Read El Libro de los Tres Online

Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (16 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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—Está bien, que se queden las espadas. ¡Tú tendrás la culpa, dejando que se acerquen al rey Eiddileg con armas!

A empujones, Taran fue conducido a través de lo que parecía un numeroso gentío. Todo el mundo hablaba a la vez; el estruendo era ensordecedor. Después de dar muchas vueltas, volvió a ser empujado hacia adelante. Una pesada puerta se cerró a sus espaldas con un chasquido; el saco de cebollas fue bruscamente arrancado de su cabeza.

Taran pestañeó deslumbrado. Se hallaba, junto con Fflewddur y Eilonwy, en el centro de una estancia abovedada en la que destellaban muchas luces. Gurgi no aparecía por ningún lado. Sus captores eran una media docena de guerreros rechonchos, de piernas cortas y cuerpo achaparrado. Llevaban hachas colgando del cinto y cada hombre tenía un arco y una aljaba de flechas al hombro. El ojo izquierdo del guerrero bajo y fornido que se hallaba junto a Eilonwy se estaba volviendo de un color verde negruzco.

Ante ellos, sentado ante una larga mesa de piedra, una pequeña figura con una revuelta barba amarilla lanzaba miradas furibundas a los guerreros. Llevaba una túnica de un vivo color rojo y verde.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Quiénes son éstos? ¿Acaso no di órdenes de no ser molestado?

—Pero Majestad —empezó a decir uno de los guerreros, moviéndose inquieto—, les cogimos…

—¿Tienes que aburrirme con detalles? —chilló el rey Eiddileg, dándose una palmada en la frente—. ¡Vas a ser mi ruina! ¡Causarás mi muerte! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No, los prisioneros no,
vosotros
, idiotas!

Agitando la cabeza, murmurando y suspirando, el rey se derrumbó en un trono tallado en la roca. Los guardias se apresuraron a escabullirse. El rey Eiddileg miró con furia a Taran y sus compañeros.

—Bueno, ahora, adelante. ¿Qué es lo que queréis? Podéis enteraros por anticipado que no vais a conseguirlo —dijo Eiddileg.

—Alteza —empezó a decir Taran—, sólo pedimos que se nos deje pasar sanos y salvos por vuestro reino. Nosotros cuatro…

—Sólo sois tres —le cortó el rey Eiddileg—. ¿Es que no sabes contar?

—Uno de mis compañeros se ha perdido —dijo Taran con pena. Había esperado que Gurgi lograría dominar su miedo, pero no podía culpar a la pobre criatura por huir después de su ordalía en el torbellino—. Pido que vuestros servidores nos ayuden a encontrarle. Además, hemos perdido nuestras armas y provisiones…

—¡Todo eso son tonterías! —gritó el rey—. No me mientas, no puedo aguantarlo. —Se sacó un pañuelo color naranja de la manga y se limpió la frente con él—. ¿Por qué habéis venido aquí?

—Porque un Aprendiz de Porquerizo nos condujo por mal camino —repuso Eilonwy—. Ni tan siquiera sabemos
dónde
estamos, así que aún menos el porqué. Es peor que caer rodando por una colina en la oscuridad.

—Naturalmente —dijo Eiddileg, su voz rezumando sarcasmo—. No tenéis ni idea de que os encontráis en el mismo corazón del Reino de Tylwyth Teg, el Pueblo Rubio, la Familia Feliz, el Pequeño Pueblo o cualquier otro de los insípidos e irritantes nombres que nos habéis impuesto. Oh, no, claro que no. Pasabais casualmente por aquí.

—Quedamos atrapados en el lago —protestó Taran—. Tiró de nosotros haciendo que nos hundiésemos.

—Buen truco, ¿eh? —contestó el rey Eiddileg, con una rápida sonrisa de orgullo—. Naturalmente, yo lo he mejorado un poco.

—Si tantos deseos tenéis de alejar a los visitantes —dijo Eilonwy—, deberíais tener algo mejor… algo que dejase a la gente
fuera
.

—Cuando la gente se acerca tanto —respondió Eiddileg—, están ya
demasiado
cerca. En ese punto, no los queremos fuera. Los queremos
dentro
.

