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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (6 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Al final de su tercer recorrido, Jed se fijó en una joven que miraba sus fotos con mucha atención. Habría sido difícil no reparar en ella: no sólo era de lejos la mujer más hermosa de la velada, sino que indudablemente era la mujer más bella que había visto nunca. Con su tez muy pálida, casi traslúcida, su pelo de un rubio platino y sus pómulos prominentes, encarnaba perfectamente la imagen de la belleza eslava tal como la habían popularizado las agencias de modelos y las revistas después de la caída de la Unión Soviética.

Cuando dio otra vuelta ella ya no estaba; la divisó otra vez hacia la mitad de su sexto recorrido, sonriente, con una copa de champán en la mano, en medio de un grupito. Los hombres la devoraban con los ojos con una codicia que ni siquiera intentaban disimular; uno de ellos tenía la mandíbula desencajada a medias.

La vez siguiente que volvió a pasar por delante de su fotos ella estaba allí de nuevo, ahora sola. Tuvo un segundo de vacilación y luego se escabulló y fue a plantarse a su vez delante de la imagen, que estudió moviendo la cabeza.

Ella se volvió hacia él, le miró pensativamente unos segundos antes de preguntar:

—¿Es usted el artista?

—Sí.

Ella le miró de nuevo, con más atención, durante cinco segundos como mínimo, antes de decir:

—Me parece muy hermosa.

Lo dijo con sencillez, con calma, pero con una verdadera convicción. Incapaz de encontrar una respuesta adecuada, Jed dirigió la mirada hacia la imagen. Debía reconocer que, en efecto, estaba bastante satisfecho de si mismo. Para la exposición había elegido una parte de mapa Michelin de la Creuse en la que figuraba el pueblo de su abuela. Había utilizado un eje de toma muy inclinado, a treinta grados de la horizontal y regulado la basculación al máximo para obtener una gran profundidad de campo. A continuación había introducido el desenfoque de distancia y el efecto azulado en el horizonte, usando calcos Photoshop. En primer plano aparecían el estanque de Breuil y el pueblo de Châtelus-le-Marcheix. Más allá, las carreteras que serpenteaban en el bosque entre los pueblos de Saint-Goussaud, Lauriére y Jabreilles-les-Bordes parecían un territorio de sueño, mágico e inviolable. Al fondo y a la izquierda de la imagen, como emergiendo de una capa de bruma, se distinguía aún claramente la cinta blanca y roja de la autopista

—¿Fotografía a menudo mapas de carreteras?

—Sí… Sí, bastante a menudo.

—¿Siempre de Michelin?

—Sí.

Ella reflexionó unos segundos antes de preguntarle:

—¿Ha hecho muchas fotos de este tipo?

—Un poco más de ochocientas.

Esta vez ella le clavó la mirada, francamente pasmada, durante al menos veinte segundos antes de continuar:

—Tenemos que hablar de esto. Tenemos que vernos para hablar de esto. Quizá le sorprenda, pero… trabajo en Michelin.

Sacó de un bolso diminuto de Prada una tarjeta de visita que él examinó como un tonto antes de guardársela. Olga Sheremoyova, departamento de comunicación, Michelin Francia.

La llamó a la mañana siguiente; Olga le propuso que cenaran la misma noche.

—No suelo cenar… —objetó él—. Bueno, quiero decir en restaurantes. Creo que no conozco ninguno en París.

—Yo conozco muchos —respondió ella, con firmeza—. Hasta puedo decir… que es un poco mi oficio.

