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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (20 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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Una ojeada a los libros de religión nos convenció de que en ellos también se le daban a la oposición todas las oportunidades. Había breves descripciones de otras creencias, acompañadas de caricaturas de hombres de tonalidad oscura y ojos saltones con taparrabos sentados en la posición del loto. Mahoma y los musulmanes recibían escasa atención si mal no recuerdo —se encuentran peligrosamente cerca de Andalucía— pero las religiones más orientales se suponía que estaban suficientemente lejos para no representar una amenaza. Sin embargo estos libros evidentemente no se editaban pensando en Las Alpujarras. Aquí están bien representadas todas las religiones orientales, y en un radio de diez kilómetros de Órgiva hay más cultos y sectas y sub— sectas que varillas de incienso en un almacén de productos esotéricos.

Seguí preguntándole un poco más a mi hija.

—¿Por qué estás tan en contra de la clase de religión, Chloë?

—La Religión es aburrida y no me gusta, y además la Ética es mucho más interesante.

—Ah, pero ¿cómo sabes que es más interesante?

—Me lo ha dicho Hannah.

—Claro, ella ya debe saber bastante de eso.

Hannah es la mejor amiga de Chloë. Es alemana y sus padres son bastante progresistas, por lo que optaron desde el principio por que no fuera a las clases de religión.

—Y Zohra también —añadió Chloë. Zohra es otra buena amiga de Chloë y, como puede deducirse por el nombre, es musulmana.

—Y Alba Recio.

Los padres de Alba Recio son españoles progresistas. La imagen iba quedando ya más clara: a Chloë le gustaba la idea de formar parte del pequeño círculo exclusivo, sentándose aparte y estudiando ética mientras las masas aborregadas recitaban monótonamente el catecismo y aprendían a pasar las cuentas del rosario. Me había quedado impresionado y, mientras nos sentamos a comernos juntos las crepes, me puse a meditar en voz alta sobre lo interesante que era el tema de la ética.

Chloë estuvo absolutamente de acuerdo y, antes de que se fuera a acostar, leímos dos capítulos de Heidi, uno de los libros favoritos de Chloë en aquel momento. Había esperado poder mantener una conversación con ella sobre los diferentes universos éticos del abuelo y de la Señorita Rottenmeier, pero nos enfrascamos en los efectos asombrosamente curativos del queso tostado y del aire de montaña sobre la discapacidad de Clara. Observé, sin embargo, que Chloë no parecía tener nada en contra de que el abuelo regresara a la iglesia del pueblo a codearse con el párroco.

La noche siguiente, cuando Ana llegó a casa, le hablé de nuestra conversación. «¿Estás seguro de que no quiere tener simplemente una hora libre para hacer el tonto con sus amigas?», dijo.

A veces Ana puede ser terriblemente desconfiada. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que sería hipócrita por nuestra parte obligar a Chloë a seguir con la Religión si había decidido específicamente optar por la Ética, y en que tal vez debíamos ponernos del lado de nuestra hija en esta ocasión. Personalmente, estaba encantado con la postura anticlerical de Chloë y pensaba que era un buen presagio para un futuro de librepensamiento. Así pues, a la tarde siguiente me fui a ver a su profesor, don Manuel.

Chloë se quedó haciendo el indio por el patio mientras yo subía a la planta de arriba para cerrar el trato. Don Manuel se mostró muy comprensivo pero, dijo, había un problema: el trimestre estaba ya muy avanzado y, normalmente, si querías cambiar de asignatura tenías que hacerlo a principio de curso. Se trataba del tipo de irregularidad que podría hacer que todo el mundo pretendiera subirse al mismo carro porque, me confió, había muchos alumnos que querían cambiarse de clase. La Ética, al parecer, estaba haciéndose cada vez más popular.

—Ay, don Manuel, ¿porfi? —dije, utilizando sin darme cuenta la abreviación infantil de «por favor».

—Mire, le diré lo que vamos a hacer. Vamos a ver a don Antonio, el director, a ver si tiene alguna sugerencia. ¿Qué le parece?

—Muy bien —dije—, me parece bien.

Y don Manuel me condujo hasta el despacho del director. Hacía años que no había estado en uno de ellos, y me sorprendí a mí mismo mordisqueándome la uña del dedogordo. Pero don Antonio era una persona agradable e inteligente que pronto hizo que me sintiera a gusto. Nos estrechamos la mano calurosamente.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.

Miré a don Manuel y don Manuel me miró a mí. Entonces éste expuso mi caso.

—Sí, eso es exactamente —dije.

—Muy bien —dijo don Antonio despacio—. Pero dígame, ¿por qué exactamente quiere que su hija haga Ética en lugar de Religión?

Tosí para ganar un poco de tiempo.

—Bueno, pues la cuestión es que... —y le ofrecí a don Antonio con frases entrecortadas un argumento sobre los ideales humanistas y mis deseos de animar a Chloë a pensar más allá de las limitaciones de la religión.

—Eso me parece razonable —dijo—. Pero usted comprenderá el problema de Manuel, ¿no? Si concedemos este privilegio a su hija, también todos los demás querrán cambiarse a Ética. La Ética es una asignatura muy popular, ¿sabe?

