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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (5 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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Después de comer fuimos a visitar el estudio, que era la habitación antes dedicada a los cerdos y cuya transformación Domingo estaba llevando a cabo. Chloë y Ana se pusieron a deambular admirando las figuras de bronce, algunas de las cuales eran antiguas conocidas, entre otras una excelente reproducción de Lola y un temible jabalí. Ana cogió una nueva, una cabra montés maravillosamente reproducida y, sosteniéndola con cuidado en la mano, se volvió para mostrármela.

—¿Qué os parece? —preguntó Antonia sonriendo.

—Es maravillosa —replicamos los dos al mismo tiempo—. Una de las mejores que has hecho, Antonia —añadí—. Reproduce a la perfección la gracia de movimientos de una cabra montés.

—También les pareció eso a los trabajadores de la fundición, y ellos no suelen hacer comentarios sobre los objetos que funden —añadió—. Me sentiría halagada si fuera mía. —Y se volvió para sonreír a Domingo—. Él no sabe el talento que tiene.

Ana y yo nos quedamos boquiabiertos, dirigiendo nuestros ojos desde la cabra montés a su escultor. Esta era otra noticia extraordinaria cuya trascendencia me costaba asimilar, pero Ana, como de costumbre, me había tomado la delantera.

—¿Quieres decir que la has hecho tú? —exclamó.

—Bah, no es ná —respondió Domingo encogiéndose de hombros—. Simplemente la estuve mirando un rato y la copié.

Después, entusiasmándose con su papel de artista expositor, se fue a buscar los diferentes toros, cabras montesas y caballos que había modelado en cera con herramientas de madera y caña que se había fabricado él mismo.

Si a Antonia le inquietaba mínimamente el que Domingo se revelara también como escultor, lo ocultaba muy bien. Recordé cómo le había enseñado yo a esquilar ovejas y cómo el alumno había aventajado a su maestro en muy poco tiempo.

—Voy a intentar vender algunas —continuó Domingo—. Antonia cree que puede conseguir que una galería de la costa exhiba algunos de mis animales. A lo mejor es algo que puedo hacer cuando ya esté demasiao viejo para pasarme el día yendo detrás de las ovejas por estos montes.

De vuelta a El Valero, decidí que había llegado el momento de coger por los cuernos mi propio nuevo futuro profesional. Me levanté inusitadamente temprano y me sumergí en mis faenas matutinas. El ejemplo de Domingo me había dado la idea y hoy iba a ser el día en que iba a conseguirme un estudio y a convertirme en escritor.

En primer lugar, le serví a Ana su taza de té bastante más temprano de lo que ella hubiera deseado; a continuación di de comer a las gallinas, después a las palomas y más tarde bajé al establo para soltar las ovejas. Una vez hecho esto, eché a andar por el sendero que rodea la casa hasta llegar a un edificio bajo que se encuentra justo debajo de la antigua era y empujé su puerta de madera. Se trataba de la «cámara», o almacén, donde Pedro Romero, el último propietario del cortijo, había guardado sus alimentos no perecederos. Cuando nosotros llegamos estaba festoneado por ristras de pimientos, cebollas, ajos y pedazos amarillentos de tocino. Extendidos por el suelo había montones de sal y de farfollas de maíz, sacos de grano y, en un rincón, una vieja máquina de hierro para despinochar maíz con un volante y una manivela.

La máquina de despinochar todavía seguía en el rincón, aunque ahora rodeada de un tipo diferente de detritos: viejas macetas, cajas llenas de ropa, juguetes jubilados y libros polvorientos, así como una guitarra que, semejante a un perro muy querido, esperaba ahí pendiente de mi antojo. Éste iba a ser el lugar donde iba a sentarme a escribir el libro.

