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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (6 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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Debe de haber entre ellos una relación sentimental, piensa la doctora, sorprendida con cierto desagrado de lo bien que están manteniendo el secreto, como si fuese una pequeña deslealtad de la Alegre Rosita hacia ella, pero a mí qué me importa, por qué iba a molestarme, yo tampoco le cuento mis intimidades, y profesionalmente la chica es muy competente. Sin embargo, del becario conoce al menos un secreto, las plantas que con tanto mimo cuida en un rincón del pequeño invernadero en desuso, y siempre ha creído que el aspecto lejano y embelesado del muchacho estaba relacionado con ese cultivo, por lo que la señal de actividad amorosa que acaba de vislumbrar le parece un dato que introduce nuevas variables en su personalidad y comportamiento.

Los jóvenes buceadores, que estaban echando una partida de dominó con el cocinero y el pinche, abandonan también el bar. Mientras se alejan, todavía con la evocación y el debate de las jugadas, sus voces sobresaltan la serenidad silenciosa del pequeño ámbito callejero. Al fin quedarán, como únicos clientes, el Intrépido Buceador, la doctora Gracia, el arqueólogo y, en su rincón, el Pescador Tradicional.

Muchas veces el buceador se va antes, como el teniente, y la doctora Gracia permanece en el bar escuchando los parlamentos del Hombre de los Tesoros.

Es recobrar una imagen apacible, de los tiempos de estudiante, de los buenos tiempos de su matrimonio, una sensación familiar. Bien acomodada en la silla de plástico, con el vaso en la mano, escucha hablar como en una de esas horas de rutina perezosa que se pierden en un hogar de verdad tras una jornada de rutinas laborales, cuando llega la noche y el día ha agotado su fuerza y se desploma por fin en la intimidad doméstica. Su mirada baila en el vaivén de las pequeñas luces que brillan en lo oscuro, al compás de los mástiles fantasmagóricos que se mueven suavemente en la negrura, más allá del muelle vacío.

El arqueólogo repasa la jornada como si necesitase contarla para constatar que la ha vivido, vuelve a indicar con palillos y pedazos de servilleta el contorno de la excavación para mostrar una rareza de la planta arquitectónica, esta parte es muy posterior, debió de corresponder al convento de frailes que hubo allí en el siglo sexto, cuando era papa San Gregorio Magno, el que impuso el canto gregoriano, el convento era al parecer una continua bacanal, los monjes eran unos golfos, unos libertinos, el escenario de los ciento veinte días en Sodoma, vamos, y el Papa les tuvo que llamar al orden, claro que un sitio tan retirado puede llenar la cabeza de malos pensamientos y, por el puro efecto de la reacción adversa, llevar a la disipación y al desorden a una comunidad con reglas sociales muy estrictas. Menos mal que nosotros no somos monjes, o qué lástima.

Pero de dónde iban a sacar aquellos frailes gente para sus orgías, esto ha sido casi siempre un erial, dice el buceador. Al arrimo de los conventos vivía una multitud de siervos y parásitos, los conventos daban protección y sopa, por lo menos, habría gente de sobra para que los frailes saciasen su concupiscencia, en estos asuntos los papas estaban bien informados. Además, esto ha tenido siempre habitantes, pocos, porque no da para más, pero continuos. Hasta hay algún resto prerromano, muy borroso, identificable. Pero de los romanos no queda nada de nada, aduce el buceador.

La doctora Gracia recibe aquel acuciante propósito de hablar como un masaje sonoro que consigue llevarla a los umbrales de una somnolencia benéfica, que no impide que se mantenga su atención, y le parece atisbar en esas palabras incansables, cada día más, una cortina tendida para cubrir ciertos pensamientos y recuerdos. El Hombre de los Tesoros muestra un fragmento vidriado que lleva en uno de los numerosos bolsillos del pantalón, que le ha hecho pensar en un vaso romano, y se encuentran fragmentos de terra sigilata en muchos puntos. Pues claro que los romanos anduvieron también por aquí, ¿y no nos contaron ellos que aquí nació Aníbal, porque su madre se puso de parto inesperadamente en un viaje?

La doctora Gracia, por una asociación inesperada de imágenes, evoca la actitud furtiva vislumbrada por ella en esa joven pareja que se ha alejado hace un rato del Lugar Sin Nombre y que acaso esté ahora entretenida en un abrazo amoroso. La soledad de la isla parece propiciar estos encuentros, y ella misma rechazó las insinuaciones amorosas del arqueólogo, a quien tanto le gusta hacer derivar sus parlamentos hacia temas eróticos, al poco tiempo de llegar.

Me tienes que perdonar, dijo aquella noche el arqueólogo, creí que estabas libre. Eso es asunto mío, le contestó ella, empezando a valorar la aparente franqueza del arqueólogo, que todavía no era para ella el Hombre de los Tesoros, digamos que no me apetece ningún vínculo tan especial con nadie, un vínculo amoroso, nada menos.

