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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (4 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—¿Y el astrónomo que tuvo la ocurrencia de verter queroseno en un canal circular cavado en el desierto del Sahara y encenderlo de noche para señalar nuestra presencia?

—¡Sí, una diana perfecta!

Wells dejó escapar una risita. Serviss lo celebró apurando su jarra de un trago y animándolo a hacer lo mismo. El escritor obedeció, un tanto coaccionado.

—Lo último que he oído es que van a colocar varios reflectores en la Torre Eiffel para dirigir la luz solar hasta Marte —comentó mientras Serviss pedía otra ronda.

—¡Dios santo, qué insistencia! —exclamó este deslizando hacia delante otra jarra.

—Y que lo digas —corroboró Wells, reparando sorprendido en que empezaba a costarle hablar sin que se le trabara la lengua—. Por lo visto, en la Tierra todos creen que los seres del espacio verán cualquier cosa que se nos ocurra.

—¡Como si se gastaran todo su dinero en telescopios! —bromeó Serviss.

Wells no pudo contener una carcajada. Serviss pareció contagiarse de su risa, e incluso la acompañó con varias palmadas en la mesa, provocando un pequeño escándalo que les granjeó una mirada reprobatoria del camarero y de algunos comensales cercanos. Aquella expectación, sin embargo, no pareció amedrentar a Serviss, que intensificó el palmoteo con gesto de desafío. Wells lo observó con satisfacción, orgulloso como un padre ante las gracietas de su hijo.

—Bueno, bueno… Entonces no crees que nadie se moleste en invadir este diminuto planeta que pasa tan desapercibido en la infinitud del cosmos, ¿verdad, George? —intentó recapitular Serviss, una vez logró calmarse.

—Yo diría que no. Piénsalo bien: las cosas nunca suceden como uno las imagina. Esa es una ley casi matemática. Por lo tanto, jamás sufriremos una invasión marciana igual que la que he descrito en mi obra, por ejemplo.

—¿Ah, no?

—Jamás —soltó con rotundidad Wells—. Fíjate en la cantidad de novelas que están apareciendo sobre contactos con otros mundos, Garrett. Parece que cualquiera puede escribir una. Si en el futuro se dieran encuentros con criaturas espaciales tal y como los escritores los describimos, sería un caso de premonición literaria, ¿no crees?

Tras decir aquello, dio un trago a la cerveza, con la molesta impresión de que lo que acababa de decir no era más que una reflexión extravagante.

—Sí —admitió Serviss, sin dar muestras de encontrar estrafalaria su disertación—. Incluso puede que nuestros ingenuos gobernantes acabaran sospechando que los malvados seres del espacio habían introducido en nuestro subconsciente toda esa imaginería, mediante rayos ultrasónicos o hipnosis, quizá para preparar al mundo ante una futura invasión.

—¡Probablemente! —Wells estalló en una carcajada.

Serviss lo secundó volviendo a palmear la mesa, para desesperación del camarero y de los clientes más próximos.

—Así que, como te he dicho —prosiguió Wells cuando Serviss dejó de armar jaleo—, aunque haya vida en Marte o en algún otro planeta de nuestro vasto sistema solar… —Señaló hacia el cielo con un gesto majestuoso, y pareció irritarle encontrarse con el techo de la taberna, cruzado de simples vigas de madera. Se quedó observándolo en silencio unos segundos, como defraudado—. Demonios… ¿Qué estaba diciendo?

—Creo que ibas a decir algo… sobre la vida en Marte —apuntó Serviss, contemplando el techo con el mismo recelo.

—Ah, sí, Marte… —recordó Wells a duras penas—. Quería decir que aunque hubiera vida allí, probablemente no pueda compararse a la nuestra, por lo que imaginar unas astronaves fabricadas industrialmente en Marte resulta una idea tan absurda como risible.

—Bueno. Pero ¿y si yo te dijera… —Serviss trató de componer una mueca de seriedad— que estás equivocado?

—¿Equivocado? No
podrías
decirme que estoy equivocado, mi querido Garrett.

—A menos que te demostrara lo contrario, mi querido George.

Wells asintió, y Serviss se reclinó en su asiento, sonriendo misteriosamente.

—¿Sabías que durante un período de mi juventud me obsesionaba que hubiera vida en otros mundos? —le confesó.

—¿De verdad? —dijo Wells con una sonrisa tonta asida a los labios, agradablemente mecido por los vapores del alcohol.

—Sí, y auscultaba periódicos, tratados y ensayos antiguos en busca de… —meditó qué nombre darles— señales. ¿Sabías, por ejemplo, que en 1518, encima del navío del conquistador Juan de Grijalva, apareció «una especie de estrella» que luego se alejó lanzando fuego y proyectando un rayo luminoso hacia la Tierra?

—¡Demonios, no tenía ni idea! —Wells se fingió escandalizado.

Serviss correspondió a su burla sonriendo con condescendencia.

—Podría ponerte docenas de ejemplos similares que he compilado sobre avistamientos de máquinas voladoras de otros mundos en el pasado, George —le aseguró sin dejar de sonreír—. Pero no es por eso por lo que estoy convencido de que los seres de las estrellas ya han visitado la Tierra.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué?