Quité de en medio la máquina de despinochar maíz, di un soplido a la mesa para eliminar el polvo y la limpié con una camiseta vieja. A continuación me senté, saqué punta a algunos lápices, llené de tinta mi estilográfica y me puse a buscar el tipo adecuado de papel para dar comienzo a mi trabajo. Con un gesto triunfal escribí las palabras «El Libro» en la parte superior de la página.

Me detuve unos instantes para mirarlas con satisfacción, y entonces dirigí los ojos hacia la ventana y vi las palomas volando alrededor del eucalipto a cuyos pies se encuentra el huerto de Ana. De pronto noté un pequeño movimiento en el rincón de las fresas... ¡Maldición! ¡Era una oveja! ¡Las ovejas estaban atacando el huerto! Crucé la puerta como una exhalación y salí disparado camino abajo. Esto podía ser el principio de una catástrofe de grado A. Ana se pondría furiosa y las ovejas, cuya popularidad con las mujeres de mi familia se encontraba ya en un punto bastante bajo, correrían el riesgo de ser expulsadas del cortijo.

—¿Qué pasa? —gritó Ana al verme pasar corriendo agitadamente por delante de la casa.

—¡Nada, solamente voy a dar un paseo! —respondí a gritos, mientras desaparecía cuesta abajo en medio de una nube de polvo con los perros ladrando eufóricamente a mi alrededor.

—Como esas malditas ovejas se hayan metido otra vez en el huerto... —comenzó a decir Ana, pero la amenaza quedó ahogada por el estrépito que produje al saltar la cerca y abrirme paso entre los matorrales de barrilla.

Entre los perros y yo, y a fuerza de gritos y ladridos, conseguimos que las ovejas salieran del huerto dejando solo unos pocos daños colaterales. Tras alejarlas con horribles maldiciones, me puse a tapar los agujeros por donde se habían introducido.

Y en eso quedó mi primera mañana como escritor.

Pasé aquel primer mes desde mi regreso a casa sufriendo toda una serie de retrasos e interrupciones en mis primeras tentativas literarias. Durante mi ausencia se habían acumulado en el cortijo multitud de tareas: había que desbrozar las acequias, limpiar el establo y segar la cosecha de alfalfa. Era necesario llevar y recoger a Chloë de la parada del autobús escolar en el otro extremo del valle, había que arreglar como es debido la cerca del huerto de Ana, además hacía falta desmontar el coche (tras lo cual había que encontrar a alguien para que lo montara de nuevo) y así sucesivamente, hasta que, como ocurre a menudo, llegamos a una situación límite y me vi obligado a buscar ayuda.

El día que finalmente decidí que las cosas se habían pasado de la raya y que era necesario tomar algún tipo de medida vino marcado por un acontecimiento singular. Había atravesado el valle a primera hora de la tarde con idea de ir a ver a Joop, no recuerdo con qué intención, antes de recoger a Chloë del autobús escolar. Ciertamente había reservado esa hora para escribir, pero sin duda tenía urgentes asuntos que discutir con mi vecino.

Cortando desde el valle, el sendero hasta la casa de Joop serpentea por una zona llena de matorrales, árboles y chumberas entre los que crece una multitud de enredaderas y plantas trepadoras. Una pequeña curva pedregosa discurre entre un profundo tajo y una chumbera donde, si uno resbala, en una fracción de segundo tiene que decidir si rodar barranco abajo o caer en la chumbera y pasarse un mes extrayendo millones de púas microscópicas. Esta vez sorteé la curva sin contratiempos y subí jadeando el último tramo del camino hasta llegar a la carretera, donde encontré a Joop mirando hacia las ramas de una alta higuera que se inclinaba sobre el sendero.

Mi vecino me sonrió apesadumbrado mientras miraba hacia arriba rascándose la barbilla cubierta de una barba incipiente. Me detuve a su lado.

—Hola, Joop, ¿qué tal?

—Buenos días, Cristóbal, no estoy mal, no me puedo quejar, pero tengo un pequeño problema aquí.

—¿Qué ocurre?