Podemos tener relaciones simplemente desde lo amistoso, tampoco te pido que me des amor, había respondido el arqueólogo, imperturbable, yo estoy divorciado, yo no soy como esos cursis que llaman hacer el amor, nada menos, al sencillo y sano hecho de realizar el coito, una relación como las veraniegas, ya me entiendes. Ella se había echado a reír, a ver si me entiendes tú a mí, me gusta esta soledad, he venido aquí para estar sola. ¿No has oído hablar de la soledad de dos en compañía?, insistió el Hombre de los Tesoros, que siempre parecía tener recursos verbales. Sola yo sola, sola conmigo misma, repuso la doctora, apartándole con suave firmeza.

Entre tener una relación carnal con un hombre o tenerla con la isla, con sus lagartijas y sus vegetales, sus peñascos y el agua que la rodea, se ha inclinado por lo segundo, aunque piensa que no tiene ningún mérito. Una mañana, mientras contemplaba con unos prismáticos el apareamiento de las focas, el Intrépido Buceador, que estaba grabando el suceso con una cámara, musitó con cierto regodeo «el motor del mundo». Estaba segura de que, por parte del jefe de los vigilantes, no había en sus palabras ninguna intención dirigida a ella, pues él no oculta sus preferencias sexuales y en la isla todo el mundo las conoce, pero le hizo pensar a la doctora en su propio desinterés por el asunto, en su frialdad, relacionando aquella escena del apareamiento de las focas con las insinuaciones del arqueólogo.

Tanto tiempo sin tener relaciones con un hombre, tanto tiempo sin acostarte con tu marido, sin copular, como dirían aquellos frailes, y el arqueólogo, y no te has dado ni cuenta. Sin embargo, en la isla se había empezado a fijar en los cuerpos de los jóvenes vigilantes del equipo del Intrépido Buceador, en la apostura juvenil del teniente y de algunos soldados, el propio Escamillo tiene un cuerpo esbelto, de nalgas estrechas, un cuerpo de bailarín, y una cabeza morena que le agrada contemplar, y el teniente unas manos muy hermosas, unos ojos expresivos, con cierto aire desolado, enternecedores, a ver si la isla está también despertándome la libido, y había comprendido de repente que aquellas continuas llamadas telefónicas de su madre para insultarla, las exigencias histéricas de la Hermana Preferida, las discusiones violentas que, desde la adolescencia, habían marcado su relación con la Nena Enfurruñada, no eran precisamente los mejores estímulos para disponer la mente y el cuerpo a las aventuras eróticas.

La libido no forma parte de un sistema automático, es un mecanismo delicado, escurridizo, necesita condiciones de serenidad interior, que las tensiones desaparezcan o se aplaquen, o al menos así es en su caso. La crispación del mundo familiar hizo que su fortaleza estuviese muy decaída, porque además, por encima de los insultos que su madre vertía con tanto rencor en el teléfono, o de las voces airadas que su hija enfrentaba a cualquier cosa que ella le dijese, presentía en las dos una actitud paradójica de pedir auxilio, una solicitud desesperada de ayuda a la que no sabía cómo responder, que creaba en ella un conflicto penoso, absorbente de toda su energía, en el esfuerzo continuo de mantener el equilibrio mental.

También a su marido la rebeldía de la nena, y luego su desaparición, parecían haberle separado físicamente de ella, permanecía a su lado sin manifestar deseo, si la abrazaba era para mostrarle la simpatía del compañero de fatigas más que las exigencias del enamorado, y ella se lo agradecía, en su inapetencia la idea del sexo le resultaba incómoda, sumida como estaba en una ausencia tan rigurosa de estímulos, que hasta le había hecho penoso el trabajo diario en el laboratorio.

El Intrépido Buceador había dicho que se iba a ir a dormir, pero la alusión a Aníbal le ha interesado, no sabía que Aníbal hubiese nacido aquí, Aníbal, el famoso general cartaginés, el azote de Roma, yo admiro mucho su figura, yo creo que entonces comenzó ese enfrentamiento Norte contra Sur que todavía sigue presente, entonces el Norte aplastó al Sur, los romanos hicieron una propaganda muy dañina de los cartagineses, como si fuesen poco más que pueblos salvajes, unos ridículos tragadores de garbanzos.

En la mano del Hombre de los Tesoros sigue brillando el fragmento de vidrio. Por eso la doctora Gracia le ha dado ese apodo, siempre hay en los grandes bolsillos de su pantalón corto algún tesoro, una moneda púnica, un trocito de peineta, una punta de piedra tallada, un anzuelo carcomido por el agua del mar. Ayer les mostró una campanita de bronce de cuyo badajo sólo quedaba un pequeño muñón ferruginoso, hoy ese pedazo de vidrio tornasolado. Las palabras del Intrépido Buceador hacen brillar sus ojos, he ahí un tema para un largo discurso, claro que el mundo sería diferente si entonces el Norte no hubiera arrasado al Sur, dice el arqueólogo, unas guerras de exterminio, imperialistas, naturalmente que Aníbal es un personaje apasionante, pero el destino de los pueblos es enfrentarse hasta que prevalezca una hegemonía.

