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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (4 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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El Intrépido Buceador conserva el cuerpo atlético a fuerza de ejercicio, y se tiñe el pelo, más que para que parezca muy rubio, para mostrar una forma de ser. Un anillo en el lóbulo de la oreja izquierda y el tatuaje de un signo extraño en el hombro derecho le dan cierto aire de pirata acicalado. Su aspecto un poco carnavalesco no hace justicia a su meticulosidad en el trabajo, al esmero con que lleva a cabo los asuntos de su responsabilidad. Ahora habla con aire contrito, pues es difícil impedir que la isla, tan protegida por las leyes, pueda estar a salvo de esos aventureros que suelen venir en las noches más oscuras, en lanchas muy potentes, superiores en fuerza y velocidad a las que vigilan la isla y controlan la arribada de barcos, para buscar los grandes meros, los enormes pulpos, las langostas, en las cuevas de los acantilados del norte y del este. No sabe cómo pudieron atreverse en la madrugada pasada, tal como está la mar, aunque actuaron en los escollos del sur.

Tal vez por eso, señala el Hombre de los Tesoros, tal vez la violencia del mar les ayudó a disimular su visita. El buceador mueve la cabeza en gesto de asentimiento. El único rastro de su presencia, acaso consecuencia de un blanco erróneo, fue el cadáver de la pequeña foca, avistado entre unas rocas por la primera patrulla de la mañana.

La muerte de la foca, pero también el desplome del único resto de muro de la supuesta basílica paleocristiana, son los temas de la velada, un desplome que el Hombre de los Tesoros ha asumido con fatalismo: era un muro muy endeble, un muro medianero, raro para la época en esa construcción, si corresponde a ella, y mira a su becario como esperando su confirmación de discípulo o para hacerle algún reproche, porque añade que aligeraron demasiado los cimientos y que acaso un golpe desafortunado lo echó todo abajo.

El becario habla impávido, sin sentirse aludido, cuando él llegó aquello estaba desmoronado, como si hubiese habido un corrimiento de la tierra, tampoco él puede entender lo que pasó, y el Hombre de los Tesoros mueve la boca sin replicar, masticando su disgusto.

Vuelven a hablar de la foca y la doctora Gracia no les dice, no se lo ha contado siquiera a su ayudante, que la cría de foca hubiera muerto en cualquier caso, pues en aquel cuerpo, además de la herida de arpón, parece haber una enfermedad que puede ser epidémica y terminar con la pequeña colonia de focas monje que se está intentando aclimatar a estos parajes. Quizá la lagartija había subido al alféizar atraída por la irradiación de su alarma, la desazón de un día en el que, prueba tras prueba, la han ido encaminando, con las restricciones del tiempo, a unos resultados que parecen demostrar la evidencia de la catástrofe. Por eso es la que menos habla, pronuncia palabras de circunstancias, su silencio se interpreta como puro disgusto, aunque lo cierto es que si les contase la verdad no sabría cómo hacerlo.

El Hombre de los Tesoros asegura que este mar ya no puede ser propicio para las focas, que si no son los furtivos, serán otros los que acaben con ellas. Los pescadores las acusarán de perjudicar a la pesca. ¿No matan a veces esos mismos pescadores a los delfines? Yo los he visto en algunos muelles pesqueros de las demás islas, cosidos a balazos. Es el sálvese quien pueda. Otros dispararán contra ellas por puro gusto, para conseguir un trofeo, para hacerse un bolso con su piel. Otros se las comerán, sencillamente. Sin embargo él también ha visto, en algunos puertos de grandes ciudades norteamericanas, pantalanes destinados a las focas y a los leones marinos, donde los animales descansan sin desconfianza. Los enormes cargueros se mueven con cuidado para no hacerles daño. En los anglosajones parece haber una mayor sensibilidad para la protección de la naturaleza.

El Intrépido Buceador, que no suele hablar mucho, replica que tal vez en San Francisco, como en otros lugares del mundo, pueda llegar a valer más la vida de una foca que la de un ser humano, a veces el amor a los animales no supone un grado mayor de sensibilidad, sino una paradójica desviación de la falta de afecto a los semejantes, sólo un misántropo pudo decir aquello de que cuanto más conozco a la gente más me gusta mi perro.

Todos se echan a reír, pero la respuesta les ha dejado en silencio, y se quedan sintiendo el olor de la isla, escuchan el viento resonando entre los pinos y las sabinas y los acebuches, el rumor del mar que nunca se aplaca, hasta que llega el coche del Apuesto Oficial. Tras detener el vehículo al otro lado de la calle, el hombre salta sobre la portezuela como el protagonista de una película bélica, que la doctora conserva en esa memoria de los gestos que confluye con la de las imágenes y la de las palabras para permitirnos comprender las actitudes de quienes nos rodean.