Como respuesta señaló la copa de la higuera. Miré hacia las ramas de arriba protegiéndome los ojos del sol con la mano: en lo alto del árbol había algo que parecía ser un perrito. Miré socarronamente a Joop.

—Sí —dijo—. ¿Ves?, es der Moffli.

—Sí, ya veo que es el Moffli, pero ¿qué diablos está haciendo en lo alto de ese árbol?

—Está muerto —dijo Joop con cierta solemnidad.

—Ah —dije aliviado de haber descubierto la explicación del extraño aspecto del perro, si bien ello arrojaba poca luz sobre la razón por la que se encontraba ahí. El Moffli era el perro de la familia de Joop, un pequeño pequinés muy querido de los niños. Al principio habían sido dos —llamados los Mofflis por los personajes de una historieta holandesa— pero el primero había sucumbido a alguna enfermedad el año anterior, para gran disgusto de los niños. Y ahora parecía que el otro había seguido el mismo camino.

—Se murió anoche —explicó Joop—. El último de los pequeños Mofflis. No quería que lo vieran los niños, así que decidí esperar hasta que se marcharan al colegio para arrojarlo al barranco. Pues bien, lo hice girar dándole varias vueltas así, ¿sabes? —dijo mientras hacía un movimiento circular con el brazo— y luego lo solté... pero me parece que apunté mal.

Joop desvió la mirada del árbol para volverse hacia mí y, para gran vergüenza nuestra, ambos estallamos en carcajadas. Pero inmediatamente Joop se tapó la boca con la mano y me hizo gestos para que me callara.

—No, no, es muy triste —dijo— y un problema tremendo. El árbol se encuentra justamente en el camino que siguen los niños cuando vienen del autobús. Imagínate lo que les afectaría si miraran hacia arriba y vieran al Moffli ahí colgado.

En ese preciso instante un suave céfiro levantó el cuerpo de Moffli, que comenzó a balancearse en el lugar de su descanso eterno. Ahora me daba cuenta de la gravedad de la situación.

—¿Pero cómo vamos a poder bajarlo —se preguntó Joop— antes de que vuelvan los niños?

—Podríamos tirarle piedras para intentar que caiga al suelo —sugerí.

La idea le gustó a Joop, por lo que reunimos un montón de piedras y nos pusimos a lanzárselas al desgraciado animal. A pesar de que de vez en cuando dábamos en el blanco, lo cual era gratificante a su manera, lo único que conseguimos fue empujar al Moffli aún más hacia el interior de su hendidura.

—No —declaró finalmente Joop—. Así no conseguiremos nada. Vamos a tener que pensar en otra cosa.

En aquel momento un ruido de motor y la aparición de una nube de polvo por la curva anunció la llegada del autobús escolar. Tenía que tomar una decisión: o subía corriendo para encontrarme con los niños e improvisar alguna distracción, o daba media vuelta y me quitaba de en medio para bajar a recoger a Chloë en el puente. Elegí esta segunda opción.

Tal vez para expiar este arrebato de cobardía poco digna de un vecino me prometí a mí mismo quedarme escribiendo hasta muy tarde y continuar trabajando en el libro durante todo el día siguiente, decisión que no me costó mucho tomar mientras regresaba a paso lento al cortijo a última hora de la tarde. Después de cenar me retiré a la «cámara», pero mientras me dirigía hacia allí noté que las ovejas aún no habían vuelto al cortijo: se encontraban todavía en la ladera de detrás de la casa. Estaba haciéndose de noche y empecé a preocuparme por el riesgo que corrían si las dejaba ahí arriba: era luna llena y las alimañas estarían delirantes de malevolencia contenida. Las pobres ovejas, a quienes la luna no parece afectar, no tendrían nada que hacer. Así pues, agarrando un palo y con Bumble y Big a mis talones, comencé a ascender la ladera.

