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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (3 page)

BOOK: El líbro del destino
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Me llevé nuevamente la mano a la mejilla, completamente desconcertado. Se deslizó por la piel, que estaba húmeda, pringosa, dolorida.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó alguien.

Los neumáticos giraron. El coche dio una sacudida y la limusina se escurrió de debajo de mi cuerpo. Como una lata de refresco lanzada por los aires, caí hacia atrás y me quedé sentado, golpeando el suelo con mis nalgas. La gravilla me mordió la carne. Pero lo único que realmente podía sentir era el dolor en mi mejilla.

Me miré la palma de la mano y vi que tenía el pecho y el hombro derecho empapados. No era agua. Era un líquido más espeso… y más oscuro… rojo oscuro. ¡Oh, Dios! ¿Es mi…?

Estalló la bombilla de otro flash. Lo que veía no era sólo el rojo de mi sangre. Ahora había algo azul… en mi corbata… y amarillo… rayas amarillas en la pista. Estalló otro flash mientras cuchillas de color me herían los ojos. Coches de carrera plateados, marrones, verde brillante. Banderas rojas, blancas y azules abandonadas en las gradas. Un chico rubio que gritaba en la tercera fila con una camiseta anaranjada de los Miami Dolphins. Y rojo… el rojo espeso y oscuro que me cubría la mano, el brazo, el pecho.

Volví a tocarme la mejilla. Mis dedos chocaron contra algo duro. Como metal o… ¿un hueso? Sentí que la náusea me revolvía el estómago. Me toqué otra vez la cara y empujé levemente. Esa cosa no se movía… «¿Qué pasa con mi ca…?»

Otros dos fogonazos me cegaron y el mundo voló hacia mí a velocidad acelerada. El tiempo se detuvo de repente y todo se emborronó.

—¡No siento el pulso! —gritó una voz grave a lo lejos.

Justo delante de mí, dos agentes del Servicio Secreto con traje y corbata levantaron a Boyle, lo colocaron en una camilla y lo llevaron hasta una ambulancia que formaba parte de la caravana presidencial. Su mano derecha colgaba a un lado y sangraba por la palma. Rebobiné hasta el momento previo al paseo en la limusina. Boyle jamás hubiese estado allí si yo no…

—¡Ya está esposado! ¡Abran paso!

A pocos pasos a mi izquierda, más agentes del Servicio Secreto gritaban a la gente, apartándola para llegar hasta el hombre que había disparado. Yo estaba tendido en el suelo, esforzándome para ponerme en pie, preguntándome por qué todo estaba tan borroso.

—¡Socorro…! —grité, aunque de mis labios no salió sonido alguno.

Las gradas se movían como si fuese un calidoscopio. Caí hacia atrás chocando contra el suelo y quedé tendido allí, con la palma de la mano aún apoyada en el metal resbaladizo de mi mejilla.

—¿Alguien puede…?

Las sirenas sonaban, pero la intensidad del sonido no aumentaba, sino que disminuía. Pronto comenzó a apagarse. La ambulancia de Boyle… «Alejándose… Me abandonan…»

—Por favor… ¿por qué no…?

Una mujer lanzó un grito en un perfecto do menor. Su alarido atravesó la multitud mientras yo miraba el despejado cielo de Florida. «Fuegos artificiales… se suponía que tendríamos fuegos artificiales. Albright estará furioso…»

Las sirenas se convirtieron en un pitido apenas audible.

Intenté levantar la cabeza, pero no pude. Un último fogonazo y el mundo se volvió completamente blanco.

—¿Por… por qué nadie me ayuda?

Aquel día, por mi culpa, Boyle murió.

Ocho años más tarde, Boyle resucitó.

2

Ocho años más tarde Kuala Lumpur, Malasia

Algunas heridas nunca se cierran.

—Damas y caballeros, el ex presidente de Estados Unidos, Leland Manning —anuncia nuestro anfitrión, el vicepresidente de Malasia. Me estremezco al oír esas palabras. Nunca se debe decir «ex». Es «anterior». El
anterior
presidente.

El vicepresidente lo repite en mandarín, cantones y malayo. Y, en cada una de esas ocasiones, las únicas palabras que entiendo son Leland Manning…
Leland
Manning… Leland
Manning
. Por la forma en que Manning se tira del lóbulo de la oreja y simula mirar detrás de sí, está claro que las únicas palabras que oye son «ex presidente».

—Aquí tiene, señor —digo, al tiempo que le entrego una caja de cuero del tamaño de una carta que contiene las páginas de su conferencia. Tengo fiebre, 38 grados, y acabo de volar durante once horas durante las cuales no he podido dormir ni un minuto. Gracias a la diferencia horaria es como si fuesen las tres de la mañana. Pero esa circunstancia no hace mella en Manning. Los presidentes están hechos para correr veinticuatro horas al día. Sin embargo, no es el caso de sus ayudantes—. Buena suerte —añado mientras aparto las cortinas de color borgoña y Manning aparece por el lado derecho del escenario.

