatura de ella con una bombilla gigante encendida sobre la cabeza. Connie suspiró y sonrió.

No era capaz de recordar cuándo había sido la última vez que se había sentido inequívocamente satisfecha consigo misma. Quizá cuando se había graduado en Mount Holyoke; aquél había sido un día realmente gratificante. No había reparado siquiera en que había obtenido un magna cum laude hasta que leyó su nombre en el programa de promoción. Quizá en otra ocasión también, cuando fue aceptada en la escuela de graduados de Harvard un año más tarde. Pero nada desde entonces. Por primera vez, realmente, desde que había iniciado su programa de doctorado, Connie se sintió segura. Reconocida.

Deslizó la llave en la cerradura y la hizo girar silenciosamente, ya que no quería perturbar el sueño de Liz, quien había regresado tambaleándose a casa sola una hora antes. Cuando atravesó la puerta y entró en el vestíbulo artesonado, dos patas excitadas aparecieron de pronto y le arañaron los pies.

—Hola,
Arlo
—susurró, agachándose para envolver entre sus brazos al pequeño animal. Algo cálido y húmedo le lamió la mejilla —. Eres un pequeñajo mimoso —musitó. Connie le rascó detrás de las orejas y luego se lo colocó sobre la cadera. Acto seguido, avanzó de puntillas con él hacia la diminuta cocina que había delante del estudio y buscó el interruptor de la luz.

La cocina parpadeó, llenándose con el zumbido de la luz fluorescente, y Connie entornó los ojos con esfuerzo. Dejó al perro en el suelo y se apoyó en la encimera que había junto al fregadero mirando al pequeño animal. Como siempre, no era capaz de decidir exactamente de qué clase de perro se trataba; algunos días se parecía más a un sabueso, con las orejas caídas y los ojos oscuros y húmedos, pero otros decidía que era sin duda un terrier, un perro capaz de meterse en la madriguera de un tejón. El pelaje era de un tono indefinido, opaco, entre el color del barro y el de las hojas, que cambiaba según la luz del sol y la estación.

—¿Qué has hecho hoy? —le preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho.

El perro agitó la cola un par de veces.

—¿De veras? —dijo Connie —. ¿Y luego qué?

El perro se sentó.

—Eso suena divertido.

Connie suspiró y se volvió para llenar la tetera con agua del grifo.

Antes de que apareciera
Arlo
, nunca había demostrado demasiado interés por los animales; siempre los había encontrado dependientes y molestos, y la idea de tener una mascota creaba un profundo depósito de ansiedad en su interior. Cuando estaba preocupada por su trabajo en la universidad, algo que le sucedía con frecuencia, sus sueños se poblaban de animales idénticos, duplicados, serpientes y ratones o pájaros, todos ellos reclamando comida y cuidados que ella se sentía incapaz de proporcionarles. Había interpretado esos sueños como una alegoría de su preocupación por la investigación, los límites de plazo y la responsabilidad, pero, no obstante, decidió tomarse a pecho la lección. Mientras que las demás mujeres en su dormitorio universitario habían traído un gato tras otro, Connie no había tomado parte en esa práctica.

Sin embargo, a las pocas semanas de haber iniciado su primer semestre en Harvard, Connie salió de una clase vespertina en el edificio de Filosofía para descubrir a la pequeña criatura camuflada debajo de un seto de rododendros, prácticamente invisible entre las hojas y en las sombras. El animal se materializó de debajo del arbusto y comenzó a caminar junto a ella cuando cruzaba el patio. Al principio trató de ahuyentarlo con un pie mientras el perro la esquivaba y le seguía los pasos. Connie se detuvo delante de la biblioteca y le dijo que se largara, señalando con el dedo hacia el edificio de Filosofía. Pero el pequeño animal se limitó a mover la cola mientras la lengua rosada pendía de su boca. A medio camino a través del campus, ella volvió a detenerse, diciéndole que fuese a buscar a su dueño. Pero, en lugar de eso, la siguió todo el camino de regreso hasta Saltonstall Court, atravesando la puerta tras ella.

Durante las primeras semanas había colocado carteles alrededor de Harvard Square que anunciaban «PERRO ENCONTRADO», pero no tuvo éxito. Luego lo intentó con carteles que decían «regalo perro para un hogar feliz» hasta que Liz hizo que los quitase. «¡Él te eligió a ti!», insistió su compañera de cuarto, y Connie sonrió al comprobar el convencimiento con el que lo decía.

Liz era la clase de chica que estudiaba Latín Medieval porque, secretamente, se pasaba las horas soñando con una época en que los caballeros luchaban contra dragones míticos, las damas vestían tocas y triunfaba el amor cortés. Connie apreciaba el fervor de Liz en parte porque ella misma era una sentimental, la clase de persona que a menudo se oculta detrás de un velo defensivo de ironía y cinismo. Sin admitir para sí lo que estaba haciendo, Connie gradualmente empezó a dejar de buscar a alguien que se quedase con el perro.

Nunca se percató de que, después de que
Arlo
hubo entrado en su vida, sus pesadillas con bichos duplicados desaparecieron.

Dio la espalda a la tetera que hervía a fuego lento y encontró una nota fijada a la puerta de la nevera con la pulcra escritura de Liz. «Grace ha llamado a las seis —decía —. Ha dicho que la llames cuanto antes, aunque sea tarde.»

—Mira esto,
Arlo
—dijo Connie, señalando la nota —. Tu verdadera dueña ha llamado.

El perro ladeó la cabeza.

—¿Cómo he podido decir semejante cosa? —se reprendió entonces Connie, agachándose para acariciarle la mejilla —. No, por supuesto que no. Es mi madre.

Miró su reloj: la una y veinte de la madrugada. Eso eran… las once y veinte en Nuevo México. Sonrió, encantada de que su madre hubiese recordado que era el día de su examen. Por supuesto, ella se había tomado el trabajo de recordárselo varias veces, en sus, por otra parte, estériles aunque cumplidoras cartas, y también mediante mensajes que había dejado en su contestador. Pero, por una vez, los recordatorios habían dado resultado.

Connie vertió el agua hirviendo en una taza desportillada, introdujo una bolsita de menta y se trasladó al estudio a oscuras. Tiró de la delgada cadena de la lámpara que se arqueaba encima de su sillón de lectura, un monstruo de algodón estampado que había encontrado en un mercadillo en Cambridge.

El estudio era a la vez sobrio y desordenado, apropiado para dos mujeres estudiosas. Una pared albergaba el hogar, enmarcado por estanterías de roble que rebosaban de libros en rústica y libros de texto. Junto al hogar se hundía un futón, un vestigio de la vida universitaria de Liz, frente a una mesa colocada para servir de apoyo a los pies. Dos escritorios descansaban contra las paredes a cada lado de la estantería: el de Connie, un ejemplo de orden; el de Liz, un caos de papeles formando pilas desordenadas. En la cuarta pared había unos altos ventanales emplomados que protegían un pequeño bosque de plantas y hierbas aromáticas en macetas: el jardín de Connie. Junto a las plantas se encontraban la lámpara y su sillón de lectura, debajo del cual alcanzó a ver que desaparecía la cola de
Arlo
.

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