Éste es un lugar donde han desaparecido los habitantes estables y todos los moradores somos gente de paso, no queda ya nadie de los que vivieron aquí, quizá sólo sus fantasmas, los que construyeron la granja en la cala Calamares, ya sólo unos muros carcomidos, ese poeta y su familia que fueron los habitantes del chalé en que vive el teniente, los frailes y los pastores y los ermitaños, el aviador alemán, ahora vivimos una comunidad de investigadores, conservadores, vigilantes, que hemos descubierto en nuestro casual afincamiento una especie de paraíso, entre las ruinas del pasado humano, los animales y las plantas de la tierra, con la fauna y la flora del mar, había dicho en una ocasión, con cierta solemnidad, el Hombre de los Tesoros.

El Apuesto Oficial, que se había incorporado a la tertulia poco después de la llegada a la isla de la doctora Gracia, añadió los mandos y clase de tropa del ejército al repertorio de los personajes vigentes. Sin el ejército, que expropió la isla con motivo de la Gran Guerra y que mantiene en ella un destacamento, ni las focas ni los arqueólogos tendrían nada que hacer. Sobre todo, los arqueólogos. La isla volvería a las manos de los descendientes de los antiguos propietarios, que en los tiempos que corren no iban a dejar este terreno sin explotar, construirían aquí un complejo turístico de lujo, llenarían este lugar de hoteles y viviendas de recreo, pues menudo sitio es el de las ruinas paleocristianas para instalar un restaurante. He aquí el ejército en una misión de apoyo a la comunidad, ya que no humanitaria.

El Apuesto Oficial tiene un sentido del humor raro y sombrío, que expresa en breves comentarios, súbitos golpes verbales como interludios de sus largos silencios. Un modo de expresarse que a la doctora le parece propio de cierta vehemencia juvenil. Suele ser el último en llegar a la tertulia y el primero en abandonarla, casi siempre en ese vehículo destartalado que hace sonar con bruscos acelerones estrepitosos.

Grandes mariposas nocturnas revolotean alrededor de las bombillas y el arqueólogo dice que acaso todo sea un empeño inútil, romántico. El ecosistema de las focas desapareció de estos terrenos hace ya siglos, y la isla no está lo suficientemente alejada de la isla mayor, de las rutas habituales de pesca y ocio, como para garantizar su supervivencia; incluso, si sobreviven, habría que controlar su reproducción, tampoco esto es el reino de la abundancia piscícola. Y yo estoy muy agradecido a la subvención que me permite llevar adelante las excavaciones, pero a lo largo de los años esas ruinas han sido escudriñadas hasta que no han dejado prácticamente nada. La piedra menuda se la llevaron para construir cercas, chozos, todo lo que podía servir para algo ha desaparecido, es evidente que ha habido buscadores de tesoros, siglos de expolio. La isla es un despojo histórico y natural, ésa es la verdad. Lo único que se puede evitar ahora es que la especulación del suelo la convierta en otro conglomerado de puro cemento, como tantos puntos de las demás islas y de la costa peninsular, quizá es para lo que realmente puede valer su protección.

Qué le importa a la isla nuestro afán, piensa la doctora, la isla sigue, en los lugares de esas lucecitas que señalan la presencia de los yates hubo barcos de guerra, submarinos, grandes veleros, galeones, galeras, carabelas, trirremes, antes de los fenicios fondearían ahí sus barquichuelas los primeros pescadores, en barcos rústicos habrían traído aquí las cabras, las semillas, los primeros plantones de árboles. Casi todas las construcciones erigidas aquí desde entonces se han desmoronado, de muchas no queda un solo rastro, la piel de la isla acabará recubriendo todas las pieles que el artificio humano pueda ponerle encima, por muchas que puedan ser y muy sólidas que parezcan.

El despojo somos nosotros, nosotros estamos llenos de ruinas interiores y además del dolor de percibirlas, hasta la imaginación de esos trirremes en la ensenada y de esos pastores moviendo sus rebaños por las cuestas de la isla me desazona, me suscita la congoja de su condición de episodio pasajero, a lo mejor cuando los submarinos tuvieron aquí un cobijo, en la Primera Guerra Mundial, había también un Lugar Sin Nombre al que acudían las tripulaciones a beberse unas copas, y cuando nosotros desaparezcamos la isla seguirá tan campante, otros la soñarán, imaginarán que están en ella, vendrán a ella para encontrar este arquetipo de la naturaleza, que no puede conocer la angustia, ni la nostalgia, ni ninguna forma de desasosiego.

21.45

La casita con aire de chalé venido a menos que sirve de albergue al Apuesto Oficial, casi en lo alto de la loma donde, en la vertiente opuesta, se alzan los barracones del destacamento, pone en aquella zona, más arriba del grupo electrógeno que ha embadurnado con sus humos el nutrido grupo de encinas, un aire de incongruente urbanización.

