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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (8 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Connie apartó al perro, que estaba empezando a darse cuenta de que la alabanza que esperaba no se produciría. Luego tragó con dificultad mientras sus ojos recorrían la cocina buscando algún utensilio que pudiese utilizar para coger la raíz.

—Estoy razonablemente segura de que nuestro amiguito nos ha traído una mandrágora —dijo. Con dos dedos y un grueso rollo de papel de cocina, Connie alzó la planta por una de sus hojas y la sostuvo con el brazo completamente estirado para que Liz la viese —. Sólo he visto dibujos de esta planta en los libros de jardinería, pero se supone que sus raíces tienen forma humana. ¿Lo ves? —Señaló la forma parecida a una pierna de la raíz bifurcada, con dos gruesas protuberancias donde podrían estar los brazos.

—¿O sea? —preguntó Liz.

—O sea, que la mandrágora se encuentra entre las plantas más venenosas conocidas por el hombre —dijo Connie —. Tan venenosa, en realidad, que cuenta la leyenda que cualquiera que intentase desenterrar una mandrágora moriría al instante. Como consecuencia de ello, cualquiera que quisiera una necesitaba que un perro la desenterrase por él—. Miró a
Arlo
. Esa leyenda, se dijo, seguramente se refería más al hecho de que los perros eran capaces de desenterrar cualquier cosa, ya fuese venenosa o no, que a que los hombres no podían recoger mandrágoras sin correr peligro.
Arlo
meneó la cola —. Además —añadió —, algunos de los primeros libros de horticultura moderna afirmaban que la mandrágora grita cuando se la extrae de la tierra.

—Qué extraño —susurró Liz mirando la planta —. ¿Por qué iba tu abuela a cultivar algo tan peligroso en su jardín?

—No me lo explico. También tenía otras cosas raras ahí fuera —dijo Connie —. ¿Has visto la enredadera de belladona? —Meneó la cabeza mientras sostenía la raíz en forma de homúnculo —. Quizá se trata de una planta que simplemente creció sola, como una mala hierba. No puedo imaginar que nadie en su sano juicio pudiera querer tener algo así en su casa.

—¿Qué piensas hacer con ella? —preguntó Liz con un tono de preocupación en la voz.

Connie suspiró, súbitamente abrumada por la magnitud del trabajo que le esperaba. No quería tener que preocuparse por plantas venenosas en la cocina, serpientes de jardín en la sala de estar, gravámenes por impuestos no pagados sobre la casa. Todo lo que quería realmente era preparar algo de cena y actuar como si el verano no estuviese a la vuelta de la esquina.

— Por ahora la dejaremos aquí, donde ningún perro pueda comerla —dijo, encajando la raíz en uno de los estantes, entre dos frascos tiznados.

Connie se despertó sobresaltada, con el corazón golpeando con fuerza en el pecho. Durante un interminable minuto fue incapaz de reconocer el lugar donde se encontraba, y tampoco estaba segura de estar despierta o dormida todavía. Poco a poco, las formas de la habitación quedaron enfocadas: el sillón bordado frente a ella, el escritorio Chippendale acechando en la oscuridad detrás de él. Se pasó una mano por la cara, entrecruzada por pálidas marcas rojas donde había estado apoyada contra el respaldo de la silla. Los detalles del sueño se retiraron lentamente, dejando su contenido emocional pero no así su sustancia. Unas formas vagas, aterradoras, inclinándose sobre ella, largas cuerdas pendían desde lo alto, persiguiéndola… , ¿o quizá eran serpientes? Echó un vistazo alrededor del pequeño salón, sus formas inofensivas como pieles tendidas sobre otra cosa, algo que resultaba amenazador. Mientras su mente hacía un esfuerzo por centrarse, la frontera entre sueño y realidad era resbaladiza e imprecisa. Seguramente se había quedado dormida en la silla de la sala de estar.

