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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (6 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—«Maravilla»
[2]
—susurró.

—Estas casas son muy viejas —señaló Connie —. Quizá de antes de la revolución.

Liz extendió el mapa sobre el salpicadero y lo estudió.

—El mapa dice que esto es Old Town.
[3]

—Ya lo creo —dijo Connie secamente —. Hay diecisiete casas, de modo que debe de estar de este lado de la calle.

Acto seguido redujo la velocidad, avanzando gradualmente hasta detener el coche cerca del extremo cerrado de la calle. El camino continuaba unos cuantos metros y desaparecía en una senda de gravilla que se internaba en un bosque ralo.

—Debería estar aquí mismo —dijo Connie, mirando a través de la ventanilla unos matorrales que lindaban con los árboles, oscurecidos por un denso muro de zarzas.

En el asiento trasero,
Arlo
comenzó a menearse y dejó escapar un ladrido excitado.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Liz, volviéndose hacia el pequeño animal y rascándole el cuello.
Arlo
le lamió la muñeca.

—Quizá esté excitado porque el coche finalmente se ha parado. Al menos no se ha mareado. —Connie hizo una pausa —. No lo sé, Liz. Creo que aquí no hay nada. ¿Estás segura de que es Milk Street?

—¿Tienes que ir al baño, pequeño? —Liz arrulló al perro, cuyos cuartos traseros vibraban de excitación —. Creo que necesita salir. Llevémoslo hasta esos árboles para que haga sus cosas y luego le echaremos otro vistazo al mapa.

El aire olía fresco y húmedo, como la tierra nueva, pero con una pizca de salmuera, nada que ver con Cambridge. Connie estiró los brazos por encima de la cabeza, sintiendo que la columna vertebral crujía en dos lugares, y luego se frotó el cuello con una mano mientras con la otra abría la puerta trasera para que
Arlo
saliera del coche.

—Vamos, sal, chucho —dijo, pero antes de que las palabras acabasen de salir de su boca, el animal había desaparecido.

Un instante después,
Arlo
apareció directamente delante del matorral de zarzas, ladrando y meneando la cola.

Las dos mujeres echaron a andar hacia el bosque que se extendía más allá del cabo de la calle, esperando que el perro las siguiera cuando perdiese el interés en lo que fuera que hubiera visto entre los matorrales.

—Dime otra vez de quién se supone que es esta casa —dijo Liz, mordiéndose ociosamente una cutícula.

—De la abuela —respondió Connie —. La madre de mi madre.

—Pero dijiste que nunca antes habías estado aquí —insistió Liz.

Connie se encogió de hombros.

—Y es verdad. Mi madre y la abuela (se llamaba Sophia) no se llevaban bien, como puedes imaginar. Todo ese asunto hippy de Grace… Aparentemente, la abuela era una mujer chapada al estilo antiguo de Nueva Inglaterra: estirada, reprimida… De modo que supongo que sólo estaban en contacto de manera esporádica. Y luego ella murió cuando yo era muy pequeña.

—Sophia —musitó Liz —. Es un nombre de origen griego, ¿sabes? Significa «sabiduría». ¿Llegaste a conocerla?

—Mamá dice que sí. Ella venía a visitarnos a menudo a nuestra casa de Concord, pero siempre volvía loca a Grace. Al parecer, la abuela no aprobaba que mamá me criase en «ese ambiente».

Connie movió los dedos a ambos lados de la cabeza, marcando unas comillas invisibles.

—Tengo la impresión de que tú te hubieras llevado muy bien con ella. Al menos, tu abuela y tú habríais estado de acuerdo en cuanto a Grace. ¿Recuerdas algo de todo eso? —preguntó Liz.

—En realidad, no. Creo que quizá recuerdo el día en que la abuela murió… A mamá triste, abrazándome y diciéndome algo acerca de la «energía vital universal», y a mí preguntando si eso significaba «cielo» y a ella contestando que sí. Yo debía de tener entonces tres o cuatro años.

—Pero si ella murió hace más de veinte años, ¿qué ha pasado con la casa durante todo este tiempo?

Connie no pudo evitar poner los ojos en blanco.

—Bueno, aparentemente la casa simplemente ha estado
ahí
. ¿Cuán típico es eso? Mamá nunca me lo dijo siquiera.

Meneó la cabeza.

—¿Y por qué te pide que te encargues tú de la casa ahora? —preguntó Liz —. Y lo que es aún más importante —añadió en tono de broma —, ¿por qué hemos estado pagando para vivir en el apartamento todo este tiempo si había una casa vacía a menos de una hora de viaje que te pertenecía a ti también?

Connie se echó a reír.

—Creo que la respuesta a esa pregunta será evidente cuando encontremos la casa. Grace dice que es una pocilga. Y en cuanto a por qué me pidió que me hiciera cargo ahora de la casa, parece que mi responsable y atenta madre olvidó pagar los impuestos de propiedad desde la muerte de la abuela. —Liz se quedó boquiabierta —. Oh, sí —continuó diciendo Connie antes de que su amiga pudiese hablar —. Los impuestos se fueron acumulando, pero hasta hace muy poco tiempo la tasa era tan baja que a la ciudad realmente no le importaba. No obstante, el año pasado, la ley cambió, y esta primavera le enviaron una notificación diciendo que la casa sería embargada en un plazo de seis meses si no pagaba los impuestos que debía.