—Eso me han dicho —respondí.

—Pero le diré lo que vamos a hacer —dijo el director—. Si usted me escribe una carta exponiendo brevemente sus razones por querer sacar a Chloë de la clase de Religión, haré una excepción con usted.

—La tendrá el lunes por la mañana —dije.

—¿Qué ha dicho, papá, qué ha dicho?

Me pregunto por qué los niños tienen que repetirlo todo.

—Bien, he ido a ver al director y me ha dicho que si le escribo una carta buena te dejará cambiarte a Ética.

—¡Yupii! Gracias, papá, gracias.

—Pero tendrás que ir a Religión el viernes, no voy a tener terminada la carta tan pronto.

—No me importa, papá, no me importa nada.

Disponía del resto de la semana y del fin de semana para escribir la carta. Y no me iba a sobrar ningún tiempo. Esto eran palabras mayores, redactar un ensayo filosófico para el director. Iba a necesitar tiempo para calentar motores y perderme en una maraña de argumentos para después retomar el hilo, o explorar mi tesis central desde toda una serie de ángulos.

Tras afilar mi lápiz y servirme una bebida, me puse a matar algunas moscas. Después abrí mi cuaderno, quité unos pegotes de cera de la mesa y cogí el periódico.

Me desperté sobresaltado cuando una voz me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Le estás escribiendo esa carta al director, papá?

—Eeeeh, sí, justamente lo estaba haciendo.

—¿Puedo ver lo que has escrito?

—Todavía no es mucho, solo dice «Estimado Don Antonio»—En español «don» se escribe con minúscula.

—¿Ah, sí?

—Todavía no has escrito mucho, ¿verdad? —añadió Chloë cogiendo sus rotuladores y yéndose al otro extremo de la habitación.

Pero pronto la musa comenzó a tomar las riendas y escribí de una sentada tres o cuatro párrafos pasables. Me eché hacia atrás para admirarlos y entonces entró Ana.

—¿Cómo va el ensayo? —preguntó y, viendo que ya iba por la segunda página, añadió—: ¿Has terminado ya con la Contrarreforma? —Decididamente había una sonrisita bailándole en los labios. Sin embargo, Chloë se había puesto de pie de un salto con una expresión de preocupación en la cara.

—No va nada mal, a pesar de las interrupciones.

Y blandí despreocupadamente la hoja en dirección a Ana —una imprudente decisión puesto que no quería que la leyese todavía.

Ana frunció el ceño y su cara empezó a adquirir una expresión de concentración.

—Chris, no puedes poner eso... —anunció cogiendo la hoja.

—¿Qué es lo que no puede poner? —preguntó Chloë acercándose a la mesa.

—¡Por el amor de Dios!, ¿quién está escribiendo la carta?

—Es demasiado poco claro, Chris. No creo que nadie entienda a qué diantres te estás refiriendo —dijo Ana, completamente en serio ya.

—Papá, anda, hazlo bien, porfi... por favor, papá.

—Por ejemplo —continuó Ana—, ¿qué es lo que quieres decir exactamente con eso de «la deformación de las tendencias naturales de los niños hacia lo numinoso»? ¿De dónde diablos ha salido todo eso?

No andaba muy equivocada.

—A lo mejor tienes razón...

—¿Pero tú sabes lo que quiere decir?

—Bueno..., lo leí en un libro, se refiere a lo de quedarse sobrecogido por la presencia de lo divino. —En realidad no sonaba mucho más convincente en palabras del autor.

—¡Papá! —farfulló Chloë exasperada—. ¿Qué tiene ESO que ver? Y además, es «la razón», no «el razón», ¿es que no sabes nada?

A continuación, Chloë empezó a dictarme con expresión concentrada, subrayando cada palabra con un movimiento de su rotulador.

—¿Por qué no dices simplemente que quieres que cuando sea mayor me convierta en una buena ciudadana en una... esto... mmm... ah, sí, en una sociedad secular, y que crees que es la Ética lo que mejor me puede enseñar a serlo? —Finalizó con un golpe dramático de su rotulador en la mesa y arrimó su silla a la mía para supervisar el trabajo secretarial.

Me quedé atónito. Hasta Ana había levantado una ceja. Si este cambio de clase podía revelar tales dotes retóricas en mi hija, sin duda merecía la pena.

—Chloë —dije boquiabierto—. Eso es genial. Es un argumento extraordinariamente bueno, sencillo, directo...

—Bueno —dijo Chloë encogiéndose de hombros—. Funcionó con Hannah y Alba Recio. ¿Por qué no voy a decirlo yo también?

El lunes por la mañana introduje la carta en el sobre de aspecto más respetable que encontré y la envié al colegio con Chloë.

—Si pierdes esta carta te tendrás que quedar en Religión para siempre —le advertí.

Al día siguiente Chloë regresó del colegio en estado de euforia.

—Don Manuel dice que ya no tengo que ir más a Religión —dijo—. Gracias, papá, gracias.

La verdad es que me puse bastante contento.

