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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Novela, Fantástico, Juvenil

El Libro de los Tres (5 page)

BOOK: El Libro de los Tres
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—Están lejos de serlo —dijo Gwydion—. La misión de los gwythaints no es tanto matar como proporcionar información. Durante generaciones han sido entrenados para ello. Arawn entiende su lenguaje y están en su poder desde el momento en que abandonan el huevo. Sin embargo, son criaturas de carne y hueso y una espada puede responderles adecuadamente.

»Hay otros para los que una espada no significa nada —prosiguió Gwydion—. Entre ellos, los Nacidos del Caldero, que sirven a Arawn como guerreros.

—¿No son hombres? —preguntó Taran.

—En tiempos lo fueron —replicó Gwydion—. Son los muertos cuyos cuerpos roba Arawn de los grandes túmulos donde descansan. Se dice que los sumerge en un caldero para darles vida de nuevo… si a eso puede llamársele vida. En tanto que muertos, guardan silencio para siempre; y su único pensamiento es llevar a otros a la misma servidumbre.

«Arawn les mantiene como guardianes suyos en Annuvin, pues su poder mengua cuanto más tiempo y a mayor distancia se encuentren de su amo. Pero, de vez en cuando, Arawn manda a algunos de ellos fuera de Annuvin para que ejecuten sus tareas más despiadadas.

»Los Nacidos del Caldero carecen completamente de piedad o compasión —prosiguió Gwydion—, pues Arawn ha obrado maldades aún mayores sobre ellos. Ha destruido cualquier recuerdo que tengan de ellos mismos como hombres vivos. No recuerdan las lágrimas o la risa, la pena, el amor o la bondad. De todo lo que ha hecho Arawn, esto es lo más cruel.

Tras mucha búsqueda, Gwydion descubrió una vez más las huellas de Hen Wen. Cruzaban un campo estéril y llevaban luego a un angosto barranco.

— Aquí se detienen —dijo, frunciendo el ceño—. Tendría que haber algún rastro, incluso en terreno pedregoso, pero no puedo ver ninguno.

Lenta y concienzudamente examinó la tierra a uno y otro lado del barranco. Taran, cansado y desanimado, apenas si podía poner un pie delante del otro, y se alegró de que el anochecer obligase a Gwydion a detenerse.

Gwydion ató las riendas de Melyngar a un matorral. Taran se dejó caer en el suelo y apoyó la cabeza en sus manos.

—Ha desaparecido por completo —dijo Gwydion, trayendo provisiones de la alforja—. Pueden haber ocurrido muchas cosas. No tenemos el tiempo suficiente para pensar en cada una de ellas.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Taran, temeroso—. ¿No hay manera de encontrarla?

—La búsqueda más segura no siempre es la más corta —dijo Gwydion—, y puede que necesitemos la ayuda de otras manos antes de que ésta termine. En las estribaciones de las Montañas del Águila hay alguien que vive allí desde hace mucho. Su nombre es Medwyin, y se dice que comprende los corazones y los actos de cada criatura de Prydain. De haber alguien, él debería saber dónde puede esconderse Hen Wen.

—Si podemos encontrarle —empezó a decir Taran.

—Tienes razón al decir «si» —contestó Gwydion—. Nunca le he visto. Otros le han buscado y fracasaron. No tenemos sino una débil esperanza. Pero eso es mejor que no tener nada.

Se había levantado viento y susurraba entre los negros macizos de árboles. Desde la distancia llegó el solitario ladrido de unos sabuesos. Gwydion se incorporó, tenso como la cuerda de un arco.

—¿Es el Rey con Cuernos? —preguntó Taran—. ¿Nos ha seguido hasta aquí? Gwydion sacudió la cabeza.

—No hay perros que ladren así, salvo la jauría de Gwyn el Cazador. Así pues —dijo, meditabundo—, Gwyn anda también por aquí.

—¿Otro de los servidores de Arawn? —preguntó Taran, traicionando con su voz cierta ansiedad.