—¡Caray! —exclamó Liz —. ¿Y de cuánto dinero estamos hablando?

—No conozco la cifra exacta —dijo Connie, tirando del extremo de su trenza —. Grace se mostró muy reservada al respecto. Se supone que debo clasificar todo el material que hay dentro, sacarlo y preparar la casa para venderla, en el supuesto de que a alguien le interese comprarla, claro. Lo que podamos sacar por ella servirá para pagar la deuda.

Liz dejó escapar un silbido.

—Al menos es sólo durante el verano. Luego podrás regresar a Cambridge y olvidarte de todo este asunto.

Para entonces ya habían llegado al bosque, y ambas se detuvieron frente al sendero, donde la gravilla se convertía en tierra apisonada. Connie observó la angélica silvestre que asomaba en el claro, entre los árboles. Los frágiles ramilletes de flores blancas se mecían bajo el aire de comienzos del verano, enmarañados y exuberantes, y los insectos zumbaban sin ser vistos en las cavidades debajo de los árboles. Con los ojos muy abiertos, Connie contempló las flores moteadas por la luz del sol. Mientras observaba cómo jugaban los haces de luz sobre la superficie de los pétalos, su mente se ablandó, moviéndose en una especie de ensoñación, y creyó que percibía la imagen de un hombre mayor, vestido con ropa de trabajo cubierta de barro, encorvado bajo el peso de un saco de lona repleto de leña, que caminaba a través de las sombras del bosque. «¿Lemuel?», llamó una voz, audible sólo en la mente de Connie. «¡Ya voy, Sophia!» La imagen contestó antes de alejarse, y los detalles de la ensoñación se disolvieron fuera de su alcance. Volvió a la realidad ante el sonido de la voz de Liz, que le hacía una pregunta.

Connie había percibido esa imagen como algo sorprendentemente inmediato, tangible. Alzó una mano, se masajeó la sien y sintió un ligero dolor donde hacía sólo un momento no notaba nada. Su amiga la miraba esperando que respondiese a algo que acababa de preguntarle, pero Connie no tenía ni idea de qué se trataba.

—Lo siento —dijo, confusa —. No estaba prestando atención.

—Te he preguntado dónde está
Arlo
—repitió Liz.

El dolor de cabeza de Liz comenzó a remitir. Miró a su alrededor, pero el perro no las había seguido.

—Qué extraño —dijo Connie.

Regresó por el sendero de grava hasta el lugar donde habían dejado el coche. Cuando salió del bosque descubrió al perro sentado y atento, con la mirada fija en los densos matorrales que se alzaban al otro lado del vehículo.

—Eh, chucho —dijo, agachándose junto al animal —. ¿Qué estás vigilando? —
Arlo
alzó la vista hacia ella, meneando la cola, y luego volvió a mirar hacia la espesura —. ¿Es una ardilla?

Connie volvió el rostro hacia el lugar entre los densos arbustos espinosos que el perro miraba fijamente mientras resollaba. Para su asombro, debajo de las ramas enmarañadas alcanzó a ver el contorno de una puerta de hierro oxidada.

Cuando Liz llegó, Connie ya había conseguido apartar un buen montón de enredaderas y maleza secas. Tan pronto como se abrió un espacio entre dos de los barrotes oxidados de la puerta,
Arlo
pasó a través de ellos y desapareció en las sombras. Liz se acercó rápidamente hasta detenerse detrás de su amiga, sin aliento por lo que había visto.

—¡Connie! —exclamó entre jadeos —. ¡Creo que podríamos haber encontrado la casa!

—¡Sí!
Arlo
descubrió la puerta —dijo Connie mientras apartaba otro montón de maleza.

—No, mira —repuso Liz, dando unos golpecitos en el hombro de su amiga.

Connie se irguió, limpiándose las manos sucias en las posaderas de sus tejanos. Liz señaló hacia arriba. Connie retrocedió unos pasos, ajustando la camisa de franela que llevaba anudada a la cintura, y estiró el cuello. Siguiendo el dedo extendido de Liz, elevó la vista hacia un alto saúco cubierto de enredaderas, cada vez más hacia arriba, y entonces, en la cima de la espesura, divisó el inconfundible contorno de un tejado de cedro que emergía desde debajo de las ramas y las hojas. En el centro del contorno divisó los voluminosos escombros de una chimenea de ladrillos. Connie contuvo el aliento.

—No puedo creerlo —susurró.

—Te dije que ésta era Milk Street —dijo Liz mientras le asestaba un leve codazo. Connie la miró enarcando una ceja.

—Nadie hubiera dicho que ahí había una casa —señaló Connie, pasándose una mano sucia de tierra por el pelo al tiempo que estudiaba la espesura.