La doctora decide entonces retirarse, porque intuye que el tema va a dar para bastante tiempo y prefiere no esperar a que el arqueólogo profundice en una de sus eruditas disquisiciones, tan apaciguadoras sin embargo para ella, está cansada y quiere subir ya a acostarse. Pide al Escamillo que le apunte su consumición. El ingenio del arqueólogo justifica los precios del Lugar Sin Nombre por la singularidad misma del espacio en que se encuentra, casi más inaccesible que la Quinta Avenida de Nueva York, es más difícil y más caro llegar aquí, un lujo que está al alcance de muy pocos. A los habituales de la isla se les aplican unas rebajas notables sobre los precios que se les cobra a esos visitantes esporádicos, la gente de los yates, que sin duda estima que su permiso de estancia merece la pena lo suficiente como para justificar ciertos gajes de la aventura isleña, entre los que estarían los precios de las consumiciones en este simulacro de bar.

La doctora se está levantando de su asiento, se asegura de llevar la linterna en su bolsa, cuando en la negrura de la ensenada comienza a dibujarse el bulto y suena suavemente el motor de un barco que se aproxima.

Son casi las once y media y ya sólo permanecen en el interior la Rubia Cantinera, el Escamillo, la doctora, el Intrépido Buceador y el Hombre de los Tesoros, y en el porche Rafalet Viejo, que se ha levantado también y avanza unos pasos en la tierra de la calle. Ese barco que se acerca es el
Virgen de los Dolores
, que vendrá de la Península, de echar sus palangres, anuncia, apuntando con su bastón a la negrura.

El
Virgen de los Dolores
hace tres veces en el mes este recorrido, y llega a la isla tras soltar sus artes en alta mar, para regresar de madrugada a recogerlas. El barco completa la maniobra de atraque hasta quedar inmóvil, unos movimientos variados, dispares, precisos, que en lo exiguo del espacio y a la luz escasa de los focos del muelle le han dado al espectáculo cierto aire de ballet majestuoso. Lo que Rafalet Viejo llama la rissaga es hoy tan alta que el casco sobresale del nivel del muelle mucho más de lo que sería habitual.

Iluminado por las modestas luces del muelle, el perfil del barco, con sus tangones como seudópodos frontales y sus poleas y cables junto al borroso mástil, con las largas cañas erizadas, el casco rojo y ancho, y el puente en cuyo ventanal delantero se cuaja, como la mirada de un ojo monstruoso, la penumbra de la cabina, tiene apariencia de gigantesco crustáceo industrial, aunque ha traído al lugar y al momento un aire de ajetreo que resalta con estridencia contra la placidez turística del paraje, impuesta por la pequeña flota de yates de recreo que se balancea espectralmente en la negrura.

La doctora Gracia ha asistido bastantes veces a la llegada del
Virgen de los Dolores
, y ha visto cómo su patrón y algunos de sus hombres descienden de él y se acercan a lo largo de la calle hasta el Lugar Sin Nombre, calzando sus botas de goma y arropados en las grandes chaquetas de hule amarillo donde brillan las lentejuelas de las escamas.

Llevan un andar lento, solemne, con trazas de ritual, como si la copa que se van a tomar fuese un sacrificio conmemorativo de esta arribada, la libación que marca el exacto ecuador de su viaje, y el Lugar Sin Nombre el templo al que hay que aproximarse con la contención y medida que exige lo sagrado.

Pero esta noche solamente un hombre ha saltado del barco, y no viene andando sino corriendo, con tanta prisa que resbala en la arena de la calle y está a punto de caer. Llega por fin al Lugar Sin Nombre, grita que traen un muerto y un herido, pide un médico.

La doctora Gracia, que a veces intenta adaptar sus conocimientos biológicos y veterinarios a los achaques menudos de los ocupantes de la isla, responde que no hay ningún médico, antes de pedir al Escamillo que avisen al teniente para que mande bajar al enfermero del destacamento. Luego, la doctora, el buceador y el arqueólogo, con el marinero que trajo la noticia, se dirigen al barco.

2.15

El patrón es un hombre muy moreno, rechoncho, con el pelo cortado casi al rape y grandes manos rojizas. Manifiesta sin reparos su fastidio por este asunto, que va a retrasar el trabajo de la jornada. Después de subir al barco, les hace entrar en la cabina. Sobre el suelo hay un cuerpo tapado por una lona y, encima de unas mantas, el de un hombre muy joven con un salvavidas verdoso, fosforescente, que tiene la frente cubierta por un vendaje ensangrentado y respira con mucha dificultad. Mientras la doctora le toma el pulso, muy débil, el Intrépido Buceador se agacha para contemplar de cerca su cara.

El patrón habla confusamente de la travesía, de la fuerza creciente del viento, dice que Sécurité había advertido en la radio que andaban a la deriva un gran bidón y un tronco de seis metros, que ellos iban avizor, gracias a eso encontraron los restos de un velero y a los dos chicos flotando en sus salvavidas. El muchacho tenía un golpe en la cabeza. A la chica, aunque le hicieron la respiración artificial, no habían conseguido reanimarla, porque ya se había ahogado. El muchacho ha sangrado mucho por la herida de la cabeza, se la han desinfectado con agua oxigenada, añade.

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