Los perros desaparecieron alegremente entre los matorrales mientras yo subía por las gradientes más suaves del sendero, deteniéndome de vez en cuando para aguzar el oído en el silencio que me rodeaba e intentar captar el tintineo de un cencerro. No se oía nada y pronto se hizo de noche. Seguí subiendo con dificultad por el tosco sendero, intentando acostumbrar mis ojos a la tenue luz de las estrellas y sin que hubiera aún una sola señal ni se oyera un solo ruido de las ovejas. Entonces la suave palidez que surgía por el este detrás de una alta escarpadura se transformó de repente en el gran disco refulgente de la luna llena, cuyo blanco resplandor contrastaba con la negrura de los tajos. Los perros corrían jadeantes entre la maleza de un lado para otro, asustando a las perdices que se elevaban histéricas por el aire y corrían con estrépito monte abajo. Bumble, gigantesca y blanca a la luz de la luna y con su oscura sombra avanzando junto a ella a lo largo del polvo blanquecino del camino, parecía el espectro de un perro.

De repente oí el ruido de un cencerro, claro y cercano, a no más de cincuenta metros. Me quedé inmóvil. Silencio. Los perros se me acercaron y juntos nos quedamos los tres completamente quietos con los ojos clavados en la oscuridad. No volvió a oírse el sonido del cencerro; el monte seguía envuelto en silencio.

Permanecimos inmóviles aguzando el oído por si captábamos algún sonido que delatara la presencia de las ovejas. Yo respiraba por la boca para no hacer ruido, y por un momento me sentí, en lugar de como un enclenque europeo de edad madura con gafas, como un guerrero Masai, señor silencioso del cerro que se extendía ante mí en la noche de montaña.

Pero pronto me cansé de mi pose de guerrero. A lo lejos se oía el ladrido de unos perros, y más allá del cerro me pareció percibir en la distancia el aullido salvaje de los zorros. Continué ascendiendo, dejando el valle para dirigirme a los pinares. Los perros corrían dichosos, y para mí hay pocas maneras mejores de pasar una noche de luna que deambulando por los montes, pero se estaba haciendo tarde y ya había desperdiciado una noche de trabajo. Sin embargo, tampoco podía sentarme a escribir mientras mis ovejas eran perseguidas en el monte por manadas enloquecidas de perros salvajes.

A pesar de mi recelo, al fin tuve que admitir mi derrota. Había pasado la mayor parte de la noche recorriendo en vano el cerro de arriba abajo, y siempre cabía la posibilidad —y ésta no sería la primera vez— de que el rebaño hubiera bajado dando un rodeo y regresado al establo.

Al pasar por la casa vi que estaba a oscuras: Ana se había acostado. Seguí bajando hacia el establo. Reinaba un silencio absoluto pero al inclinarme para mirar por la ventana oí de pronto un movimiento y el tintineo de un cencerro. Ahí estaban las muy cabronas, sanas y salvas en la cama. Las reconvine furioso por haberme hecho perder la noche.

—No volváis a hacerlo —les insté—. Estoy intentando hacer algo que podría beneficiarnos a todos: imaginaros, nuevos pesebres, un tipo mejor de grano...

Pero las ovejas se me quedaron mirando, mascando insolentemente semejantes a un grupo de gamberros en un descampado.

Al día siguiente me desplomé sobre mi mesa de trabajo, agotado tras la noche anterior y un tanto desmoralizado. Tal vez debía olvidarme de la idea de hacerme escritor. Si tenía que dedicarle una parte tan grande de mi tiempo al día a día —y evidentemente ése era el eterno problema que representaba vivir en un remoto cortijo— ¿cómo diantres iba a encontrar tiempo para hacer algo creativo? Sin duda pronto empezaría a sonar el teléfono, y sería mi amigo y socio esquilador José Guerrero anunciando el comienzo de la temporada de esquila: más de dos meses de trabajo ininterrumpido y agotador que me dejarían absolutamente extenuado. Era como si un sueño hecho realidad solo a medias ya estuviera empezando a desvanecerse.

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