Antes de retirarse a una de las camas con dosel que habían descubierto en la planta alta, Liz había conseguido abrir una de las ventanas de la sala de estar, de modo que el abrumador olor a humedad ahora estaba relativamente atemperado por la suave brisa estival. Fuera de la casa, Connie sólo alcanzaba a oír el ocasional canto de los grillos. Después de sus años en Harvard Square, encontraba el silencio extrañamente ominoso. Rugía en sus oídos, exigiendo toda su atención, donde las sirenas habrían pasado desapercibidas. Estaba acostumbrada a que el susurro de sus ansiedades la mantuviese despierta, pero allí los susurros sonaban incluso más estridentes en ese silencio penetrante y perturbador.

Ahora ya completamente despierta, cambió de posición en la silla, jugando con la lámpara de aceite que brillaba en la mesa junto a su codo. Connie no podía entender por qué su abuela no había hecho una instalación eléctrica en la casa. Parecía imposible que a finales del siglo XX hubiese una casa en Estados Unidos que careciera de luz eléctrica, pero una concienzuda búsqueda había revelado la inexistencia de interruptores, lámparas o cables eléctricos de cualquier naturaleza. ¡Y tampoco había teléfono! Sólo Dios sabía cómo pensaba su madre vender la casa de esa manera. «Me parece que este verano me acostaré muy temprano todos los días», reflexionó Connie con tristeza. Al menos alguien había pensado en añadir agua corriente en algún momento. La cocina provisional tenía su réplica en la planta alta en un simple cuarto de baño, al que se accedía a través de otro armario modificado en uno de los dos dormitorios del piso superior. La estancia contenía una bañera con patas sin ducha, un váter con cisterna de cadena y un asiento de madera y un diminuto lavamanos. Como era su costumbre, Liz había señalado mientras se cepillaba los dientes que la bañera ofrecía la posibilidad de largos y románticos baños a la luz de las lámparas de aceite. Cuando su amiga oyó el comentario, se ruborizó, turbada. Connie se sentía incómoda con los hombres; le disgustaba ese aspecto de sí misma, ya que parecía materialmente diferente de la dulce y tímida simpleza de Liz. O sea, que sí, la bañera sería genial si hubiera alguien con quien compartirla. Alguien que, obviamente, no existía.

Connie frunció el ceño, sintiendo que la posibilidad de dormir era cada vez más remota. Liz se había derrumbado hacía más de una hora. Connie se dijo que probablemente se sentía ansiosa por el día siguiente, cuando cogería el tren de regreso a Cambridge. El lunes, Liz debía comenzar a impartir clases en la escuela de verano de Harvard: declinaciones en latín para adolescentes aventajados en los estudios. Pronto tendría toda la casa para ella sola. Connie tenía la sensación de que la abandonaban encima de un tablón tendido muy alto sobre las aguas de un lago oscuro que no podía ver. Liz tenía razón: nunca debería haber accedido a hacer eso.

Se levantó de su asiento junto al hogar vacío y se acercó con la lámpara de aceite a la estantería, buscando distraerse. Quizá una antigua novela romántica, o un libro de estrategia en el bridge. Sonrió para sí, pues sólo pensar en leer esas cosas debería ser suficiente para que le entrara sueño.

Sus manos recorrieron suavemente los agrietados lomos de los libros, levantando una fina capa de polvo marrón del cuero no tratado y manchándose las puntas de los dedos. Ninguno de los lomos resultaba legible bajo la luz débil y trémula. Cogió un delgado volumen de la estantería, levantando una ligera lluvia de suciedad y trozos de encuadernación que cayeron al suelo, y leyó el título de la cubierta:
La cabaña del tío Tom
. En todas las viejas casas de Nueva Inglaterra había un ejemplar de
La cabaña del tío Tom
. Era como una tarjeta de visita que anunciaba que esa familia estaba en el bando correcto durante la guerra civil. Suspiró y volvió a dejar el libro en su lugar. A veces, los habitantes de Nueva Inglaterra podían llegar a ser tan santurrones…