—Gwyn es vasallo de un señor al que ni tan siquiera yo conozco —respondió Gwydion—, y uno que quizá sea aún más grande que Arawn. Gwyn el Cazador cabalga en solitario con sus perros y, allí por donde pasa, le sigue la muerte. Conoce por anticipado la muerte y la batalla y la contempla desde lejos, fijándose en los guerreros que caen.

Por encima del griterío de la jauría se alzaron las largas y claras notas de un cuerno de caza. Cruzando el cielo, el sonido hendió el pecho de Taran como una fría hoja de terror. Pero, a diferencia de la música, los ecos de las colinas no resonaban tanto a miedo como a pena. Al desvanecerse, dijeron con un suspiro que la luz del sol y los pájaros, los brillantes amaneceres, los cálidos ruegos, la comida y la bebida, la amistad y todas las cosas buenas habían sido perdidas y era imposible recobrarlas. Gwydion posó una mano firme sobre la frente de Taran.

—La música de Gwyn es una advertencia —dijo Gwydion—. Tómala como tal, sea cual sea el provecho que pueda tener ese conocimiento. Pero no escuches demasiado los ecos. Otros lo han hecho y, desde entonces, han vagado sin esperanza alguna.

Un relincho de Melyngar interrumpió el sueño de Taran. Mientras Gwydion se levantaba acercándose al caballo, Taran distinguió el atisbo de una sombra que se ocultaba velozmente detrás de un matorral. Rápidamente, se incorporó. Gwydion estaba vuelto de espaldas. Bajo la brillante luz lunar la sombra volvió a moverse. Tragándose el miedo, Taran se puso en pie de un salto y se lanzó sobre la espesura. Los espinos le arañaron. Aterrizó sobre algo que se debatió frenéticamente. Tanteando a ciegas, agarró lo que parecía ser una cabeza y un olor inconfundible a mastín mojado le asaltó el olfato.

—¡Gurgi! —gritó Taran furioso—. Espiándonos a escondidas…

El ser se encogió torpemente formando una bola cuando Taran empezó a zarandearle.

—¡Basta, basta! —dijo Gwydion—. ¡No asustes de ese modo al pobre desgraciado!

—¡La próxima vez, sálvate tú la vida! —le replicó irritado Taran a Gwydion, en tanto que Gurgi empezaba a aullar lo más alto que podía—. ¡Debí saber que un gran jefe de guerreros no necesita ayuda de un Aprendiz de Porquerizo!

—A diferencia de los Aprendices de Porquerizo —dijo Gwydion con amabilidad—, no desprecio la ayuda de ningún hombre. Y tú deberías tener el juicio suficiente como para no saltar encima de unos espinos sin asegurarte primero de lo que vas a encontrar. Guarda tu ira para un propósito mejor… —Se detuvo, vacilante, y examinó cuidadosamente a Taran—. Vaya, creo que pensaste que mi vida estaba en peligro.

—Si hubiese sabido que era sólo ese tonto, ese idiota de Gurgi… —El hecho es que no lo sabías —dijo Gwydion—. Así pues, valoraré la intención antes que el hecho. Puede que seas muchas otras cosas, Taran de Caer Dallben, pero veo que no eres ningún cobarde. Te ofrezco mi agradecimiento —añadió, haciendo una profunda reverencia.

—¿Y qué hay del pobre Gurgi? —aulló el ser—. No hay gracias para él… oh, no… ¡sólo golpes de los grandes señores! ¡Ni tan sólo un pequeño morder por ayudar a encontrar una cerdita!

—No encontramos a ninguna cerdita —replicó Taran, enfadado—. Y, si me lo preguntas, sabes demasiado sobre el Rey con Cuernos. No me sorprendería que hubieses ido y le hubieses contado…

—¡No, no! El señor de los grandes cuernos persigue al sabio y miserable Gurgi con muchos saltos y galopadas. Gurgi teme terribles golpes y estacazos. Sigue a poderosos y amables protectores. ¡El fiel Gurgi jamás les abandonará!

—¿Y qué hay del Rey con Cuernos? —preguntó rápidamente Gwydion.

—Oh, muy enfadado —gimoteó Gurgi—. Señores malvados cabalgan gruñendo y murmurando porque no pueden encontrar una cerdita.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Gwydion.

