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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (2 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Sin ser doctrinario, éste es un libro de inspiración religiosa tan apasionado en su humanismo como
Un cántico por Leibowitz
de Walter M. Miller. Una historia mucho más sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus páginas,
El Libro del Día del Juicio Final
, impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida.

Kessel no iba desencaminado, y la misma Connie Willis lo corrobora en la ya tan citada entrevista de Locus
:

La novela trata también de la fe religiosa. Ese es otro aspecto que me molesta de los historiadores. Tienen ese punto de vista pretendidamente superior: «Esa gente creía en Dios, ja, ja, y fijaos en lo que ocurrió». Creo que para muchos de ellos, su creencia en Dios no era una simple creencia supersticiosa sino un intento real de comprender el universo, de sentir que existía un poder superior y que ese poder podía amarlos aunque no necesariamente acudiera para rescatarlos. Creo que el cristianismo puede ofrecer mucho en este aspecto: Dios no salva a Cristo en el último minuto en la cruz.

En realidad la religión es uno más de los sentimientos humanos que Connie Willis explora con brillantez en
El LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL.
Y todo lo logra gracias a ese juego con el tiempo y, en el fondo, con la continuidad de los sentimientos humanos, que se configuran ya como el elemento central en la obra de Connie Willis y, por lo tanto, en esta novela. La erudición histórica, indiscutible, va asociada, en esta autora, a un claro interés por comprender no sólo la historia sino cómo era vivida por sus protagonistas. Por esta razón la novela apela a la emotividad del lector e, inevitablemente, a la del escritor. En palabras de la misma Connie Willis
:

Cuando se escribe un ensayo, se cuenta lo que uno ya sabe. Cuando se escribe una novela, cuentas lo que no conoces y lo que intentas encontrar. En la ficción descubres cosas de ti de las que no eres consciente hasta que las has escrito en la página. Aprendí un montón de cosas sobre mí misma.

Tal vez esta sencilla frase condense las muchas razones por las cuales escriben los autores y, también, por qué leemos los lectores. En ese sentido
, El LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL
es una novela impresionante y maravillosa que no decepciona y que deja, tras su degustación, un curioso y sugerente sabor en el paladar intelectual y emotivo del lector más exigente. Es fácil e inevitable coincidir con los votantes del Nébula, Hugo y Locus: acertadamente, ha sido considerada como la mejor novela de ciencia ficción de 1992
.

M
IQUEL
B
ARCELÓ

P.D.: No es ocioso recordar aquí el hecho, extraño pero no inédito, de que el premio Hugo de 1993 fue compartido por dos novelas: la que hoy presentamos y
UN FUEGO SOBRE EL ABISMO
de Vernor Vinge (NOVA ciencia ficción, número 64), una novela del todo distinta a
El LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL,
pero también de lectura imprescindible para los buenos aficionados. Si aceptan un consejo: ¡no se la pierdan!

A Laura y Cordelia, mis Kivrins

A
GRADECIMIENTOS

Mi agradecimiento especial al bibliotecario jefe Jamie LaRue y al resto del personal de la Biblioteca Pública de Greeley, por su continua y valiosa ayuda.

Y mi eterna gratitud a Sheila y Kelly y Frazier y Cee, y sobre todo a Marta, las amigas a quienes quiero.

“Y para que las cosas que deben ser recordadas no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes nos sucedan, yo, al ver tantos males y a todo el mundo al alcance del Maligno, como si ya estuviera entre los muertos, yo, que espero a la muerte, he puesto por escrito todas las cosas que he presenciado.

Y para que lo escrito no fenezca con el escritor y la obra desaparezca con el artífice, dejo notas para que se continúe este trabajo, por si algún hombre sobrevive y algún miembro de la raza de Adán escapa a esta pestilencia y retoma el trabajo que he comenzado…

H
ERMANO
J
OHN
C
LYN

1349

LIBRO PRIMERO

Un campanero no necesita fuerza,

sino habilidad para llevar el tiempo…

Debes guardar estas dos cosas en tu mente

y retenerlas allí para siempre:

campanas y tiempo, campanas y tiempo.

R
ONALD
B
LYTHE

Akenfield

1

El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante —preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.

—Cierra la puerta —respondió ella—. No puedo oírte con esos horribles villancicos.

Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del
Adeste Fideles
que se filtraba desde el patio.

—¿Llego demasiado tarde? —repitió.

Mary sacudió la cabeza.

—Sólo te has perdido el discurso de Gilchrist. —Se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera ir a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero—. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?

—Sí —contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de fino-cristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.

Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.