Desplazó la luz de la lámpara a lo largo de los lomos de los libros, su esfera amarilla iluminando tres libros a la vez junto con su barbilla y sus nudillos, dejando el resto de la habitación sumida en la oscuridad. Connie movió la lámpara hacia el estante inferior, donde estaban los libros más gruesos y pesados. Posiblemente se trataba de Biblias o libros de salmos. La doctrina puritana afirmaba que la alfabetización era necesaria —incluso vital —para recibir la gracia divina. Y, por tanto, cada hogar recto de Nueva Inglaterra debía tener su propia copia de la palabra revelada de Dios. Dejó la lámpara en el suelo y retiró del estante el libro más voluminoso, sosteniéndolo con su delgado brazo mientras lo abría con la otra mano. Sí, una Biblia, muy antigua, a juzgar por la fragilidad del papel y la ortografía idiosincrásica. Siglo XVII, pensó, satisfecha con su aprendizaje. Por un momento se sorprendió calculando el valor que podría tener una Biblia como ésa. Pero no; las Biblias eran los textos impresos más comunes, de modo que no eran ejemplares tan raros, ni siquiera cuando fuesen tan antiguos como ése. Además, el libro estaba atacado por el moho y dañado por el agua; las páginas se percibían pulposas y sucias al tacto.

Mientras hojeaba una página a medio camino del Éxodo, Connie se preguntó qué podía esperar encontrar si examinaba cuidadosamente esa casa. Liz había dicho que tenía la impresión de que Connie y Sophia se habrían llevado bien, pero ella nunca había llegado a conocer realmente a su abuela. ¿Quién era esa mujer extraña y obstinada? ¿Qué historia se ocultaba en esa casa?

En el momento en que esos pensamientos ociosos vagaban por su mente, la mano que sostenía la Biblia vibró con una sensación caliente, rastrera y punzante, algo entre un miembro que se queda dormido y el choque doloroso que provoca desenchufar el cable deshilachado de una lámpara. Connie soltó un grito de dolor y sorpresa, al tiempo que dejaba caer el libro al suelo con un ruido sordo.

Se frotó la mano y la extraña sensación fue tan fugaz que, un momento después, dudaba de haberla experimentado realmente. Se arrodilló para comprobar si había dañado el libro antiguo.

La Biblia estaba abierta en el suelo, rayada por la débil luz de la lámpara de aceite, rodeada por una creciente nube de polvo agitada por su caída sobre la alfombra. De rodillas, Connie estiró la mano para coger el libro cuando advirtió que algo pequeño y brillante sobresalía de entre las páginas. Acercó la lámpara y pasó la yema del dedo por el borde de las páginas hasta que dio con el pequeño objeto que brillaba con luz trémula. Acto seguido lo extrajo de su escondite.

Era una llave. Una pieza antigua, de unos ocho centímetros de largo, con un mango ornado y el eje hueco, diseñada para una puerta o un baúl sólido. Hizo girar la llave bajo la luz de la lámpara al tiempo que se preguntaba qué hacía ésta oculta dentro de la Biblia. Parecía demasiado voluminosa para utilizarla como punto de libro. Mientras calentaba el pequeño objeto metálico en la palma de la mano, intrigada por lo que podría significar, vio el diminuto jirón de papel que sobresalía del extremo del eje hueco de la llave. Juntó las cejas en un gesto de profunda concentración.

Con suma delicadeza, cogió el extremo del papel con la uña del pulgar y lo extrajo lentamente del eje. Parecía un pergamino en miniatura, formando un tubo estrechamente enrollado. Dejó la llave sobre el regazo y alzó el pergamino hacia la lámpara, desenrollando el frágil trozo de papel milímetro a milímetro. Era marrón y estaba manchado y medía apenas lo mismo que su pulgar.