Fflewddur meneó la cabeza.

—Siempre tuve entendido que el Pueblo Rubio estaba extendido por todo Prydain, no sólo aquí.

—Por supuesto, no sólo aquí —dijo Eiddileg con impaciencia—. Esta es la sede real. Pero es bien cierto que tenemos túneles y minas en todos los lugares que podáis imaginar. Pero la obra auténtica, el verdadero trabajo de organización está aquí, justo aquí, en este mismo punto… en esta misma sala del trono. ¡Sobre mis espaldas! Es demasiado, os digo que es demasiado. Pero, ¿en quién puedes confiar? Si quieres que algo se haga bien… —El rey se detuvo bruscamente y sus dedos enjoyados tamborilearon sobre la mesa de piedra—. No es asunto vuestro —dijo—. Ya estáis metidos en bastantes apuros. Eso no puede dejarse de lado.

—No veo que se haga ningún trabajo aquí —dijo Eilonwy.

Antes de que Taran pudiese advertir a Eilonwy de que no cometiese imprudencias, la puerta de la sala del trono se abrió de golpe y por ella entró un tropel de gente. Cuando se acercaron, Taran vio que no todos eran enanos; algunos eran altos y delgados, vestidos de blanco; otros estaban cubiertos de relucientes escamas, cual peces; por último, otros tenían grandes y delicadas alas que nunca se estaban del todo quietas. Por unos momentos Taran sólo oyó un tumulto de voces, gritos enfadados y discusiones, con Eiddileg tratando de imponerse a gritos por encima de todo el estruendo. Finalmente, el rey se las arregló para echarlos nuevamente a todos.

—¿Que no se está haciendo trabajo alguno? —gritó—. No aprecias todo lo que va implícito en él. Los Hijos del Atardecer, ése es otro ridículo nombre que se os ha ocurrido a los humanos, han de cantar esta noche en el bosque de Cantrev Mawr. No han podido ni tan siquiera ensayar. Dos están enfermos y a un tercero no hay modo de encontrarle.

»Los Espíritus del Lago se han estado peleando todo el día; ahora están de mal humor. Su caballo es un desastre. ¿Y sobre quién recae todo eso? ¿Quién tiene que animarles, halagarles y pedirles las cosas de rodillas? La respuesta es obvia.

»¿Y qué agradecimiento obtengo por ello? —prosiguió el rey Eiddileg desgranando su rosario de quejas—. ¡Ni el más mínimo! ¿Es que acaso ni una sola vez, alguno de vosotros, larguiruchos bobalicones, se ha tomado la molestia, ni una sola vez, fijaros bien, de ofrecerme la más sencilla muestra de agradecimiento, tal como, "Gracias, rey Eiddileg, por el tremendo esfuerzo y las incomodidades que habéis debido soportar para que nosotros podamos disfrutar de un poco de belleza y hechizo en el mundo superior; que sería tan indeciblemente lúgubre sin vos y vuestro Pueblo Rubio"? ¿Solamente unas cuantas palabras de honesto aprecio y valoración?

»¡Ni una! ¡Todo lo contrario! Si alguna vez uno de vosotros, grandullones cabezotas, se tropieza en el mundo superior con alguien del Pueblo Rubio, ¿qué sucede? ¡Le cogéis! Le aferráis con vuestras manazas parecidas a jamones y tratáis de obligarle a que os conduzca hasta algún tesoro escondido. O le exprimís bien exprimido hasta conseguir sacarle tres deseos… nada de satisfacerse con uno, ¡qué va! ¡Han de ser
tres
!

«Bien, no me importa decíroslo —prosiguió Eiddileg, el rostro más rojo a cada instante que pasaba—, he puesto fin a tanto conceder deseos y encontrar tesoros enterrados. ¡Se acabó! ¡Me sorprende que no nos hayáis arruinado hace mucho tiempo!

En ese mismo instante un coro de voces se alzó detrás de la puerta de la sala del trono de Eiddileg. Los armoniosos sonidos atravesaban incluso los gruesos muros de piedra. Nunca en su vida había oído Taran un canto tan bello. Lo escuchó fascinado, olvidándose por el momento de todo lo que no fuese aquella alada melodía. Incluso Eiddileg dejó de chillar y resoplar hasta que las voces callaron de nuevo.