La doctora Gracia quiso una vez conocer ese edificio extraño y el teniente les pidió a todos que le acompañasen, para enseñárselo. El edificio fue construido a principios del siglo veinte, una especie de hotelito sin ninguno de los criterios que ahora marcarían una edificación así: alejado del mar, porque entonces la gente apenas tomaba baños, y protegido de los vientos dominantes, con lo que, desde el altozano en que se levanta, sólo se tiene una vista lateral de la bahía y predomina la de una ladera y la cresta rocosa, ocre, del monte. Con techos muy altos, las habitaciones se suceden, sin pasillo que las aísle unas de otras.

El chalé fue construido por el Poeta Suicida, que había vivido en él durante diez años, antes de matarse en el torreón del castillo. Era el hijo menor de la familia propietaria entonces de la isla, se enamoró de una joven lánguida, buena pianista, se casó con ella y se la trajo aquí. La felicidad conyugal duró apenas cinco años, no tuvieron hijos, la mujer debió de encontrarse demasiado sola y acabó regresando a su ciudad y a su gente, pero él permaneció en la isla, con un criado que también era pescador y labriego, otros cinco años más, hasta que se mató.

El arqueólogo había llevado a la tertulia del Lugar Sin Nombre un libro conmemorativo de la vida y de la obra del poeta, editado por una institución pública, y leía algunos de los poemas. En los de la primera época hay mucho cantil marino, las gaviotas son señoras de la gravedad, la lengua de la mar lame la aspereza carnal de las arenas y en tus ojos de sirena, sin duda los ojos de la amada, fulgura la noche lunar de los escollos. Luego la poesía se va estilizando, hasta que el poeta asegura haber descubierto la significación de cada palabra, como isla valiosa y certera, suficiente en sí misma, que no necesita más aditamentos para alcanzar la total expresividad.

En ese progreso de despojamiento hay una mezcla de talento, ingenuidad y locura. Un año antes de su muerte descubre el arte del «soleto», una construcción poemática sobre una sola palabra de cuatro letras, poemas unívocos, los llamó, que en cierta manera reproducen las cuatro estrofas de la estructura del soneto. Las palabras son veinte: luna, alma, amor, odio, pena, risa, beso, peña, rosa, pene, copa, vino, lana, rima, rama, seno, pino, vela, nada, Dios. El poeta murió antes de cumplir su propósito de escribir otros ocho poemarios de veinte soletos con otras palabras de cuatro letras, hasta culminar lo que al parecer iba a ser un ciclo, la novena del soleto.

En su poemario de soletos, el poeta da instrucciones para su declamación, cómo sostener el sonido de cada letra, haciéndolo resonar las veces que cada verso precisa, cómo pronunciar las vocales abiertas o cerradas, las consonantes bilabiales, labiodentales, interdentales y demás clases, sus diferentes ecos.

Voy a leeros luna, dice el Hombre de los Tesoros, y puesto en pie declama, con voz sorda y gesto sibilino:

Llllllllllllllllllllllllllllllllllll

Llllllllllllllllllllllllllllllllllll

Llllllllllllllllllllllllllllllllllll

Llllllllllllllllllllllllllllllllllll

Uuuuuuuuuuuuuuuu

Uuuuuuuuuuuuuuuu

Uuuuuuuuuuuuuuuu

Uuuuuuuuuuuuuuuu

Nnnnnnnnnnnnnnnnn

Nnnnnnnnnnnnnnnnn

Nnnnnnnnnnnnnnnnn

Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

El ejército ha habilitado como habitaciones, muy austeramente, un ala de la edificación, y el Apuesto Oficial utiliza como sala de estar el enorme espacio destartalado inmediato al porche, sin que nada personal le dé aire de intimidad, de espacio habitado, ni una fotografía, ni un libro, ni un equipo de música, ni siquiera una pieza de ropa descuidada sobre un mueble. En un rincón, la madera muy deslucida, cargado de objetos como si hubiese desnaturalizado definitivamente su función, queda el mismo piano que tocaba la mujer del poeta, y la desolación actual parece reflejar algo de la tristeza que debió de invadir su mirada.

Los restos secos de algunos árboles, acaso higueras, son el único testimonio de la antigua huerta desaparecida, invadida ya de antiguo por la vegetación de la isla. Más arriba hay una gran extensión de piedras planas, en forma de abanico cóncavo, que sirve para recoger el agua de la lluvia y surtir un pequeño aljibe subterráneo, que el teniente todavía utiliza para el lavabo. Después de que el archipiélago fuera expropiado, la casa pasó a ser el lugar de residencia de los mandos, pues la tropa dormía, como sigue durmiendo, en tiendas de campaña y barracones.

Ante aquella casa en la decadencia, tan mal acondicionada a las necesidades del actual poblador, su historia amorosa, fracasada, y el camino de delirio del hombre que la hizo construir, la doctora sintió una complacencia extraña, que tardaría en asumir y que sería una de las primeras señales palpables de su honda incorporación a la isla. Comprendió que nada de la vida para la que la casa estuvo diseñada y construida permanecía en ella, nada de su tiempo real, de la existencia de sus habitantes, de sus esperanzas iniciales, ni siquiera los sueños del poeta, recordado con cierta sorna por algunos casuales lectores, como el arqueólogo.

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