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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (2 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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Tienes que venir, tienes que ayudarme, hay que llevarla a un médico, desde que me echó de casa está mucho peor, no puedes desentenderte así de esto, no puedes dejarme a mí sola, cargando con toda la responsabilidad, no puedes ser tan egoísta, desde luego yo me voy a largar unos días, necesito descansar, si sigo aquí me dará un ataque, a veces noto el corazón que parece que se me va a reventar.

Pero ella ya le ha dicho muchas veces a la Hermana Preferida que hay que iniciar un proceso judicial, que si su madre no quiere que la vea un médico sólo un juez la puede obligar. Claro que es muy difícil, pues esos mismos vecinos que ahora tanto se quejan no querrán meterse en líos a la hora de la verdad, seguramente hasta se negarán a testificar, y los jueces suelen defender las convenciones de la Sagrada Familia, los ancianos deben mantenerse en sus propias casas si ése es su deseo, inmersos en su locura, enloqueciendo a sus allegados y deudos, pero es la única vía, la única manera, que la denuncien, díselo, a ver si es verdad que la denuncian, ojalá lo hagan, nos facilitarían bastante las cosas.

No le ha dicho que mientras ella, la Hermana Preferida, vivía en la casa de su madre, nunca le pidió ayuda ni le parecía reprobable aquella actitud de oposición y rechazo de la madre hacia la hija mayor, pues la Hermana Preferida asumía como algo natural ese trato diferente que la madre tenía con las dos, no se lo ha dicho ni piensa decírselo, acepta con amargura el papel familiar que le ha tocado.

Hay que ir a un juez, insiste, denunciar el caso, intentar meterla en una residencia. Pero la Hermana Preferida no quiere ni hablar de eso, se muestra tajante: qué residencia, de qué estás hablando, lo que mamá necesita es que la vean, que la reconozcan, que la mediquen, y que alguien esté con ella cuidándola, en su casa, en la casa de toda su vida. En el tiempo frío se la puede llevar a un buenísimo hotel de la costa, eso sí, pero nada de residencias, lo que mamá necesita es que sus hijas, las dos, eh, las dos, la ayudemos, no sólo yo, como de costumbre, en estos momentos tan difíciles.

No era posible que la Hermana Preferida fuese tan distinta, no era posible que siempre se atase bien los lazos y estuviese bien peinada y con las uñas limpias, que no se manchase nunca los zapatos, también ella soltaba carcajadas, también ella sorbía las cucharadas de sopa, y corría por los pasillos, y se escarbaba las narices, y dejaba el camisón tirado junto a la cama, y le costaba ducharse. La única diferencia estaba en la falta de afecto, casi no se atreve a pensar en la palabra amor, en el rechazo que ella nunca había podido comprender, desde que era niña, qué cruz contigo, qué fastidio, deberías aprender de tu hermana, ella sí que es limpia, ella sí que se aplica, tú acabarás de fregona, mientras la Hermana Preferida la miraba sin ninguna piedad, sin poder disimular el orgullo de aquella elección indiscutible.

Para consolarse, a veces pensaba que era como en los cuentos, como si su madre fuese en realidad su madrastra, envidiosa del testimonio de un pasado ajeno que ella representaría, un pasado que se negaba a aceptar benévolamente, ella era hija de otra mujer, había nacido en otra ciudad, su padre se había trasladado cuando aún era muy niña y se había casado con esta señora, había tenido con ella otra niña, y la madrastra no podía soportar a la hija del primer matrimonio de su marido. Era el personaje de un cuento y esa idea la confortaba un poco, porque los cuentos están hechos para que podamos conocer la tristeza y el dolor sin sentirlos directamente, y si vivimos dentro de un cuento la pena no duele ni sangra.

Después de esa última charla telefónica, muy extensa, se había sentido otra vez contaminada por la vida que había dejado atrás, pero quería liberarse de nuevo, era también el atardecer y había sido una jornada tranquila, rutinaria, análisis de aguas, verificación de unas algas raras, casi sin hablar en todo el día con la Alegre Rosita, su joven ayudante, impregnada de aquella densidad natural de la isla donde los recuerdos no debían de tener alveolo posible, porque era sólo presente, siempre presente, el espacio–tiempo en su dimensión exacta de infinito sin extremos, sin principio ni fin, que los seres humanos sólo podemos vislumbrar con melancolía.

También aquel día se había sentado en el escalón y las lagartijas fueron asomando de sus escondrijos para rodearla. Por un momento pensó si aquel gusto por cebar a los pequeños reptiles, su simpatía hacia ellos, no se comunicaba con la locura materna, ese disparate de la casa llena de ratones que se multiplicaban gracias a su tutela, esos platitos de queso que la Hermana Preferida había descubierto, los patios sobrevolados por tantas palomas que venían a comer a los alféizares las pastas, el arroz y los granos que la madre enloquecida les ofrecía varias veces cada jornada.