—¿Dónde está Kivrin? —preguntó Dunworthy.

—No la he visto —dijo Mary—. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.

Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.

—Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.

Rebuscó en la bolsa.

—Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí —dijo, sin dejar de buscar—. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.

Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.

—Le compré esto para Navidad. —Sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes—. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y sólo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.

Abrió la caja y desplegó el papel de seda.

—No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?

Él se volvió.

—¿Qué? —Había estado contemplando abstraído las pantallas.

—Decía que las bufandas son siempre un buen regalo de Navidad para los chavales, ¿no crees?

Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.

—Sí —dijo, y se volvió hacia el fino-cristal.

—¿Qué pasa, James? ¿Algo va mal?

Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.

—¿Dónde está Gilchrist? —dijo Dunworthy.

—Se fue por allí —contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red—. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.

—Preparándola —murmuró Dunworthy.

—James, ven y siéntate, y dime qué va mal —dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa miró esperanzado a Mary—. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?

—No. En alguna parte de Escocia, creo.

—En alguna parte de Escocia —repitió él amargamente—. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.

Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.

—Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?

—No lo sé. —Ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante—. Sólo soy doctora, no técnico. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?

Dunworthy asintió.

—El mejor técnico que tiene Balliol —dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes—. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.

Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.

—¡Badri! —llamó Dunworthy.

Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.

—No te oye —dijo Mary.

—¡Badri! —gritó él—. Necesito hablar contigo.

Mary se levantó.

—No te oye, James. La mampara es a prueba de sonidos.

Badri dijo algo a Latimer, quien todavía sostenía el cofre con cierres de metal. Parecía asombrado. Badri le quitó el cofre y lo colocó sobre la marca de tiza.

Dunworthy buscó un micrófono. No vio ninguno.

—¿Cómo oíste el discurso de Gilchrist? —preguntó a Mary.

—Gilchrist pulsó un botón ahí dentro —dijo ella, señalando un panel junto a la red.

Badri había vuelto a sentarse ante la consola y hablaba a su oído. Los escudos de la red empezaron a descender. Badri dijo algo más, y volvieron a donde estaban antes.

—Le pedí a Badri que volviera a comprobarlo todo: la red, los cálculos del aprendiz, todo —dijo Dunworthy—. Y que abortara inmediatamente el lanzamiento si detectaba algún error, a pesar de lo que dijera Gilchrist.

—Pero supongo que Gilchrist no pondrá en peligro la seguridad de Kivrin —protestó Mary—. Me dijo que había tomado todas las precauciones…

—¡Todas las precauciones! No ha realizado pruebas de reconocimiento ni comprobaciones de parámetros. Hicimos dos años de lanzamientos no tripulados al siglo
XX
antes de enviar a nadie. Él no ha hecho ninguno. Badri le dijo que debería retrasar el lanzamiento hasta que pudiera hacer al menos uno, y en vez de eso lo adelantó dos días. Ese tipo es un incompetente total.

—Pero explicó por qué el lanzamiento tenía que ser hoy —alegó Mary—. Dijo que los habitantes del siglo
XIV
no prestaban atención a las fechas, excepto a las siembras y las cosechas y los días festivos de la Iglesia. Dijo que la concentración de días sagrados era mayor en Navidad, y por eso Medieval ha decidido enviar a Kivrin ahora, para que pueda utilizar los días de Adviento para determinar su localización temporal y asegurarse de estar en el lugar de recogida el veintiocho de diciembre.

—Enviarla ahora no tiene nada que ver con el Adviento ni las festividades —protestó él, observando a Badri. Volvía a pulsar una tecla cada vez, con el ceño fruncido—. Podría enviarla la semana que viene y usar la Epifanía para la cita de encuentro. Podría hacer lanzamientos no tripulados durante seis meses y luego enviarla haciendo un bucle. Gilchrist la envía ahora porque Basingame está de vacaciones y no se encuentra aquí para detenerlo.

—Oh, cielos —suspiró Mary—. Ya me parecía a mí demasiada prisa. Cuando le pregunté cuánto tiempo tendría que estar Kivrin en el hospital, intentó convencerme de que no sería necesario internarla. Tuve que explicarle que las vacunas necesitaban un tiempo para hacer efecto.

—Un encuentro el veintiocho de diciembre —dijo Dunworthy con amargura—. ¿Te das cuenta de qué festividad es? La celebración de la matanza de los Santos Inocentes. Cosa que, dada la manera en que se está dirigiendo este lanzamiento, puede ser completamente apropiada.

—¿Por qué no lo detienes? —dijo Mary—. Puedes prohibir a Kivrin que vaya, ¿no? Eres su tutor.

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