Se encontraron en Chez Anthony et Georges, un restaurante minúsculo de una decena de mesas en la rue d'Arras. Todo lo que había en la sala, tanto la vajilla como el mobiliario, había sido chamarileado en tiendas de antigüedades y formaba una mezcla coqueta y dispareja de muebles copiados del siglo XVIII francés, de baratijas modernistas, de cubertería y porcelana inglesas. Todas las mesas estaban ocupadas por turistas, sobre todo americanos y chinos; había también una mesa de rusos. Olga fue recibida como una dienta habitual por Georges: flaco, calvo y vagamente inquietante, tenía un poco el aspecto de un antiguo maricón de cuero. Anthony, en la cocina, era
bear
[3]
sin exceso; seguramente debía andarse con tiento, pero su carta delataba una verdadera obsesión por el foie-gras. Jed les catalogó como maricas semimodernos, afanosos de evitar los excesos y las faltas de gusto clásicamente asociados con su comunidad, pero que, de todos modos, se soltaban un poco de cuando en cuando; al llegar Olga, Georges le preguntó: «¿Te cojo el abrigo, querida?», insistiendo en «querida» con un tono muy Michou
[4]
. Ella llevaba un abrigo de piel, un detalle curioso para la estación, pero por debajo Jed descubrió una minifalda muy corta y un top sin tirantes de raso blanco, adornados de cristales Swarovski; estaba realmente magnífica.

—¿Qué tal estás, cielo? —Anthony, con un delantal atado a la altura de los riñones, se contoneaba delante de su mesa—. ¿Te gusta el pollo con cangrejo? Nos han traído cangrejos de Limousin, sublimes, absolutamente sublimes. Buenas noches, señor —añadió, dirigiéndose a Jed.

—¿Le gusta? —preguntó Olga a Jed en cuanto Anthony se hubo retirado.

—Yo…, sí. Es típico. Bueno, da la impresión de que es típico, pero no se sabe muy bien de qué. ¿Viene en la guía? —le pareció la pregunta que debía hacer.

—Todavía no. Vamos a incluirlo en la edición del año próximo. Hubo un artículo en
Conde Nast Traveller
y en el
Elle
chino.

Aunque en aquel momento trabajaba en las oficinas parisinas de Michelin, Olga había sido de hecho enviada por el holding Compagnie Financiére Michelin, con sede en Suiza. En un intento de diversificación bastante lógico, la firma había adquirido recientemente participaciones importantes en las cadenas Relais et Châteaux, y sobre todo en
French Touch
, que estaba adquiriendo una gran relevancia desde hacía unos años, aunque mantenía, por razones deontológicas, una independencia estricta con respecto a las redacciones de las diferentes guías. La empresa se había percatado enseguida de que los franceses, en su conjunto, ya no tenían realmente los medios de pagarse unas vacaciones en Francia, y en cualquier caso no, por descontado, en los hoteles que ofrecían estas cadenas. Un cuestionario distribuido el año anterior en los
French Touch
había mostrado que el setenta y cinco por ciento de la clientela podía repartirse entre tres países: China, India y Rusia, y el porcentaje ascendía al noventa por ciento en los «Alojamientos excepcionales», los más prestigiosos de la gama. Habían contratado a Olga para volver a centrar la comunicación con el fin de adaptarla a las expectativas de la nueva clientela.

Ella prosiguió diciendo que el mecenazgo en el arte contemporáneo no formaba en verdad parte de la cultura tradicional de Michelin. La multinacional, domiciliada en Clermont-Ferrand desde el principio, y en cuyo comité de dirección había figurado casi siempre un descendiente de los fundadores, tenía la reputación de ser una empresa más bien conservadora y hasta paternalista. Su proyecto de abrir en París un espacio Michelin consagrado al arte contemporáneo tenía dificultades para ser aceptado por las instancias dirigentes, pese a que se traduciría, Olga estaba convencida, en una importante exaltación de la imagen de la compañía en Rusia y China.

—¿Le aburro? —se interrumpió de repente—. Perdóneme, sólo hablo de negocios, cuando usted es un artista…

—En absoluto —respondió Jed, sinceramente—. En absoluto, estoy fascinado. Mire, ni siquiera he probado el foie-gras…

En efecto, estaba fascinado, pero más bien por sus ojos, por el movimiento de sus labios cuando hablaba; llevaba un pintalabios rosa claro, ligeramente nacarado, que casaba muy bien con sus ojos.

Se miraron entonces sin hablar, durante unos segundos, y a Jed no le cupo duda: la mirada que ella sumergía en la suya era inequívocamente una mirada de
deseo
. Y, por su expresión, ella supo al instante que él lo sabía.

—Total… —prosiguió Olga, un poco violenta—. Total, que para mí es algo inesperado tener un artista que toma como tema de sus obras los mapas Michelin.