En su superficie, en una tinta aguada apenas legible bajo la luz trémula, estaban escritas las palabras «Deliverance Dane».

Interludio

Salem, Massachusetts

Mediados de junio

1682

El mayor Samuel Appleton flexionó los dedos del pie dentro de la bota y frunció el ceño. El dedo gordo le dolía desde hacía semanas y no podía dejar de preocuparse. Podía sentirlo, hinchado y caliente, escoriándose en el interior del rígido cuero del calzado. Además, las gruesas medias de lana no hacían sino empeorar la ebullición de su dedo. Suspiró. Quizá su esposa podría prepararle otro emplasto medicinal cuando terminase el trabajo del día. Cambió incómodamente de posición en su sillón y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. La tarde bostezaba ante él, y le envió una solicitud privada a Dios para que pasara de prisa.

Fuera, el día era caluroso y polvoriento, y los rayos de sol amarillos se derramaban a través de las ventanas de la iglesia, creando brillantes charcas de luz en el suelo entablado. Appleton estaba sentado en un majestuoso sillón tapizado detrás de la amplia mesa de biblioteca en el frente de la habitación, los codos apoyados en la mesa y los brazos cruzados. La estancia delante de él zumbaba con conversaciones en voz baja mientras hombres y mujeres se apretujaban en bancos y sillas auxiliares esperando el inicio de la sesión del tribunal. Las cofias blancas se inclinaban sobre labores de tejido y bordados; los hombres asentían uniendo sus cabezas bronceadas por el sol. Aquellos que habían sido llevados ante el tribunal por los delitos cometidos estaban sentados con expresión taciturna cerca del frente, algunos de ellos retorciéndose las manos. Appleton gruñó levemente para sí. Como personas piadosas que eran, reflexionó, sus vecinos seguramente mostraban un gran interés por sus respectivos pecados. «Rameras y sinvergüenzas todos ellos», pensó.

Appleton desvió la mirada a la izquierda, hacia el presumido grupo de miembros del jurado sentados en una hilera de sillas de respaldo recto que esperaban para aprobar el fallo contra sus pares. Los conocía de vista a la mayoría de ellos: el teniente Davenport, el presidente del jurado, era un hombre decente con un semblante amenazador. Una profunda cicatriz rosada le cruzaba el rostro —un recuerdo de las guerras contra los indios en el Este —, y le confería una apariencia feroz y colérica que enmascaraba una alma franca y abierta. Junto a él se sentaba William Thorne, un individuo afable que regentaba una taberna en la carretera de Ipswich, y Goodman Palfrey, un zapatero que siempre se presentaba voluntario para formar parte de los tribunales populares en los juicios que se celebraban en la aldea. Appleton resopló con disgusto. Ese año, Palfrey había integrado prácticamente todos los jurados, además de haber resultado elegido
Fence Viewer
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del pueblo. Había rumores que lo proponían incluso para que fuese miembro de pleno derecho de la Iglesia. Appleton detestaba a los hombres que no sabían cuál era su sitio. Los otros tres presentes le resultaban completamente desconocidos; con toda probabilidad eran artesanos locales, lo bastante adinerados para prestar servicio, pero aun así, de una clase mayormente mediocre.

Appleton le hizo una seña al actuario, un hombre nervioso y menudo llamado Elias Alder. El pequeño empleado se levantó torpemente, deslizó una pesada hoja de papel a través de la mesa en dirección al juez y se retiró a un costado, sosteniendo el extremo de su pluma de escribiente contra la boca. Cuando acabase la sesión, su labio inferior estaría negro por la tinta, pensó Appleton. Luego sostuvo el papel con el brazo estirado, entornando los ojos para descifrar la penosa caligrafía de Elias. Cuatro pleitos programados para esa tarde. Volvió a suspirar, le devolvió el papel al actuario y asintió. Las punzadas en el dedo del pie no habían mejorado.

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