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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (7 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—¿Yo?, ésta sí que es buena. No soy yo el misterioso, sino todo lo demás: los hechos, la gente... ¿Sabes?, será mejor que no entremos, de momento. Busquemos un sitio donde sentarnos y tratemos de entender las cosas. Ya no sé a qué atenerme y no me gusta.

Lo llevó hasta un sitio donde había varias sillas de jardín esparcidas debajo de un enorme cedro en un rincón del césped y se desplomó en una de ellas. Alec siguió su ejemplo con más precaución. Era un hombre muy grande y se había sentado antes en sillas de jardín.

—Sigue —dijo buscando su pipa—. Estoy extrañamente interesado.

Nada reticente, Roger reanudó su relato.

—Bien, en primer lugar, consideremos el aspecto humano de las cosas. ¿No te ha llamado la atención que haya cuatro personas distintas cuyo comportamiento en las últimas horas haya sido como mínimo notable?

—No —respondió con ingenuidad Alec—. Que yo sepa hay dos. ¿Quiénes son las otras dos?

—Uno es el mayordomo. No pareció impresionarse mucho por la muerte de Stanworth, ¿no crees? Es verdad que uno no espera que un grandullón como ese exhiba muchas emociones, pero sí alguna.

—No parecía muy afectado —admitió Alec.

—Y luego está lo de su empleo en la casa. ¿Por qué iba un ex boxeador a meterse a mayordomo? No sé por qué pero ambas profesiones no terminan de encajar. Y, lo que es lo mismo, ¿por qué iba Stanworth a contratar a un ex boxeador como mayordomo? No es propio de él. Siempre me pareció muy meticuloso en cuestiones de etiqueta. No diría que era exactamente un esnob: era demasiado afable y agradable para eso. Pero le gustaba que lo tomaran por un caballero. Y los caballeros no contratan a ex boxeadores.

—Nunca he oído que lo hagan —concedió cautamente Alec.

—Exacto. Eso es justo lo que quería decir. Alec, esta mañana estás muy agudo.

—Gracias —gruñó Alec encendiendo la pipa—. Aunque al parecer no lo bastante para saber quién es, según tú, el cuarto sospechoso. Continúa.

—Termina de encender la pipa. ¿No te pareció que hubo otra persona que se tomó la noticia de la muerte de Stanworth con notable entereza? Y eso que se lo comunicaron con una frialdad que rozaba lo brutal.

Alec se detuvo antes de aplicar una segunda cerilla a la cazoleta de la pipa.

—¡Dios mío! ¿Te refieres a lady Stanworth?

—Desde luego —dijo complacido Roger.

—Sí que lo noté —observó Alec mirando a su compañero por encima de la pipa—. Pero no creo que esos dos se tuvieran mucho aprecio.

—Tienes razón. Incluso no dudaría en añadir que ella detestaba al viejo Stanworth. Lo noté varias veces estos tres días y me llamó la atención. Ahora... —Se interrumpió y dio dos o tres chupadas a la pipa—. Ahora me llama la atención aún más —concluyó tranquilamente, casi como si hablara para sus adentros.

—Continúa —le animó interesado Alec.

—Bueno, eso hace cuatro: dos cuyo comportamiento no ha sido el que era de esperar dadas las circunstancias, y dos que son lisa y llanamente sospechosos. En todo caso, cuatro personas curiosas. —Alec asintió en silencio. Estaba pensando en una quinta persona cuya conducta esa mañana había sido mucho más que curiosa. Haciendo un esfuerzo la apartó de su pensamiento. De todos modos, Roger no iba a enterarse de eso—. Y ahora llegamos a los hechos, y Dios sabe que también son muy curiosos. En primer lugar, tenemos el lugar de la herida y lo improbable (si no lo hubiésemos visto) de que alguien cometa suicidio disparándose de ese modo tan extraño. De eso no diré nada más de momento. Aunque hay otras cosas de las que me gustaría hablar.

—Tratándose de ti, no me cabe duda —murmuró con irreverencia Alec.

—Espera y verás. Esto es muy serio. Según aseguran, anoche todos se fueron a dormir bastante pronto. La señora Plant, después de encontrarse con Stanworth en el vestíbulo; Bárbara y su madre poco después de que tú volvieras del jardín; y Jefferson y tú después de terminar la partida de billar.

—Exacto —asintió Alec—. En torno a las once y media.

—Pues bien —exclamó triunfante Roger—. ¡Alguien miente! Estuve trabajando en mi cuarto hasta tarde y oí pisadas en el pasillo, no una sino dos o tres veces entre la medianoche y la una..., ¡la última vez cuando estaba a punto de quedarme dormido! Por supuesto, en ese momento no hice mucho caso, pero ahora sé que no me equivoco. Si todos afirman que estaban en sus habitaciones a las once y media (todos excepto Stanworth, que, supuestamente, se había encerrado en la biblioteca), entonces, ¡alguien miente! ¿Qué me dices a eso?

—Dios sabe —respondió perplejo Alec dando vigorosas chupadas a la pipa—. ¿Qué dices tú?