—No lejos. Cruzan el agua, pero sólo el listo Gurgi, al que no se le dan las gracias, sabe dónde. Y encienden fuegos con temibles llamaradas.

—¿Puedes llevarnos hasta ellos? —preguntó Gwydion—. Me enteraría de sus planes. Gurgi emitió un gimoteo interrogativo.

—¿Morder y mascar?

—Sabía que acabaríamos llegando a eso —dijo Taran.

Gwydion ensilló a Melyngar y, escondiéndose entre las sombras, cruzaron las colinas bañadas por la luna. Gurgi abría el camino, avanzando delante de ellos, medio encorvado, con sus largos brazos colgando. Cruzaron un profundo valle y luego otro antes de que Gurgi se detuviera en lo alto de un risco. Bajo ellos, la ancha llanura ardía con antorchas y Taran vio un gran anillo de llamas.

—¿Morder y mascar ahora? —sugirió Gurgi.

Sin hacerle caso, Gwydion les indicó que bajaran por la cuesta. El silencio no era muy necesario. Un profundo y hueco retumbar de tambores se cernía sobre las figuras apiñadas en la llanura. Los caballos relinchaban; había griterío de hombres y ruido de armas. Gwydion se agazapó entre los helechos, observando atentamente. Alrededor del círculo ardiente, guerreros subidos en grandes pilares golpeaban sus escudos con las espadas desenvainadas.

—¿Quiénes son esos hombres? —susurró Taran—. ¿Y las cestas de mimbre que cuelgan de los postes?

—Son los Caminantes Orgullosos —respondió Gwydion—, en una danza de guerra, un viejo rito guerrero de los días en que los hombres no eran más que salvajes. Las cestas… otra vieja costumbre que es mejor olvidar.

«Pero, ¡mira ahí! —exclamó Gwydion de pronto—. ¡El Rey con Cuernos! Y ahí —dijo, señalando hacia las columnas de jinetes—, ¡veo las banderas del Cantrev Reghed! ¡Las banderas de Dau Gleddyn y de Mawr! ¡Todos los cantrevs del sur! ¡Sí, ahora lo entiendo!

Antes de que Gwydion pudiese hablar de nuevo, el Rey con Cuernos, llevando una antorcha, se acercó al galope hasta las cestas de mimbre y les prendió ruego. Las llamas se apoderaron de las jaulas de mimbre; nubéculas de humo apestoso se alzaron hacia el cielo. Los guerreros golpearon sus escudos y gritaron todos al unísono. De las cestas surgieron gritos humanos de agonía. Taran ahogó un grito y apartó la mirada.

—Hemos visto bastante —ordenó Gwydion—. Aprisa, vayámonos de aquí.

Ya había despuntado el alba cuando Gwydion se detuvo al borde de un campo estéril. No había hablado hasta aquel momento. Incluso Gurgi había permanecido silencioso, los ojos agrandados por el terror.

—Esto es una parte de aquello que tan lejos he viajado para aprender —dijo Gwydion. Tenía el rostro pálido y severo—. Arawn se atreve ahora a intentar la fuerza, teniendo al Rey con Cuernos como su jefe de guerreros. El Rey con Cuernos ha levantado en armas a una poderosa hueste, y pronto marcharán contra nosotros. Los Hijos de Don están mal preparados para un enemigo tan poderoso. Deben ser advertidos. He de regresar inmediatamente a Caer Dathyl.

Cinco guerreros montados a caballo surgieron de un rincón del bosque y se adentraron en el campo. Taran dio un brinco. El primer jinete espoleó su montura hasta lanzarla al galope. Melynger lanzó un agudo relincho. Los guerreros desenvainaron sus espadas.

5. La espada rota

Gurgi salió corriendo, dando gritos de terror. Gwydion estaba junto a Taran cuando el primer jinete se lanzó sobre ellos. Con un gesto veloz, Gwydion metió la mano en su jubón y sacó de él la malla de hierba. De pronto, las fibras resecas se hicieron más largas y gruesas, resplandeciendo con mil colores y chasquidos, casi cegando a Taran con destellos de llama líquida. El jinete levantó su espada. Con un grito, Gwydion arrojó la malla deslumbrante al rostro del guerrero. El jinete dejó caer su espada con un alarido y en vano manoteó el aire. Cayó de su silla mientras la malla se desparramaba por encima de su cuerpo, aferrándose a él como una enorme telaraña.