—Pues a mí me parecen bellísimos, ¿sabe?

—Ya se ve. Se ve en sus fotos.

Fue, por tanto, facilísimo invitarla a su casa para mostrarle otros negativos. Cuando el taxi enfilaba la avenue des Gobelins, le asaltó, no obstante, un escrúpulo.

—Me temo que el apartamento está un poco desordenado… —dijo.

Obviamente Olga contestó que no tenía importancia, pero al subir la escalera aumentó el malestar de Jed, y al abrir la puerta le lanzó una mirada rápida: ella había torcido un poco la cara.
Desordenado
era un puro eufemismo. Alrededor de la mesa de caballete sobre la que había instalado su cámara Linhof, todo el suelo estaba recubierto de tirajes, a veces varias capas de ellos, había posiblemente miles. Sólo quedaba un paso estrecho entre la mesa y el colchón, posado a ras del suelo. Y el piso no sólo estaba desordenado sino que estaba
sucio
, las sábanas estaban casi marrones y consteladas de manchas orgánicas.

—Sí, es un apartamento de soltero… —dijo Olga, con ligereza, y luego entró en la habitación y se acuclilló para examinar unos positivos, la minifalda se remangó ampliamente hacia arriba de sus muslos, tenía las piernas increíblemente largas y finas, ¿cómo se podía tener las piernas tan largas y finas? Jed nunca había tenido una erección semejante, hasta tal punto que le dolía, temblaba en su sitio y tenía la sensación de que iba a desmayarse.

—Yo… —enunció con un graznido, una voz desconocida. Olga se volvió y advirtió que era algo serio, reconoció de inmediato esa mirada cegada, la mirada de pánico de un hombre que revienta de deseo, dio unos pasos hacia él, le envolvió en su cuerpo voluptuoso y le besó con toda la boca.

IV

De todas formas, más valía ir a casa de ella. Evidentemente era algo totalmente distinto: un apartamento precioso de dos habitaciones en la rue Guynemer, con vistas al jardín de Luxemburgo. Olga era uno de esos rusos atractivos que durante sus años de formación habían aprendido a admirar cierta imagen de Francia —la galantería, la gastronomía, la literatura y demás— y que después se quedan consternados periódicamente porque el país real no corresponde a sus expectativas. Con frecuencia se cree que los rusos han llevado a cabo una gran revolución que les ha permitido desembarazarse del comunismo con la única finalidad de consumir McDonald's y películas de Tom Cruise; es bastante cierto, pero existe también una minoría que desea degustar un Pouilly-Fuissé o visitar la Sainte-Chapelle. Por su nivel de estudios y su cultura general, Olga pertenecía a esta élite. Su padre, biólogo de la Universidad de Moscú, era un especialista en insectos: un lepidóptero siberiano llevaba incluso su nombre. Ni él ni su familia habían aprovechado mucho el gran desmembramiento que se había producido a la caída del imperio; tampoco se habían hundido en la miseria, la universidad donde el padre enseñaba había conservado unos créditos decentes y al cabo de unos años inciertos se habían estabilizado en un estatuto de razonable
clase media
; pero si Olga podía vivir con desahogo en París, alquilar un piso de dos habitaciones en la rue Guynemer y vestir ropa de marca, se lo debía exclusivamente a su sueldo en Michelin.

Desde que se hicieron amantes no tardó en instaurarse un ritmo. Jed salía al mismo tiempo que ella de su apartamento. Mientras ella montaba en su Mini Park Lane para ir al trabajo en la avenue de la Grande-Armée, él tomaba el metro para llegar a su taller en el boulevard de L'Hópital. Volvía por la noche, normalmente un poco antes que ella.