—Aparte de que alguien miente, nada..., todavía. Pero con eso basta de momento. Luego hay otra cosa. ¿Recuerdas dónde estaban las llaves? En un bolsillo del chaleco distinto del que siempre utilizaba. El inspector dijo que debía de haberse equivocado al guardarlas. ¿A ti te parece probable?

—Podría ser. No veo que sea tan raro.

—No, no lo es. Pero sí bastante curioso. Por ejemplo, ¿a ti te ha ocurrido alguna vez?

—¿Que haya metido una cosa en el bolsillo equivocado? Dios mío, sí; cientos de veces.

—No, idiota. No en cualquier bolsillo. En el bolsillo de arriba y no en el de abajo.

Alec lo consideró un instante.

—No lo sé. Es posible.

—Probablemente no. Una vez más, se trata de un error poco natural. Los bolsillos superiores del chaleco apenas se emplean. Es difícil acceder a ellos. Pero piensa esto: si quisieras meter algo en el bolsillo inferior de un chaleco que cuelga de una silla es facilísimo meterlo en el de arriba por equivocación. A mí mismo me ha pasado cientos de veces.

Alec silbó suavemente.

—Ya veo adónde quieres ir a parar. Te refieres a que...

—¡Desde luego! Un chaleco que lleva puesto otra persona entra en la misma categoría que un chaleco que cuelga de una silla. Si consideramos las probabilidades, lo más probable es que alguien distinto de Stanworth metiera las llaves en el bolsillo.

—Pero ¿quién demonios crees que lo hizo? ¿Jefferson?

—¡Jefferson! —repitió Roger con desdén—. ¡Pues claro que no fue Jefferson! Ésa es la clave de todo. Jefferson estaba buscando las llaves, y, como estaban en un bolsillo equivocado y él no lo sabía, no las encontró. Está clarísimo.

—¡Lo siento! —se disculpó Alec.

—En fin, es un auténtico embrollo. ¿No ves que complica aún más las cosas? Ahora tenemos que añadir una misteriosa quinta persona a nuestra lista de sospechosos.

—Entonces, ¿no crees que fuese la señora Plant? —preguntó inseguro Alec.

—Sé que no fue la señora Plant. La encontramos toqueteando las ruedas de la caja; no tenía las llaves, y, aunque las hubiera tenido, no pudo volver a dejarlas en su sitio. No, tenemos que buscar en otra parte. Veamos, ¿cuándo se quedó vacía la biblioteca? —Hizo una pausa para reflexionar—. Jefferson estuvo allí solo mientras yo estaba en el comedor (dicho sea de paso, me gustaría saber por qué se desmayó la señora Plant, pero para eso tendremos que esperar a que abran la caja); sin embargo, no encontró las llaves. Luego ambos salimos al jardín. Después me encontré contigo y sorprendimos a la señora Plant casi inmediatamente después. ¿Cuánto tiempo pasé con Jefferson? No más de unos diez minutos. Así que las llaves debieron de cogerlas en esos diez minutos antes de que la señora Plant entrara en la biblioteca (después no hubo ocasión, recordarás que nos quedamos vigilándola hasta que llegó la policía). O bien fue entonces o... —Dudó y guardó silencio.

—¿Y bien? —preguntó Alec con curiosidad—. ¿O cuándo?

—¡No tiene importancia! En fin, todo esto da que pensar, ¿no te parece?

—Sí, desde luego —concedió Alec aspirando el humo de la pipa.

—¡Ah!, y luego hay una cosa más que tal vez carezca de importancia. Había un ligero arañazo en la muñeca derecha de Stanworth.

—¡Los rosales! —replicó Alec enseguida—. Siempre estaba toqueteándolos.

—Sí —replicó dubitativo Roger—, a mí también se me ocurrió esa posibilidad. Pero por alguna razón no creo que fuese un rasguño de una rosa. Para empezar era más ancho, no una línea fina y profunda como hacen las espinas de las rosas. De todos modos no tiene mayor importancia, probablemente no tenga nada que ver. En fin, eso es todo. Bueno..., ¿qué conclusiones sacas tú?

—Si quieres mi modesta opinión —respondió cautamente Alec tras una pequeña pausa—, creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena. En otras palabras, concedes demasiada importancia a nimiedades. Después de todo, si se piensa bien, no hay nada tan raro en ninguna de las cosas que has dicho. Y nunca se sabe, es posible que haya una explicación totalmente inocente tanto para la conducta de Jefferson como para la de la señora Plant.

Roger fumó meditabundo uno o dos minutos.

—Es posible, desde luego —dijo por fin—, de hecho, espero que la haya. En cuanto a lo demás, estoy de acuerdo contigo en que son sólo granos de arena en sí mismos, pero no olvides que, si amontonas suficientes granos de arena uno encima del otro, llegas a formar una montaña. Y eso es lo que creo que ocurre aquí. Por separado esos hechos no son nada, pero juntos resultan muy extraños.

Alec se encogió de hombros.

—La curiosidad mató al gato —observó con agudeza.