Pero las lagartijas no pertenecían a ningún desarreglo, a ninguna plaga, estaban ya dadas como una pieza más de aquel espacio sin mudanzas importantes donde la felicidad o la tristeza no tenían lugar, ni esos recuerdos empeñados en seguir ardiendo sin consumirse, los desplantes de su hija, los caprichos, los portazos, la música a todo volumen en la madrugada, las ausencias, los retrasos, o simplemente el no llegar y no avisar, dejándola colgada con la comida de cumpleaños y luego tirando al suelo el regalo, un jersey de lana, pues menuda mierda.

Si no fuese por la cercanía tan dolorosa, por lo insoslayable de la herida, que no la dejaba serenarse, podría aceptar que a ella, por el mero entramado familiar, le había tocado formar un puente penoso entre dos desafectos aguzados por las circunstancias del tiempo, el de una mujer anciana amargada en el territorio del deterioro físico y mental y el de una muchacha en la que todavía no había acabado de fermentar el desasosiego rabioso que puede traer la adolescencia. Sin embargo, se negaba a encajarse como gozne de aquellos dos batientes, a ser un puro instrumento mecánico obligado a soportar, por un azar biológico y social, dos actitudes tan adversas hacia ella.

Consideraba que ser lagartija es carecer de todo ese patrimonio de recuerdos ardiendo en el bosque de la memoria, ese fuego que cuando se extingue sólo deja espacios calcinados que abrasan como las quemaduras reales de la piel. Ser lagartija es no saber, sentir el sol, correr a la caza de un pequeño insecto, pertenecer a esa curiosidad elemental que no pueden corromper ni la inteligencia ni el amor.

La lagartija, tras un brusco giro, desaparece con rapidez de su campo de visión. Las luces del avión se alejan entre parpadeos y la doctora se recrea en la seguridad de su situación, aspira el aroma a pinar y romero que se esparce en la tarde, que es ya su propio hálito, luego recupera con lentitud la visión del laboratorio, recoge los instrumentos, coloca cuidadosamente los cultivos en las estanterías del armario, enjuaga los vasos y los cacharros, antes de guardar las vísceras de la foca en los grandes frascos y atar la bolsa sobre el cuerpo muerto, antes de cerrar el armario frigorífico y empezar a lavarse las manos, percibiendo sin embargo todavía en su imaginación esa imagen de una lagartija, una lagartija que sigue dentro de ella mirándola con sus ojillos curiosos, como el símbolo de algo completo, terminado del todo, que sólo la vida inconsciente consigue ofrecer en su plenitud.

20.00

Llaman a la puerta y abren sin esperar contestación. Ahí está el cuerpo grande y un poco encogido del arqueólogo, el Hombre de los Tesoros, sus piernas peludas sobresaliendo de los pantalones cortos con muchos bolsillos, los grandes pies incrustados en unas sandalias de cuero amarillo que han conseguido domesticar hasta la deformación, un sombrero de paja en la cabeza, un bolso pequeño colgando del cuello, en una mano el bastón con contera de hierro.

Permanece en el umbral observándola callado, en una actitud que ella no sabría interpretar si él fuese un reptil, una de esas lagartijas amistosas que cada tarde se acercan a ella, pero que significa que está aguardando el final de unos movimientos ya conocidos, que han de preceder a una acción también acostumbrada. La doctora Gracia se seca las manos y le mira con una sonrisa, para facilitar la excusa que enseguida formula, dice que hoy no va a acompañarle, que ha tenido un día fatal, que está muy fatigada, bajará a la playa a darse un chapuzón, a ver si se relaja, para irse enseguida a la cama.

El Hombre de los Tesoros no se mueve tampoco y responde con la misma convicción, le asegura que también él ha tenido un día malo, infausto, pero que no hay que perdonar la copa y un poco de charla con los amigos, no la llama doctora, como suele hacer, con una solemnidad de broma amistosa, la llama por su nombre, Ángela, y añade que cuando se acerca la noche todo debe apaciguarse.

En la vida de la doctora hubo alguien parecido al Hombre de los Tesoros, también con el cuerpo ancho y grandes orejas, y la mirada escrutadora, y esa manera de hablar tan convincente, el médico que durante una temporada fue su confesor, en los peores momentos de lo de la nena y de las agresiones telefónicas maternas, como si, a pesar de todo, el refugio de la isla no pudiese impedir que algunos residuos de su vida anterior se escurriesen hasta ésta a través de ciertos resquicios que la imaginación nunca puede taponar del todo. Aquel médico tenía, tiene, esta misma forma de accionar, más con el cuerpo que con los brazos o las manos, una modulación de la voz que parecería severa si no resultase siempre un poco jocosa.

En la actitud del Hombre de los Tesoros hay una firmeza tan decidida que la doctora Gracia no se siente con ánimo para insistir en su negativa y se quita al fin la bata, saca del frigorífico un yogur y se lo toma con rápidas cucharadas, sigue luego al arqueólogo monte abajo, hacia el bosquecillo que hay que atravesar siguiendo el sendero serpenteante, el camino que, en la otra punta, a sus espaldas, termina en el único faro de la isla, pero que, en la dirección que llevan, conduce al muelle y al campamento militar, tras la bifurcación que se abre al final del arbolado.

