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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (7 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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El enfermero llega enseguida en el coche del teniente y salen de la cabina para dejarlo trabajar. El enfermero destapa el cuerpo de la chica y se pone a auscultarla bajo los pechos con el fonendoscopio. A la doctora Gracia los bultos de la gente sólo le dejan atisbar una corta melena cobriza y un brazo muy blanco, aunque puede ver claramente, en un dedo de la mano, una sortija con unas piedras del color de las lagartijas de la isla, antes de que el enfermero, que ha ratificado el fallecimiento, cubra otra vez el cuerpo con la lona, que vuelve a hacer invisible el cadáver, incluida la sortija, salvo el borde de la pequeña mano blanca.

El enfermero se inclina sobre el muchacho, reconoce su herida, lo ausculta, dice que habría que intentar que se lo lleven a la capital. Luego llama a la doctora y le habla de los escasos remedios disponibles en el botiquín, pero ella no tiene tampoco lo que necesita y el hombre marcha deprisa en el coche a la enfermería del destacamento. El resto de la gente permanece quieta entre los aparejos, silenciosa ante la repentina cercanía de la tragedia y de la muerte. Uno de los instrumentos de la cabina emite un suave pitido intermitente y también se puede escuchar, en ráfagas, una voz confusa en la radio que va describiendo los pequeños incidentes en el área marina entre la Península y las islas.

El enfermero regresa muy pronto, parece que encontró un medicamento que puede servir, y prepara una inyección para estimular el corazón del desvanecido. La tripulación del pesquero ha bajado al muelle. Con los cabellos desordenados y las manos sucias, marcados por la noche y la intemperie, los hombres fuman dando pequeños paseos. El teniente, que ha venido conduciendo el coche en el regreso del enfermero, echa un vistazo al lugar en que se encuentran el cuerpo de la ahogada y el muchacho herido y habla con el patrón.

Pero eso antes. Luego, el viento del norte se ha hecho más fuerte, dicen en la radio que tiene rachas de fuerza nueve, y ni el resguardo de la isla consigue impedir que las bombillas que iluminan el diminuto conjunto de casas, la breve calle que se enfrenta al muelle, oscilen con violencia, sacudiendo con brusquedad las sombras de los quicios y de los aleros.

Mientras el enfermero vela al accidentado, el Hombre de los Tesoros, el Intrépido Buceador y la doctora Gracia han regresado al Lugar Sin Nombre, que permanece abierto por lo desusado de las circunstancias, y toman sus bebidas, la doctora una infusión, sentados otra vez en el interior, bajo las vigas ahumadas. Los tripulantes del barco han ido llegando también, Rafalet Viejo permanece en el porche y el coche del teniente sube calle arriba con estrépito polvoriento.

Enseguida, el patrón y sus hombres empezarán a jugar a las cartas, a la espera de saber qué pasará con el cuerpo de la ahogada y el muchacho herido. Hay en ellos un aire de estupor, como si no acabasen de creerse que están sentados en aquel lugar, en mitad de la noche, sin cumplir el viaje de regreso que a estas horas completa sus rutinas profesionales.

Pero eso mucho antes, cuando la noche era todavía tierna, antes de que se hiciese vieja y sólida y la fatiga se fuese difuminando dentro de la doctora Gracia en un malestar llevadero, que acepta con el fastidio de lo que no se puede evitar. Porque la noche se ha ido alargando y al fin están solos, sentados en un poyo de madera y en unas sillas, en la fachada del Lugar Sin Nombre, los habituales de la tertulia y Rafalet Viejo. La doctora no se explica qué hacen aquí, qué esperan, por qué no se han ido a sus camas, y sin embargo permanece junto a ellos.

Hace rato que los hombres del
Virgen de los Dolores
se han ido al barco, cariacontecidos por la decisión del teniente, que regresó después de un largo rato para decirles que no puede autorizar su partida antes de que el juez, que debe venir en el helicóptero, examine el cadáver, y ellos presten las declaraciones que se les exijan. Y el arqueólogo habla, habla, pero esta vez para contar una historia personal.

Empieza muy despacio, como si extrajese cada palabra de un lugar de difícil acceso, entre titubeos, luego su relato se va haciendo más seguro, cuando vio a ese chico herido e inconsciente, recordó a su propio hijo tal como lo encontró en el cuarto de baño el día de su muerte. Y con la voz siempre lenta, mirando hacia la ensenada, hace una crónica minuciosa e implacable de un desvarío juvenil, los primeros alejamientos, no se imaginaban la causa, cosas de la adolescencia, ese extraño joven Hyde que suele apoderarse de los muchachos tras la niñez, las rarezas, una madre y un padre desprevenidos ante la verdadera naturaleza del problema, la confianza en que fuese el precio en actitudes, silencios y despego de esa travesía de la edad tan ardua para muchos, hasta que ya fue demasiado tarde, hasta que el chico se convirtió en el horror cotidiano, un fantasma de carne y hueso, ávido, exigente, un aullador nocturno, ante cuyos violentos delirios había que doblegarse.