—Eso es algo digno de ser agradecido —dijo finalmente el rey—. Evidentemente, los Hijos del Atardecer han logrado llegar a un acuerdo. No es tan bueno como sería de desear, pero ya se las arreglarán.

—No había oído las canciones del Pueblo Rubio hasta ahora —dijo Taran—. Jamás me había dado cuenta de lo hermosas que eran.

—No trates de halagarme —gritó Eiddileg, intentando parecer furioso pero, al mismo tiempo, radiante de placer.

—Lo que me sorprendió —dijo Eilonwy, mientras que el bardo pulsaba meditabundo las cuerdas de su arpa, tratando de captar nuevamente las notas de la canción—, es que os tomaseis tanto trabajo. Si vuestro Pueblo Rubio no aprecia a la gente de arriba como nosotros, ¿por qué tanta molestia?

—Orgullo profesional, mi querida niña —dijo el Rey Enano, llevándose una gordezuela mano al corazón y haciendo una profunda reverencia—. Cuando nosotros, los del Pueblo Rubio, hacemos algo, lo hacemos bien. Oh, sí —suspiró—, no importan los sacrificios que debamos realizar. Es una labor que debe hacerse y, por lo tanto, la llevamos a cabo. No importa el precio. En cuanto a mi persona —añadió, con un gesto de la mano—, nada importa. He perdido el sueño, he adelgazado, pero eso carece de importancia…

Si el rey Eiddileg había perdido peso, pensó Taran, ¿cómo habría estado antes? Decidió que lo mejor sería no preguntarlo.

—Bueno, pues yo lo aprecio —dijo Eilonwy—. Creo que lo que habéis podido hacer es asombroso. Debéis ser extremadamente inteligente, y si por casualidad se hallase en esta sala del trono un Aprendiz de Porquerizo haría bien en darse cuenta de ello.

—Gracias, querida muchacha —dijo el rey Eiddileg, inclinándose aún más—. Veo que eres la clase de persona a la que uno puede hablar de modo inteligente. Que uno de vosotros, patanes vagabundos, sea capaz de apreciar estas cosas es algo inaudito. Pero, al menos, tú pareces entender los problemas a los que debemos enfrentarnos.

—Alteza —le interrumpió Taran—, comprendemos que vuestro tiempo es precioso. No permitáis que os molestemos más. Dadnos un salvoconducto hasta Caer Dathyl.

—¿Qué? —chilló Eiddileg—. ¿Salir de aquí? ¡Imposible! Jamás se ha oído nada parecido! Mi buen muchacho, una vez que has encontrado al Pueblo Rubio te
quedas
, y se acabó. Oh, supongo que podría ser indulgente en atención a la joven dama, y dejar que salieseis bien librados. Aunque también puedo haceros dormir cincuenta años, o convertiros a todos en murciélagos; pero, entendedlo bien, eso sería por haceros un favor.

—Nuestra misión es muy urgente —exclamó Taran—. Ya nos hemos retrasado demasiado.

—Eso es problema vuestro, no mío —dijo Eiddileg, encogiéndose de hombros.

—Entonces, tendremos que abrirnos paso —gritó Taran, desenvainando su espada.

La hoja de Fflewddur saltó igualmente de su vaina y el bardo se puso junto a Taran, dispuesto al combate.

—Aún más tonterías —dijo el rey Eiddileg, contemplando despectivo las espadas blandidas ante él. Movió los dedos hacia ellas—. ¡Toma! ¡Y toma! Ahora, probad a mover los brazos.

Taran puso en tensión cada uno de sus músculos. Le pareció que su cuerpo se había convertido en piedra.

—Apartad vuestras espadas y hablemos de esto con calma —dijo el Rey Enano, haciendo nuevamente un gesto—. Si me dais alguna razón decorosa para dejaros marchar, puede que lo piense otra vez y os responda con prontitud, digamos que en uno o dos años.