Salían mucho. Dos años después de su llegada a París, a Olga no le había costado nada crearse una red muy densa de relaciones sociales. Su actividad profesional la empujaba a frecuentar a la prensa y los medios de comunicación social, más bien en los sectores, a decir verdad poco
glamourosos
, de la crónica turística y gastronómica. Pero de todos modos una chica tan guapa tendría entrada en cualquier sitio, la admitirían en cualquier círculo. Incluso era sorprendente que cuando había conocido a Jed no hubiera tenido un amante habitual; más asombroso aún era que le hubiese elegido a él. Cierto que era un chico
guapote
, pero de esos bajitos y menudos que no suelen buscar las mujeres; la imagen del bruto viril que
te lleva a la cama
volvía a estar en auge desde hacía unos años, y la verdad era que se trataba de algo más que un simple cambio de moda, era el retorno a los
fundamentos básicos
de la naturaleza, de la atracción sexual en lo que tiene de más elemental y más brutal, así como la época de las modelos anoréxicas había acabado de una vez por todas, y las mujeres de carnes exageradas sólo interesaban ya a algunos africanos y algunos perversos, en todos los campos el tercer milenio en sus comienzos reactivaba, tras diversas oscilaciones cuya amplitud nunca había sido muy grande, la adoración de un arquetipo simple, probado: la belleza expresada en su plenitud en la mujer, el poderío físico en el hombre. Esta situación no favorecía precisamente a Jed. Su carrera de artista tampoco tenía nada de impresionante; ni siquiera era, en verdad, un
artista
, nunca había expuesto, nunca un artículo había explicado su obra ni la importancia que tenía para el mundo, era en esta época más o menos un perfecto desconocido. Sí, la elección de Olga era sorprendente y Jed se habría asombrado si su carácter le hubiera permitido asombrarse de esta clase de cosas o cuando menos notarlas.

Fuera como fuese, en el plazo de unas semanas fue invitado a más inauguraciones, presentaciones para críticos y cócteles literarios de lo que lo había sido durante todos sus años de alumno de Bellas Artes. Asimiló velozmente el comportamiento apropiado. No hacía falta ser obligatoriamente brillante, la mayoría de las veces lo mejor era incluso no abrir la boca, pero era indispensable escuchar al interlocutor, escucharle con gravedad y empatia, reanimando en ocasiones la conversación con un «¿Ah, sí?» destinado a subrayar el interés y la sorpresa, o con un «Desde luego…» teñido de una aprobación comprensiva. Además, la pequeña estatura de Jed le facilitaba adoptar una postura de sumisión muy apreciada, en general, por los gestores culturales, y también, ciertamente, por cualquier individuo. El medio era, en suma, de fácil acceso, como todos, sin duda, y la cortés neutralidad de Jed, su silencio sobre sus propias obras, contribuían en gran medida a serle útiles porque daban la impresión de que se trataba de un artista serio, un artista
que trabajaba con ahínco
. Flotando entre los otros con un desinterés educado, Jed adoptaba un poco sin saberlo la actitud
groove
[5]
que tanto éxito le había dado a Andy Warhol en su tiempo, pero impregnándola de un matiz de seriedad —que de inmediato se interpretaba como una seriedad preocupada, una seriedad
ciudadana
— que cincuenta años más tarde se convertiría en imprescindible. Una noche de noviembre, con motivo de un premio literario, le presentaron incluso al ilustre Frédéric Beigbeder, a la sazón en la cima de su gloria mediática. El escritor y publicista, después de haber prolongado los besos que le dio a Olga (pero de una manera ostentosa, tan teatral que la volvía inocente al dejar tan clara su
intención de juego
), dirigió a Jed una mirada intrigada antes de que le enganchara una actriz porno del famoseo que acababa de publicar un libro de entrevistas con un religioso tibetano. Moviendo la cabeza repetidamente al oír lo que le decía la
ex-hard
, Beigbeder lanzaba miradas a Jed por el rabillo del ojo, como instándole a no perderse entre la concurrencia, cada vez más densa a medida que desaparecían los pastelitos. Muy desmedrado, el autor de
Socorro, perdón
lucía por entonces una barba rala, con el propósito evidente de parecerse a un héroe de novela rusa. Al final abordó a la chica un grandullón un poco fofo y medio gordo, de pelo medio largo y mirada medio inteligente y medio idiota, que parecía ejercer responsabilidades editoriales en Grasset, y Beigbeder pudo zafarse. Olga estaba a unos metros, rodeada de su acostumbrada nube de adoradores masculinos.

BOOK: El mapa y el territorio
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