No hubo remedio, la constatación de la verdad les hizo salir de su inocente inadvertencia, cuando intentaron encontrar soluciones era tarde, no sirvieron de nada reuniones terapéuticas, estancias muy caras en establecimientos especializados, el chico había sido poseído por un demonio perverso, habilísimo para el disimulo y la mentira, y el horror duró cinco años, un espacio con término pero sin límites en el que el matrimonio se deshizo, ustedes no pueden imaginarse lo que es tener eso dentro de casa, el reverso del hogar, y así un día y otro, hurtos absurdos, agresiones, sin forma de poner razón en aquella cabeza, al fin una noche el chico apareció muerto en el baño, una dosis excesiva o contaminación con alguna sustancia tóxica. Un final sórdido, pero que el arqueólogo declara haber deseado muchas veces.

El Hombre de los Tesoros calla, nadie rompe el silencio, todos contemplan con aprensión la negrura del mar, el vaivén de los mástiles.

Cuando era muy joven tuve un amigo al que quería muchísimo, dice de repente el Intrépido Buceador, con él empecé a bucear, entonces pescábamos, eso a pulmón, pero con las botellas nos gustaba explorar aquella costa, hay zonas con muchos arrecifes y grutas. Éramos demasiado jóvenes, impacientes, a veces no guardábamos todas las precauciones, apurábamos demasiado los tiempos, el buceo tiene sus protocolos, el precio de la prisa llega a ser mortal, te envenenas la sangre y puedes perder la orientación, es un ejemplo, eso debió de sucederle a él en una de aquellas exploraciones a las grutas de un acantilado, no salía, yo no era capaz de verlo, casi me quedo allí mientras lo buscaba, zambullidas y zambullidas, cada vez más desesperado, regresé con gente y por fin lo encontramos, casi dos días más tarde, el cuerpo enganchado en las asperezas del techo de una de las galerías. Era muy joven, como ese chico, bastantes veces mientras buceo lo recuerdo y me parece que sigue vivo, que su cuerpo nada cerca del mío, pero han pasado ya muchos años. Tendría esa edad.

Después de un rato de silencio, Rafalet Viejo se pone a hablar también. En el verano vienen con él su hijo Rafalet, Rafalet Joven, y su nuera Mioxa, para pasar las vacaciones, porque él dice que no necesita compañía, que él siempre tuvo que arreglárselas solo, y supo hacerlo desde que su mujer murió en el parto del chico. Venía mal y aquí quién iba a ayudarla, la mar estaba tan revuelta que aunque intenté llevarla en la barca a la capital no pude salir de la ensenada, quién iba a ayudarla en este lugar bueno sólo para las gaviotas. Él cuidó del niño y él se hizo también cargo de la niña, de la Mioxa, cuando los desalmados de algún velero desconocido la dejaron abandonada en su propia barca, tan envuelta que al principio creyó que era solamente un atadijo de trapos, con doscientas libras esterlinas, un crucifijo de carbón muy feo y un papel donde ponía algo que nunca supo leer, la chica con el tiempo se enteró de que decía que tuviese la ayuda de Dios o algo así.

Al principio, durante unos años, mientras los niños eran muy pequeños, le ayudó la morita que había traído su mujer de criada, pero también murió, a ella sí la pude llevar a la capital para que la mirasen, no había nada que hacer. Murió, claro, señala con simplicidad, como si morirse pronto fuese lo natural en las mujeres, por lo menos en las que lo han acompañado en la vida, y dejarle solo. Entonces me trasladé a la capital, me puse a pescar en el barco de un primo, para que los niños pudiesen aprender algo en la escuela, para que no fuesen unos ignorantes como yo, que sólo valgo para este oficio. Estuvimos allí diez años, el chico se hizo mecánico y la Mioxa enfermera, hubiera llegado a médico porque es muy lista, igual llega, desde niños se querían como hombre y mujer, desde muy chicos, lo natural era que se casasen, ella encontró trabajo en un hospital, en una ciudad peninsular, y él empezó a trabajar en un taller, les va muy bien, se los ve contentos.

Rafalet Viejo se suena con la mano. Este año no sabe lo que pasa, le han dicho que no van a venir. Les encanta la isla, se bañan, andan por el bosque, salen con la lancha, le ayudan a pescar, a veces dicen que se van a venir a vivir con él, que tenía que haberles hecho pescadores, él les dice que la isla está muy bien en el tiempo bueno, pero que el invierno es muy largo y la tramontana muy traicionera. Y este año, sin más explicaciones, que no vienen. Tiene miedo, que quieran separarse, ahora que la gente joven aguanta poco el matrimonio, que les suceda algo malo con la salud, le ha entrado esa desazón, tiene miedo, que el Rafalet o la Mioxa puedan estar enfermos, que les esté sucediendo algo malo que no quieren contarle, con lo que les gusta estar aquí, bañarse, acompañarme a pescar, no puede entenderlo. Que no vienen, han dicho, por ahora, quién sabe si en septiembre, pero es un decir, y resopla, chasca con la lengua, escupe luego contra la tierra como si agrediese a alguien.