Serviss se inclinó sobre la mesa y, bajando dramáticamente la voz, reveló:

—Porque he visto un marciano.

—Ja ja ja… ¿Dónde, en el teatro, por la calle? ¿Es quizá la nueva mascota de la reina?

—No es broma, George —repuso Serviss, incorporándose de nuevo y contemplándolo con simpatía—. He visto uno.

—¡Estás borracho!

—¡No estoy borracho, George! Por lo menos no tanto como para no saber lo que estoy diciendo. Y te digo que he visto un maldito marciano. Lo he tenido ante mis ojos. Incluso lo he tocado con estas manos —insistió, alzándolas ante sí como Herodes esperando una palangana con agua—. Con estas.

Wells lo observó con seriedad durante unos segundos. Y luego estalló en una sonora carcajada, una especie de graznido que sobresaltó a la mitad de los presentes.

—Eres un tipo muy divertido, Garrett —sentenció cuando se recuperó—. Incluso te perdonaré que hayas escrito una novela para beneficiarte de…

—Sucedió hará diez años o quizá más, no lo recuerdo con exactitud —dijo Serviss, ignorando sus bromas—. Por aquel entonces, yo me encontraba pasando unos días en Londres, documentándome en el Museo de Historia Natural para una serie de artículos que estaba escribiendo.

Al comprender que Serviss no estaba bromeando, Wells se enderezó en su silla e intentó prestar atención a lo que decía, mientras sentía que el suelo de la taberna oscilaba levemente, como si se encontraran tomando cerveza en una barca que discurría por un riachuelo. ¿Había visto aquel tipo un marciano?

—Si la memoria no me falla, el museo, que como sabes se construyó con el fin de albergar la cada vez más ingente cantidad de fósiles y esqueletos que no cabían en el Museo Británico, acababa de abrir sus puertas —continuó Serviss en tono soñador—. Todo se veía nuevo y estaba expuesto con un didacticismo exquisito, como si realmente quisieran transmitir a los visitantes la idea que se tenía del mundo, de un modo ordenado y entretenido. Consciente de que numerosos exploradores habían arriesgado su vida, o cuanto menos su salud, para que las damas del West End pudieran suspirar sobrecogidas al contemplar una hilera de hormigas marabunta, yo vagabundeaba entre sus salas y arcadas como un paseante agradecido. Desde las urnas me sonreían una profusión de maravillas que prendían en mi interior un poderoso deseo de aventura, un ansia por conocer países remotos que, por fortuna, mi apego por las comodidades de la civilización acababa sofocando. ¿Merecía la pena perderse toda la temporada de teatro para ver a un gibón saltando de una rama a otra? ¿Para qué ir tan lejos cuando otros estaban dispuestos a traerte hasta casa todo el exotismo que encerraba el mundo, soportando lluvias tozudas, heladas imposibles y estrafalarias enfermedades? Me limitaba, pues, a observar el variado contenido de sus vitrinas como un auténtico palurdo del conocimiento. Aunque lo que realmente llamó mi atención no estaba expuesto en ninguna de ellas.

Wells le contemplaba en un respetuoso silencio, sin querer interrumpirle hasta ver dónde acababa aquella historia. También él había sentido algo parecido la primera vez que visitó el museo, por lo que la evocadora crónica de Serviss no le impacientó.

—Al segundo o tercer día empecé a reparar en que, de vez en cuando, el director del museo conducía discretamente a un grupo de visitantes a los subterráneos del edificio. Y he de decirte que en aquellos grupos creí reconocer a algunos científicos importantes, cuando no a algún ministro. Los visitantes eran acompañados siempre por dos agentes de Scotland Yard, además del director del museo. Como te imaginarás, aquellas extrañas y regulares procesiones al sótano despertaron mi curiosidad, así que una tarde abandoné mis asuntos y me atreví a seguirlos. La comitiva recorrió el dédalo de pasadizos que hay en el subsuelo, hasta llegar a una misteriosa puerta que siempre permanecía cerrada. Cuando el grupo se detuvo, el agente de mayor edad, un tipo gordito que lucía un extravagante parche en un ojo, dio una orden al otro, que apenas era un muchacho. Con gesto diligente, este se quitó una llave que llevaba colgada del cuello, abrió la puerta y les invitó a entrar en la sala, para cerrarla tras él. Me bastó con dejar caer algunas preguntas entre los empleados del museo para descubrir que nadie sabía a ciencia cierta lo que había en aquella cámara, apodada la Cámara de las Maravillas. Cuando le pregunté al director qué había allí, su respuesta me desarmó: «Cosas que el mundo jamás sospecharía que existen», me dijo con una sonrisita de suficiencia, y luego me sugirió que siguiera maravillándome con las plantas e insectos de las vitrinas, que había fronteras que no todo el mundo estaba preparado para rebasar. Como comprenderás, su respuesta me indignó, tanto como el hecho de que jamás tuviera el detalle de permitir que me uniera a ninguno de aquellos grupos a los que con tanta regularidad facilitaba el acceso a lo desconocido. Al parecer, yo no era tan importante como esos prohombres de ciencia que merecían una visita guiada. Así que me tragué mi orgullo y me hice a la idea de que volvería a Estados Unidos habiendo conocido del mundo lo que únicamente un puñado de insensibles mandamases quería que supiera. Sin embargo, al contrario que el director del museo, la Providencia debía de considerar importante que yo conociera el contenido de la cámara. Si no, no comprendo por qué me resultó tan fácil entrar en ella.