El Hombre de los Tesoros no utiliza el bastón como apoyo, sino para cruzar, desbrozándola, una espesura invisible, con fuertes mandobles que golpean las piedras y azotan los matojos del borde del camino, junto a la sombra ya apelmazada del pinar. Continúa hablando sin dejar de andar, repite que una copita y un poco de conversación es lo mejor para que cada día engrane con el siguiente, dice que hay que procurar que la rueda siga girando sin sobresaltos.

Claro que sabe que ella está fastidiada, que anoche le mataron una foca, pero a él se le ha venido abajo la única parte del templo que parecía bien conservada, y al decir lo último ha vuelto un poco la cabeza y tuerce la comisura de la boca, con ese gesto que muchos utilizan para maldecir. Todo desplomado, las piedras desperdigadas, un desastre.

Han estado cavando allí demasiado, no hay otra explicación, menos mal que tengo fotos del conjunto, pero basta que quieras tener cuidado con algo para que las cosas se tuerzan, aunque gracias al derrumbe apareció esto, y en la palma de su mano muestra un pedacito herrumbroso, un fragmento de fíbula, el pequeño tesoro de hoy.

La doctora ha visto muchas veces en esa misma palma trozos de objetos que alguna vez tuvieron forma y presencia y que la devoción del arqueólogo consigue evocar con certeza hasta darles una realidad gloriosa de pieza única, irrepetible. Son los tesoros. A esta hora dorada hay en el bosque atmósfera de arboleda mágica, y en el hombre que se ha detenido para mostrarle su hallazgo también un gesto de cuento de hadas, como si en su mano no hubiese un pedacito de metal ajado por el tiempo sino un verdadero talismán capaz de sortilegios poderosos.

Siguen caminando y empieza a oírse cada vez más claramente el poderoso jadeo del motor electrógeno, instalado al final del pinar, en esa bifurcación del camino que, por un lado, lleva al minúsculo caserío del muelle y, por el otro, al campamento militar. Pero todavía no han llegado allí, están en el centro del pinar, no es posible ver el horizonte, quien no conociese el lugar, engañado por la aparente espesura del arbolado, podría pensar que la masa vegetal se extiende muchos kilómetros alrededor, una enorme porción de tierra y no el pequeño cuerpo de la isla, un peñascal casi desnudo.

El asunto de la foca muerta y del derrumbe del murete de las ruinas paleocristianas hacen que el arqueólogo se olvide por una vez de recordar el lugar que atraviesan, el espacio donde al parecer se amontonaban los muertos, en los primeros años del siglo diecinueve, cuando la isla fue utilizada como campo de concentración para los soldados franceses prisioneros en una batalla memorable y deportados allí.

Casi diez mil, los trajeron en barcos y aquí los dejaron abandonados a su suerte, se olvidaron de ellos, la situación fue haciéndose cada vez más terrible, las fuentes les permitían beber agua dulce pero el hambre mató a la mayoría, al parecer hubo quien acabó recurriendo al canibalismo, de la Cova del Amic hay una leyenda, dicen que su morador invitaba a la gente a comer y era él quien se comía a sus invitados, los mataba a traición, durante un tiempo amontonaban los muertos aquí, para concentrar la pestilencia, eran tantos que ya no había ni donde enterrarlos, en un sitio tan rocoso además como éste. Los metieron aquí y adiós, ahí os las arregléis, la historia del mundo es sobre todo despiadada, no han pasado todavía doscientos años, yo me conmuevo siempre que paso por este sitio.

La gente era como ha sido siempre la gente, la condición inteligente, el progreso material, no llevan consigo el progreso moral, cada generación humana está preparada para causar el mismo horror que cualquier otra de sus antecesoras, desde el origen mismo de la especie, piensa la doctora, los humanos somos mucho más sanguinarios y crueles que las lagartijas, porque estamos acosados por la inclemencia de sentirnos tiempo, algo que se extingue enseguida.

De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo, las pasiones son tiempo, de puro tiempo están hechas tanto la esperanza como la desesperación, la avaricia, la crueldad, a la doctora Gracia ni le desazona ni le reconforta saberse tan lejana de la emoción del Hombre de los Tesoros, doscientos años son para la isla igual que doscientos siglos, al fin se lo come todo, los cuerpos de aquellos prisioneros han rodado por esta misma ladera, el Hombre de los Tesoros ha sido capaz de reconstruir los sucesos, la isla se fue llenando de cadáveres y los supervivientes eran figuras flacas, harapientas, como fantasmas titubeantes que los pescadores vislumbraban con miedo y compasión desde la mar, que andaban al acecho unos de los otros para matarse y devorarse, en una situación así uno no tiene por qué imaginarse horrores concretos porque cualquier acción espantosa es posible.

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