El buceador le pide que no sea agorero, le dice que pensar así es predisponer un poco al destino, sus hijos no tienen por qué estar enfermos ni enfadados, la vida se complica, en septiembre hace un tiempo magnífico y preferirán viajar sin tanta gente, ahora se mueven muchedumbres, y a la doctora Gracia le parece que el Intrépido Buceador, nada dado a este tipo de intervenciones tan directas, podría estar conjurando algún temor personal, pero luego cree comprender que en sus palabras de confortación se evidencia una actitud pura de cercanía, de consuelo.

Con ese pelo teñido de rubio que parece una bandera de provocación, y su pendiente, y sus tatuajes, el Intrépido Buceador es sin embargo una persona bastante tímida, que en las tertulias del Lugar Sin Nombre apenas habla, sólo para contar los resultados de las exploraciones submarinas, a las que dedica sus horas libres en diferentes lugares de la isla, la llegada de los primeros túnidos, una marea inusitada de medusas, la sorpresa ante ciertas formaciones raras, hasta que en ellas descubre montones de cascos de vidrio vacíos provenientes de los tiempos en que había libre acceso a la isla, la gente arrojaba la basura al mar, hay sitios donde se amontonan cientos de botellas de cerveza, restos que las algas y los corales han empezado a colonizar y asumir como parte del fondo marino, parecen esculturas. Sin embargo, ahora ha abandonado la lejanía de cronista y se hace parte de esta reunión de gentes a las que la cercanía de la muerte ha cubierto con su sombra.

Vaya usted a visitarles, dice el arqueólogo, ¿por qué no va? Rafalet Viejo le mira intensamente y tarda en contestar, tengo miedo, no me han dicho nada de que vaya, qué me puedo encontrar, claro que muchas veces he pensado acercarme allí para saber lo que en verdad sucede, pero todavía no me atrevo, tengo escrúpulos, espero que me escriban explicándome las cosas y que pueda tranquilizarme, el barco con esa chica muerta y el muchacho malherido, y la tramontana, han acabado de revolverle la cabeza. Ya decía él que tenía dentro el espíritu del alemán.

Lo que los retiene allí es esa muerte, comprende la doctora, no se han quedado para ayudar, pues no pueden ser útiles en ninguna forma, ni por solidaridad moral, ya que también en el barco todos son ajenos a la desdichada pareja, sino por puro desvalimiento, han quedado agrupados para confortarse, como un pequeño rebaño que descubre la cercanía del lobo.

El teniente ha vuelto a hablar con la capital, pero el fuerte viento está obligando a retrasar la salida del helicóptero. Parece que el muchacho continúa vivo, aunque inconsciente, y el gran caparazón del
Virgen de los Dolores
reposa en su lento meneo tras la inmovilidad del muelle.

El teniente dice que no hay sitio libre de tragedia, se frota las hermosas manos, recuerda que dos años antes, en primavera, cuando todavía visitaban la isla pocos barcos, hubo un suceso que nadie había conseguido desentrañar: una mujer apareció desnuda en la playita de Mitjorn, en la ensenada, estrangulada con su propio traje de baño, y el soldado de aquel puesto de guardia había desaparecido. Al día siguiente, cuando la patrulla fue a avisar a uno de los yates que el permiso para amarrar era sólo por una noche, nadie les respondió. Subieron a bordo y encontraron otros dos cadáveres, el del soldadito de guardia y el del patrón. Ambos habían muerto a tiros de la misma arma, seguramente una pistola, pero nadie fue capaz de encontrarla, el Intrépido Buceador confirma esas palabras, su equipo intentó localizarla entre las posidonias del fondo, alrededor de los pocos barcos que estaban aquella vez fondeados en la ensenada, hay mucha profundidad, no fueron capaces de verla, si es que estaba ahí. Una historia rarísima, todo apunta a una cuarta persona, la policía interrogó a los tripulantes de los otros barcos, a la gente del destacamento, lo repasó todo con cuidado, pero no fue capaz de establecer una hipótesis plausible, el barco era canadiense, ya me dirán ustedes qué hacía un barco canadiense por estos rumbos, y desde luego nadie ha sabido nunca lo que pudo suceder allí aquella noche.

La muerte ronda como un lobo, piensa la doctora sin expresar en voz alta su pensamiento, y todos se miran en silencio.

6.45

A eso de las cuatro y media, los contertulios ya no tienen nada que decir. Hace poco que el Apuesto Oficial ha vuelto a hablar con la comandancia, en la capital del archipiélago, y todavía esperan la llegada del juez, mientras el viento amaina. Luego se ha retirado, con lento andar, tras despedirse con un murmullo. Poco después, la doctora decide marchar también a la cama e intentar dormir un poco antes de que llegue el día. El alba aclara ligerísimamente el horizonte, más allá de la boca del estuario, por la parte del castillo. Quedan hablando, todavía embebidos en su conversación, aunque ya de pie, el Intrépido Buceador y Rafalet Viejo, porque el arqueólogo, que se ha levantado también, acompaña a la doctora hacia el resonar, cada vez más vigoroso, del motor del grupo electrógeno, que esta noche no ha dejado de funcionar.

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