Esa misma semana me encontré en el pueblo con Tina, la madre de Hannah. Tina es una mujer guapa y enérgica que dirige con su marido un consultorio médico y un cortijo. Pero nunca está demasiado ocupada para pararse a charlar, y siempre resulta un placer el hacerlo.

—Chloë está contentísima de estar ahora con Hannah en la clase de ética —anuncié. Pensé si añadir una breve descripción de mis esfuerzos epistolares, pero parecía un poco gratuito.

—Ajá —dijo Tina, como esperando a que continuara con el tema principal.

Esto me molestó un poco.

—Estoy algo preocupado —proseguí— de que se sienta muy por detrás del resto de la clase. Todavía no le han dado ningún libro de texto, ¿sabes?

—¿Libro de texto? —Tina me miró con incredulidad—. Pero está haciendo Ética.

—Sí, ya lo sé, pero tendrán al menos un libro de referencia o algo, ¿no?

—Chris —dijo con la misma mirada de incredulidad—. Tú sabes lo que es Ética, ¿verdad?

—Bueno, creo que sí, he elaborado un argumento bastante bueno sobre las razones por las que Chloë debe estudiarla... —Pero no tuve ocasión de repetir el elocuente razonamiento de Chloë porque las siguientes palabras de Tina me dejaron con la moral por los suelos.

—Es colorear, Chris.

—Glup —dije tragando saliva—. Entonces, ¿no son debates sobre moralidad?

—No, Chris, solo son... lápices de colores.

De vuelta a la escuela

Una de las cosas que nos impulsaron a Ana y a mí a establecernos en Andalucía fue nuestra afición al flamenco. Antes de llegar aquí nos veíamos yendo los do? a Granada a pasar noches enteras en las salas de flamenco, mientras que yo alimentaba la idea de revivir las clases de guitarra de mi juventud a los pies de algún maestro local. Sin embargo, al final ha resultado que en el tiempo que llevamos aquí hemos visto muchos más pastores que guitarristas: o ha sido demasiado difícil encontrar a alguien para cuidar de los animales, o no queríamos arrastrar a Chloë a unos bares oscuros y llenos de humo, o bien no nos llegaba el dinero. De hecho, la triste verdad es que nuestro contacto con guitarristas andaluces de primera ha sido más que nada a través de cintas que nos han enviado amablemente unos amigos de Madrid.

Sin embargo, ha querido el destino que Chloë haya desarrollado su propia afición al baile flamenco —o, para ser más exactos, a las Sevillanas, esas piezas acompañadas de castañuelas que no pueden faltar en ninguna fiesta andaluza. Desde una edad muy temprana se quedaba de pie hipnotizada delante del estrado estudiando todos los movimientos de las bailaoras. Más tarde, cuando le compramos su primer traje de gitana, me emocionó verla dar vueltas, hacer palmas y zapatear con ellas. Esperaba que su entusiasmo la indujera a aprender a tocar la guitarra pero, desgraciadamente, se ha resistido a todos mis intentos por interesarla en este instrumento. Para mayor desgracia, y trayéndome con ello dolorosos recuerdos de mis días de Sevilla, parece preferir el acompañamiento de una cinta al de su padre.

Los maestros locales tampoco se materializaron. Ninguno de los campesinos que de vez en cuando venían a tomarse con nosotros una copa y una tapa en nuestra terraza mostraban la más leve inclinación a sacar una de las guitarras que teníamos colgadas de la pared. Incluso Domingo, que parece poder hacerlo todo, demostró no ser consciente de esta parte de su patrimonio. «Me da igual», dijo, utilizando esa sombría frase tan típica de Andalucía cuando bajé mi guitarra y le pregunté si le gustaba la música.

Así es que cuando Ben llamó para decir que quería venir a quedarse unos días y que se traería su guitarra, me puse a dar saltos de alegría. «Estupendo, Ben —dije atropelladamente—. Sí, por supuesto, ven cuando quieras y quédate para siempre.»

Dado que no conocía personalmente a Ben, la oferta era, tal como había señalado Ana, un poco precipitada. Pero había oído hablar de él. Era el sobrino de un buen amigo mío de Londres que había venido a España para hacer justamente lo que yo habría debido hacer: aprender la técnica auténtica de flamenco en una escuela de guitarra de Granada.

Ben llegó la mañana siguiente a su llamada telefónica y, antes de que el sol se hubiera puesto por detrás de su polvoriento doscaballos amarillo, se había convertido en esa cosa tan difícil de encontrar que es el invitado indispensable. Era absolutamente apabullante —alto, rubio, con aire culto y nariz aquilina—, como un personaje del mundo clásico traído hasta la playa por las olas. Durante tres semanas nos deslumbró a todos: a Ana con su conversación y su encanto; a Chloë por ser divertido y enseñarle toda una nueva serie de trucos y juegos de palmas; y a mí con su manera de tocar la guitarra, que me llenó de inspiración. Durante el mes que había pasado en la escuela de flamenco, Ben había adquirido un repertorio impresionante que tocaba con una fluidez natural, y el maravilloso sonido de su guitarra nos arrulló como el cristalino tintineo de un arroyuelo al deslizarse por un lecho de guijarros.

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