Gwydion arrastró al estupefacto Taran hacia un fresno y sacó de su cinto el cuchillo de caza, poniéndoselo a Taran en la mano.

—Esta es la única arma de la que puedo prescindir —le dijo—. Úsala lo mejor que puedas.

Con la espalda contra el árbol, Gwydion se enfrentó a los cuatro guerreros restantes. La gran espada giró en un arco centelleante y su hoja, como un relámpago, cantó por encima de la cabeza de Gwydion. Los atacantes se lanzaron sobre ellos. Uno de los caballos se encabritó. Taran sólo vio unos cascos que se precipitaban hacia su rostro. El jinete lanzó una maligna estocada hacia la cabeza de Taran, giró en redondo y golpeó de nuevo. Taran movió el cuchillo. Gritando de rabia y dolor, el jinete se aferró la pierna e hizo alejarse a su montura.

No había señal alguna de Gurgi, pero una forma blanca cruzó a toda velocidad el campo. Ahora Melyngar había entrado en la contienda. Agitando sus doradas crines, la yegua blanca lanzó un temible relincho y se arrojó contra los jinetes. Sus poderosos flancos se estrellaron contra ellos, empujándoles y confundiéndoles, en tanto que las monturas de la partida de guerreros hacía girar sus ojos presas del pánico. Un guerrero tiró frenéticamente de sus riendas para hacer que su caballo se alejase. El animal se derrumbó sobre sus cuartos traseros. Melyngar se irguió hasta el máximo de su talla; sus patas delanteras se agitaron en el aire y sus aguzados cascos golpearon al jinete, que cayó pesadamente al suelo. Melyngar giró en redondo, pisoteando al jinete que intentaba protegerse.

Los tres guerreros a caballo lograron rebasar a la enloquecida yegua. Junto al fresno, la espada de Gwydion resonaba entre las hojas a cada golpe. Era como si tuviese las piernas clavadas en el suelo; el impacto de los jinetes lanzados al galope fue incapaz de obligarle a moverse. En sus ojos brillaba una luz terrible.

—Aguanta un poco más —le gritó a Taran.

La espada silbó y uno de los jinetes lanzó un grito ahogado. Los otros dos no siguieron atacando y retrocedieron un instante.

Unos cascos resonaron en la pradera. Al mismo tiempo que los atacantes empezaban a retirarse, dos jinetes más avanzaron al galope. Detuvieron bruscamente sus caballos, desmontaron sin vacilar y corrieron rápidamente hacia Gwydion. Sus rostros estaban lívidos; sus ojos eran como piedras. Pesadas bandas de bronce les rodeaban la cintura y de ellas colgaban las negras correas de unos látigos. Llevaban remaches de bronce en los petos. Carecían de escudo o de yelmo. Sus bocas estaban congeladas en la horrible mueca de la muerte.

La espada de Gwydion se alzó relampagueante una vez más.

—¡Huye! —le gritó a Taran—. ¡Son los Nacidos del Caldero! ¡Coge a Melyngar y escapa de aquí al galope!

Taran se apoyó más firmemente contra el fresno y levantó su cuchillo. Un momento después, los Nacidos del Caldero se lanzaron sobre ellos.

Para Taran, el horror que agitaba sus negras alas a su alrededor no provenía de los lívidos rasgos de los guerreros del Caldero o de sus ojos carentes de luz, sino de su fantasmagórico silencio. Los hombres mudos hacían girar sus espadas y el metal rechinaba contra el metal. Los incansables guerreros golpeaban una y otra vez. La hoja de Gwydion saltó rebasando la guardia de uno de sus oponentes y penetró profundamente en su corazón. El pálido guerrero no lanzó grito alguno. No hubo sangre cuando Gwydion liberó su arma; el Nacido del Caldero se estremeció una sola vez, sin hacer ni el menor gesto, y avanzó nuevamente para atacar.

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