Ahora que sabía lo que debía buscar, Connie imaginó que podía vislumbrar la borrosa tracería de la valla de hierro que discurría debajo de la densa maleza. Elevándose más allá del tumulto de hojas, pensó que podía ver incluso la forma desvaída de los antepechos de las ventanas.

—Bien, has dicho que nadie había estado aquí desde la muerte de Sophia —señaló Liz.

—Sí, pero da la impresión de que este lugar ha permanecido abandonado mucho más de veinte años —repuso Connie.

Las dos amigas guardaron silencio, con los brazos cruzados, contemplando la casa revestida con sus capas de vegetación y abandono. Finalmente, fue Liz quien habló:

—Venga —dijo —, deja que te ayude a retirar la maleza de la puerta.

Las enredaderas y la hiedra cedían fácilmente y, media hora más tarde, habían acumulado una pila de ramas y raíces a un lado del portalón. Mientras trabajaban despejando la entrada no dejaban de oír ladridos y crujidos entre las hojas procedentes del jardín.

—Al menos,
Arlo
se lo está pasando en grande —musitó Connie, apartándose el pelo de la cara y dejando un rastro de barro en la frente.

—Creo que ya casi estamos —dijo Liz.

Después de algunos minutos más dedicados a arrancar las últimas y obstinadas enredaderas, Connie se sentó sobre los talones y contempló el revelado portalón de hierro. El metal estaba tan carcomido por el óxido y el tiempo que temió que pudiese desintegrarse al tacto. Estiró la mano y levantó el cerrojo que sujetaba la puerta a la valla. Éste chirrió con el sonido del metal que ha estado mucho tiempo inmóvil en el mismo sitio, pero acabó cediendo. Lentamente y con mucho cuidado, Connie empujó la puerta hasta que se abrió aproximadamente medio metro, creando una entrada en el espeso seto.

—¿Y bien? —dijo, volviéndose hacia Liz.

Su amiga se encogió de hombros.

Connie se levantó y atravesó el portalón.

El jardín no resultó ser tan denso como el seto sugería. Se detuvo en el borde de un sendero de lajas que conducía hasta la ruinosa puerta principal de la casa, cuya superficie estaba cubierta con diferentes variedades de hiedra. Sobre la puerta colgaba una glicina con flores verdes y moradas, cuyo intenso aroma almibarado impregnaba el aire. Varios árboles, altos y delgados —los saúcos que había visto desde la calle, además de un espino —, salpicaban el jardín formando pilares que sostenían la entoldada superestructura de enredaderas que se extendían desde el seto hasta la casa. Debajo de los árboles y las enredaderas, el jardín estaba umbrío, sin llegar a ser oscuro. La atmósfera era privada, secreta.

Connie percibió un dolor invasivo en el estómago, una creciente aflicción por no haber visto nunca ese reino escondido. Sophia, su abuela, había creado ese jardín, pero ella ya nunca la conocería. El carácter irrevocable de ese hecho era pesado e ineludible. Connie colocó la imagen largamente almacenada de Sophia en el escenario del jardín que se extendía ante ella y vio a su abuela arrodillada en una esquina, con un desplantador en la mano. Luego se relajó, permitiéndose adentrarse más profundamente en la fantasía y, para su sorpresa, el hombre encorvado de su ensoñación en el bosque —ahora lo reconoció por las viejas fotografías como Lemuel, su abuelo, quien murió cuando Connie estaba en la universidad — apareció por un costado de la casa llevando aún su carga de leña. «Con eso será suficiente —le dijo al hombre la forma imaginada de su abuela —. Déjala en el vestíbulo.»

Connie presionó sus párpados con las yemas de los dedos y unas manchas azules y negras se esparcieron detrás de sus ojos. Cuando bajó las manos y volvió a abrir los ojos, la escena se había fundido en la tierra, esfumándose. Por supuesto, su sueño había sido errático en los días previos a la mudanza, incluso más de lo que era habitual en ella. La noche anterior apenas si había podido pegar ojo y, en cambio, se había quedado acostada en la cama con
Arlo
entre sus brazos y la mirada fija en la oscuridad. Debía de estar exhausta.

En lugar de un prado, una conmoción de hierbas y plantas silvestres se invadían unas a otras en una masa incoherente. Connie reconoció la mayoría de las hierbas típicas de un huerto casero: tomillo, romero, salvia, perejil, varias clases de menta, gruesos nabos verdes, diente de león, densas y suaves flores de eneldo y pequeños ramilletes de cebolletas que no habían sido recogidas durante años. Sus ojos se movieron sobre las plantas a lo largo del extremo más alejado del jardín, deteniéndose en algunas flores oscuras que sólo conocía de los libros de horticultura: acónito, beleño, dedalera, lunaria. Una planta de belladona, gruesa y en mal estado, colgaba en la esquina izquierda de la casa, hundiendo profundamente sus raíces en el armazón de madera. Connie frunció el ceño. ¿Acaso su abuela no sabía que muchas de esas flores eran venenosas? Debería tener cuidado con
Arlo
.

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