El público se pone en pie y lo ovaciona. Manning agita en el aire la carpeta con la conferencia como si llevase allí los códigos nucleares. De hecho, solíamos llevarlos con nosotros. Un ayudante militar nos seguía a todas partes con los códigos en un maletín de cuero conocido como El Balón.

Actualmente no tenemos ningún ayudante militar… ni El Balón… ni una caravana presidencial… ni miles de personas que llevarán por nosotros faxes y limusinas blindadas. Hoy, aparte de un puñado de agentes del Servicio Secreto, yo tengo al presidente y el presidente sólo me tiene a mí.

Cuatro meses después del intento de asesinato, el presidente Manning perdió la reelección y nos echaron a todos de la Casa Blanca. Irnos ya fue bastante malo —nos quitaron todo… nuestros trabajos, nuestras vidas, nuestro orgullo— pero el porqué… el porqué es lo que nos atormenta.

Durante la investigación que llevó a cabo el Congreso después del intento de asesinato, los capullos del Capitolio se mostraron más que ansiosos por encontrar cualquier fallo de seguridad que se hubiese cometido, desde el agente del Servicio Secreto en Orlando que había sido detenido para practicarle un control de alcoholemia dos días antes de la visita del presidente… hasta los inexplicables fallos que permitieron que el asesino pudiese superar los controles de seguridad… hasta el hecho de que el médico personal del presidente se hubiese equivocado con el grupo de sangre que llevaba la ambulancia. Ninguno de estos errores tenía la menor importancia. Pero había uno que sí la tuvo.

Después de que John Hinckley le disparase al presidente Reagan en 1981, el índice de aprobación de Ronald Reagan ascendió al 73%, la cifra más alta alcanzada en sus ocho años de mandato. Después de aquel fatídico día en el circuito de carreras de Florida, el índice de aprobación de la gestión de Manning descendió en picado, hasta un deprimente 32%. La única culpable fue la foto.

Las fotografías perduran. Incluso en medio del caos, los fotógrafos se las ingenian para disparar sus cámaras y captar una imagen. Algunas fotos, como la de Jackie Kennedy en el momento del atentado a JFK, muestran un horror absoluto. Otras, como la de Reagan, sorprendido en un gesto de absoluta sorpresa durante el tiroteo, muestran el poco tiempo que tiene cualquiera para reaccionar. Es lo único que los políticos no pueden modificar. Ellos pueden manipular sus políticas, sus votos… incluso sus antecedentes personales, pero las fotografías… las fotografías raramente mienten.

De modo que cuando nos enteramos de la existencia de la fotografía en cuestión —una nítida instantánea del presidente Manning en mitad de un grito… detrás de la esposa del presidente de la NASCAR… con la mano apoyada en su hombro mientras era arrastrado hacia atrás por los agentes del Servicio Secreto… y lo mejor de todo, tratando de ayudar a sacar a esa mujer de la aplastante multitud— pensamos que habíamos alcanzado los números de Reagan. El León de América en mitad de su rugido.

Entonces vimos la foto. Y también la vio Estados Unidos. Y ellos no vieron a Manning empujando a la esposa del presidente de la NASCAR hacia adelante. Ellos vieron al presidente detrás de ella… cubriéndose con un escudo humano. Recurrimos a la esposa del máximo dirigente de la NASCAR, quien intentó explicar que no era lo que parecía. Demasiado tarde. Quinientas portadas más tarde, había nacido el León Cobarde.

—Grrrr… El rugido del león —susurró Manning en el micrófono con una sonrisa irónica mientras aferraba los laterales del atril.

Cuando el ex presidente Eisenhower yacía en su lecho de muerte, miró a su hijo y a uno de sus médicos y dijo: «Levantadme —lo incorporaron—. Venga, fortachones —refunfuñó Ike—, más arriba. —Lo incorporaron.» Él sabía lo que iba a ocurrir. Murió pocos minutos más tarde. Todos los presidentes quieren marcharse dando una sensación de fortaleza. Manning no es diferente.

Volvió a rugir, esta vez más débilmente. Pasaron tres años antes de que pudiese hacer esa broma. Hoy consigue risas y aplausos, que es la razón por la que comienza así todas las conferencias pagadas que pronuncia.

Ahora está bien hacer bromas. El público incluso las espera: ellos no pueden olvidarlo hasta que tú no lo haces. Pero como pude aprender durante mi primera semana en el trabajo, que el presidente se esté riendo no significa que se esté riendo. Aquel día en la pista de carreras, Manning perdió mucho más que la presidencia. También perdió a uno de sus amigos más queridos. Cuando sonaron los disparos, el presidente… yo… Albright y todos los demás nos lanzamos al suelo. Boyle fue el único que nunca volvió a levantarse.