Taran vio que era inútil ocultar las razones de su viaje; le explicó a Eiddileg todo lo que les había sucedido. El Rey Enano se calló por completo al ser mencionado Arawn pero, cuando Taran terminó, el rey meneó la cabeza, —Torpes grandullones, este es un conflicto que debéis resolver por vosotros mismos. El Pueblo Rubio no es aliado vuestro ni vasallo —dijo irritado—. Prydain nos perteneció antes de que surgiera la raza de los hombres. Vosotros nos hicisteis bajar a las profundidades. ¡Vosotros, patanes campesinos, saqueasteis nuestras minas! Nos robasteis los tesoros y aún seguís haciéndolo, torpes grandullones…

—Alteza —respondió Taran—, no puedo hablar por hombre alguno salvo por mí mismo. Jamás os he robado y no tengo ningún deseo de hacerlo. Mi tarea tiene más significado para mí que vuestros tesoros. Si hay enemistad entre el Pueblo Rubio y la raza de los hombres, ese es un asunto que deben solventar entre ellos. Pero si el Rey con Cuernos triunfa, si la sombra de Annuvin cae sobre la tierra que está por encima vuestro, la mano de Arawn se extenderá hasta vuestras cavernas más profundas.

—Para ser un Aprendiz de Porquerizo —dijo Eiddileg—, eres bastante elocuente. Pero el Pueblo Rubio se preocupará de Arawn cuando llegue el momento.

—El momento ha llegado —dijo Taran—. Mi única esperanza es que aún no haya pasado.

—Creo que en realidad no sabéis lo que está ocurriendo arriba —exclamó de repente Eilonwy—. Habláis de belleza, de encanto y de sacrificaros haciendo que las cosas sean agradables para la gente. Creo que todo eso no os importa en lo más mínimo. Sois demasiado tozudo, egoísta y engreído…

—¡Engreído! —gritó Eiddileg, los ojos a punto de saltarle de las órbitas—. ¡Egoísta! No encontrarás a nadie que sea más generoso y de corazón más abierto. ¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Qué quieres acaso, mi sangre? —Con tales palabras se arrancó la capa lanzándola al aire, se sacó los anillos de los dedos y los arrojó en todas direcciones—. ¡Adelante! ¡Llévatelo todo! ¡Arruíname! ¿Qué más quieres…, todo mi reino? ¿Quieres irte? ¡Pues anda, márchate! ¡Cuanto más pronto mejor! ¿Tozudo? ¡Demasiado blando, eso es lo que soy! ¡Y eso será mi muerte! ¡Ah, pero qué poco os importa!

En ese momento la puerta de la sala del trono volvió a abrirse bruscamente. Dos guerreros enanos agarraban frenéticamente a Gurgí, el cual los zarandeaba como si fuesen conejos.

—¡Alegres saludos! ¡El fiel Gurgi ha vuelto con los poderosos héroes! ¡Esta vez el valeroso Gurgi no salió corriendo! ¡Oh, no, no! El bravo Gurgi luchó con grandes golpes y porrazos. ¡Y triunfó! Pero, en ese momento, se llevaron a los poderosos señores. Y el inteligente Gurgi los ha buscado, espiando y atisbando, para salvarles, ¡sí! ¡Y los ha encontrado!

«Pero eso no es todo. Oh, el fiel, honesto e intrépido Gurgi ha encontrado algo más. Sorpresas y deleites, ¡oh, alegría! —Gurgi estaba tan emocionado que empezó a bailotear sobre un solo pie, haciendo piruetas y dando palmadas—. ¡Los poderosos guerreros andan buscando una cerdita! ¡Y es el listo y hábil Gurgi quien la encuentra!

—¿Hen Wen? —exclamó Taran—. ¿Dónde está?

—Aquí, poderoso señor —gritó Gurgi—, ¡la cerdita está aquí!

16. Doli

Taran se volvió hacia el rey Eiddileg, mirándole de modo acusatorio.

—No dijisteis nada de Hen Wen.

—No me lo preguntasteis —contestó Eiddileg.

—Eso es jugar sucio —murmuró Fflewddur—, incluso siendo rey.

—Es peor que una mentira —dijo Taran enfadado—. Nos habríais dejado marchar, y nunca habríamos sabido lo que le sucedió.

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