—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Wells, asombrado.

—Verás, el último día de mi estancia en Londres coincidí en el ascensor con el agente más joven de Scotland Yard, e intenté sonsacarle algo de información sobre lo que había en la cámara que se encargaba de velar. Pero resultó inútil, pues el joven se mostró inexpugnable. Incluso rechazó mi invitación a tomarnos una cerveza en una taberna cercana con la excusa de que él solo tomaba zarzaparrilla. Ya ves, ¿quién toma zarzaparrilla hoy en día? Pero a lo que iba: al bajarnos del ascensor, se despidió de mí educadamente y enfiló por una galería que conducía hacia la salida, ajeno a la mirada de hondo rencor que yo le dedicaba. Entonces, para mi sorpresa, vi que avanzaba con paso vacilante y se detenía en mitad del pasillo, como si de repente no supiera dónde se hallaba, y a continuación se desplomó sobre el suelo, como una marioneta a la que han cortado los hilos. Yo me asusté, como imaginarás, porque pensé que había muerto ante mis ojos, de un ataque fulminante al corazón o cualquier cosa parecida. Acudí al instante, le desabroché el cuello de la camisa con el propósito de comprobar sus constantes vitales y descubrí con un enorme alivio que todavía tenía pulso. Simplemente se había desmayado como una damisela a la que le apretara el corsé. Tenía la cara medio cubierta de sangre, pero me di cuenta de que se debía tan solo al corte que se había hecho en una ceja al caer, y que sangraba profusamente.

—Tal vez sufrió una bajada de tensión. O un golpe de calor —dijo Wells.

—Puede ser, puede ser —dijo distraído Serviss—. Entonces…

—O una bajada de azúcar en la sangre. Aunque yo me inclinaría por…

—¡Qué demonios importa lo que fuera, George! ¡Se desmayó y ya está! —soltó Serviss enfadado, impaciente por continuar con su historia.

—Lo siento, Garrett —dijo Wells, un tanto amedrentado—. Continúa.

—Bien, ¿por dónde iba? —refunfuñó Serviss—. Ah, sí, yo estaba desconcertado. Pero mi desconcierto duró poco, pues de repente, al reparar en que el agente llevaba colgada del cuello una extraña llave dorada, tocada por dos simpáticas alitas de ángel, mudó en algo que se parecía más a la codicia; enseguida comprendí que aquella primorosa llave era la que usaba para abrir la Cámara de las Maravillas.

—¡Y se la robaste! —se escandalizó Wells.

—Bueno…

Serviss se encogió de hombros y se abrió el cuello de la camisa, mostrando una cadenita de la que colgaba la llave que acababa de describir.

—No pude resistirme, George —se disculpó, teatralmente apesadumbrado—. Y no era como robarle los zapatos a un muerto. El agente solo se había desmayado. Des-ma-ya-do.

Wells sacudió la cabeza con desaprobación, un gesto de lo más arriesgado dada la cantidad de alcohol que había ingerido tan alegremente, pues aumentó tanto su mareo que tuvo la sensación de encontrarse subido al caballito de un carrusel. Serviss continuó:

—Así fue como pude entrar en la sala donde ocultan todo aquello que, por diferentes motivos, se ha decidido no mostrar al mundo. Ni te imaginas lo que esconden allí dentro, George. Si vieras su contenido, dejarías de escribir fantasías, te lo aseguro.

Wells lo observó con recelo, recomponiendo su postura en la silla.

—Pero eso es, en el fondo, lo de menos —continuó Serviss—. Lo verdaderamente importante se encontraba en un rincón de la sala. Sobre un pedestal, había una impresionante máquina voladora. —Hizo un alto para sonreír largamente a Wells—. Era una máquina de lo más extraña. Los científicos que habían tenido el privilegio de estudiarla sospechaban que era capaz de volar, deduje de lo que pude leer en los cuadernos y papeles amontonados en una mesa cercana, donde se hallaban registrados todos los pormenores del descubrimiento. Al contrario que el
Albatros
que describe Verne en
Robur el conquistador
, aquel artefacto no disponía de alas ni de hélices. Tampoco iba asida a ningún globo aerostático. Se parecía más bien a un plato.

—¿A un plato? —preguntó Wells, atónito.

El ingenio volador descrito por Verne, erizado de hélices y fabricado en pulpa de papel prensado, que había generado en Estados Unidos una auténtica fiebre de avistamientos de máquinas similares, le había provocado a Wells un escéptico alzamiento de cejas, aunque debía reconocer que probablemente aquella reacción había sido causada más por el rencor que sentía hacia los logros del francés que por la plausibilidad de su invento. Pero… ¿a un plato?

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