Aún puedo ver el charco lechoso extendiéndose debajo de su cuerpo mientras yacía boca abajo contra el suelo. Puedo oír las puertas de la ambulancia que se cierran como la bóveda de un banco… las sirenas que se diluyen en un agujero negro… y los sollozos entrecortados de la hija de Boyle, tratando de mantener la entereza durante las palabras pronunciadas en el funeral de su padre. Ése fue el momento más duro, y no sólo porque su voz temblaba de tal modo que apenas si podía conseguir que los sonidos saliesen de su boca. La hija, que acababa de entrar en el instituto, tenía la misma entonación que su padre. Las «s» sibilantes y las «o» cortas de Florida. Cuando cerraba los ojos, sus palabras sonaban como si el espectro de Boyle estuviese hablando en su propio funeral. Incluso aquellos críticos que una vez utilizaron los arrestos de su padre para llamarle «una oveja negra en la administración» mantuvieron sus bocas cerradas. Además, el daño ya estaba hecho.

El funeral fue televisado, por supuesto, algo que agradecí por una vez, ya que las operaciones y el daño sufrido en mi rostro hacían que estuviera contemplando el espectáculo desde mi habitación en el hospital. De una manera retorcida, era incluso peor que estar allí, especialmente cuando el presidente se levantó para pronunciar el panegírico final.

Manning siempre memorizaba las primeras líneas de sus conferencias, ya que era mejor mirar al público a los ojos. Pero aquel día en el funeral… Aquello fue diferente.

Nadie más lo vio. En el estrado, el presidente tenía el pecho echado hacia adelante y los hombros hacia atrás en una exhibición consciente de fuerza. Miró a los periodistas que se alineaban junto a las paredes traseras de la atestada iglesia. A las personas que estaban de luto. A su personal. Y a la esposa de Boyle y a la ahora desconsolada hija.

—Venga, jefe —susurré desde mi habitación en el hospital.

Las fotografías del León Cobarde ya habían sido profusamente publicadas. Todos sabíamos que eso significaba el fin de su presidencia pero, en aquel momento, era sólo el fin de su amigo.

«Manténgase firme», imploré.

Manning frunció los labios. Sus ojos grises se entrecerraron. Yo sabía que había memorizado las primeras frases de su conferencia. Memorizaba las primeras frases de cada una de sus conferencias.

«Puede hacerlo…»

Y entonces el presidente Manning bajó la vista. Y leyó la primera frase de su conferencia.

Entre el público no se produjo ninguna expresión de asombro. No se escribió ningún artículo sobre ese momento. Pero yo lo sabía. Y también lo sabía todo su personal, a quienes yo veía agrupándose casi de modo imperceptible cuando las cámaras enfocaban hacia el público asistente.

Aquel mismo día, para añadir otro navajazo a nuestros cuellos, el hombre que había matado a Boyle —Nicholas Meo Hadrian— anunció que, si bien había disparado varias veces al presidente, nunca tuvo intención de matarlo, y que sólo había sido una advertencia por aquello que él llamaba «el intento del culto masónico secreto de hacerse con el control de la Casa Blanca en nombre de Lucifer y sus hordas infernales». No es necesario aclarar que, tras alegar demencia, Nico fue ingresado en el hospital St. Elizabeth, en Washington, D.C., donde permanece hasta la fecha.

En última instancia, la muerte de Boyle significó la peor crisis a la que nos habíamos enfrentado… Un momento en el que, por una vez, algo era más grande que la Casa Blanca. La tragedia sirvió para acercar a todo el mundo. Y yo contemplé la escena solo, desde mi habitación del hospital, a través del único ojo con el que podía ver.

—Es muy divertido —dice el vicepresidente, un hombre que frisa los cincuenta años y con un ligero problema de acné.

Parece casi sorprendido cuando se reúne conmigo y Mitchel, uno de nuestros agentes del Servicio Secreto, entre bastidores. Mira a Mitchel, luego se da la vuelta delante de mí y se vuelve para estudiar el perfil del presidente. Después de todo el tiempo que llevo como ayudante no me lo tomo como algo personal.

—¿Hace mucho que trabaja con él? —me pregunta el vicepresidente, bloqueando aún mi visión.

—Casi nueve años —susurro. Parece un montón de tiempo para ser solamente un ayudante, pero la gente no lo entiende. Después de lo ocurrido… después de lo que hice… y lo que provoqué… no me importa lo que digan. Si no hubiese sido por mí, Boyle jamás habría subido a esa limusina aquel día. Y si él no hubiese estado allí… Cierro los ojos con fuerza y visualizo el lago ovalado y mi viejo campamento de verano. Exactamente como mi terapeuta me dijo que hiciera. Me ayuda durante un segundo pero, como aprendí en el hospital, eso no cambia lo sucedido.

Hace ocho años, cuando Boyle me estaba gritando a la cara, yo sabía que el presidente no tendría tiempo para hablar con él en la limusina durante un trayecto que sólo duraba cuatro minutos. Pero en lugar de aceptar sus pullas y simplemente incluirlo en la agenda para otro momento, decidí evitar el dolor de cabeza que eso significaba y lanzarle el único hueso que sabía que él no dejaría escapar. Y también me mostré jodidamente engreído. Agité al presidente delante de sus narices sólo para quitármelo de encima. Esa decisión le costó la vida a Boyle. Y destruyó la mía.

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