—Es posible —rió Roger—. Pero no soy ningún gato y me va muy bien así. En todo caso estoy decidido. Pienso seguir husmeando por ahí y comprobaré si hay algo más que averiguar. Me caía bien el viejo Stanworth y mientras tenga la impresión de que hay una mínima posibilidad de que lo hayan... —Se contuvo de pronto—. De que las cosas no son como debieran —prosiguió tras una breve pausa—. En fin, estoy decidido a investigarlo. Lo que necesito saber es ¿estás dispuesto a ayudarme?

Alec miró en silencio a su amigo un minuto o dos con la mano cerrada en torno a la pipa.

—Sí —anunció por fin—, pero con una condición. Que, descubras lo que descubras, no darás ningún paso de importancia sin decírmelo. Verás, no estoy muy seguro de que estemos obrando como es debido y quiero...

—Puedes estar tranquilo —sonrió Roger—, si nos metemos en esto lo haremos juntos y no sólo no haré nada sin decírtelo, sino tampoco sin tu consentimiento. Me parece justo.

—¿Y me tendrás al tanto de lo que vayas averiguando? —preguntó con suspicacia Alec—. ¿No te guardarás nada en la manga, como hacía Holmes con el bueno de Watson?

—¡Pues claro que no, muchacho! De hecho, no creo que pudiera hacerlo aunque quisiera. Necesito alguien en quien confiar.

—Serás un pésimo detective, Roger —dijo Alec con una sonrisa—. Hablas demasiado. Los mejores detectives son tipos de rasgos marcados y labios sellados que pululan por ahí sin decir nada a nadie.

—Eso es en las novelas. Te apuesto lo que quieras a que en la vida real no son así. Seguro que se lo cuentan todo a sus ayudantes. Es una gran ayuda. Holmes habría desperdiciado muchas oportunidades si no hubiese podido hablar con Watson. En primer lugar, el mero hecho de hablar ayuda a aclarar las ideas y sugiere otras nuevas.

—Pues tus ideas deben de estar clarísimas —dijo groseramente Alec.

—Y además —prosiguió imperturbable Roger—. Te apostaría cualquier cosa a que Watson le era de gran ayuda a Holmes.

»Esas ridículas teorías del pobre hombre, que Holmes ridiculizaba de forma tan implacable (ojalá Watson hubiese podido acertar al menos una vez, se habría puesto tan contento...), no me sorprendería que sirvieran para sugerirle la idea correcta a Holmes una y otra vez; aunque por supuesto él nunca lo habría reconocido. De todos modos, la moraleja es que digas todo lo que tengas que decir y yo haré lo mismo. Y, si no logramos averiguar algo entre los dos, puedes llamarme burro. ¡Y yo a ti, Alexander!

7. El jarrón que desapareció

—Muy bien, Sherlock —dijo Alec—. Y ¿por dónde empezamos?

—Por la biblioteca —replicó sin dudarlo Roger, y se puso en pie.

Alec siguió su ejemplo y ambos volvieron la vista hacia la casa.

—¿Qué esperas encontrar? —preguntó el último con curiosidad.

—Que me ahorquen si lo sé —confesó Roger—. De hecho, no puedo decir que espere encontrar nada. Tengo esperanzas, pero no en una dirección concreta.

—Un poco vago, ¿no crees?

—Bastante. Eso es lo más interesante. Lo único que podemos hacer es tratar de husmear un poco y averiguar alguna cosa, por nimia que parezca, que dé la impresión de salirse de lo normal. Lo más probable es que no signifique nada, e incluso si lo hace, lo más probable sigue siendo que no podamos verlo. Pero, como te he dicho, siempre hay esperanza.

—Pero ¿qué debemos buscar? ¿Algo relacionado con las personas de las que hablabas, o simplemente..., cualquier cosa?

—¡Cualquier cosa! Todo y nada, y confiar en que tengamos suerte. Ahora pisa con cuidado en la gravilla. No queremos que nadie sepa que estamos fisgoneando por aquí.

Anduvieron con cuidado por el sendero y entraron en la biblioteca. Estaba vacía, pero la puerta que daba al vestíbulo se encontraba ligeramente entreabierta. Roger cruzó la habitación y la cerró. Luego miró con cuidado en torno a él.

—¿Por dónde empezamos nuestras investigaciones? —preguntó interesado Alec.

—Bueno —dijo muy despacio Roger—, sólo trato de hacerme una idea general. Ésta es la primera vez que hemos podido echar un vistazo con calma.

—¿Qué clase de idea?

Roger se quedó pensando.

—Es difícil formularlo exactamente con palabras; pero tengo bastante memoria. Me refiero a que soy capaz de mirar un objeto o un lugar y retener la imagen en la memoria bastante tiempo. Me he entrenado para hacerlo. Resulta muy útil a la hora de recopilar ideas para describir paisajes y cosas así. Podríamos llamarlo memoria fotográfica. En fin, se me había ocurrido que, de haberse producido algún cambio importante en la habitación, si hubiesen alterado la posición de la caja, por ejemplo, o algo parecido..., lo más probable es que me diera cuenta.

—¿Y crees que eso puede sernos de ayuda?

—No tengo ni la menor idea. Pero no tiene nada de malo intentarlo, ¿no crees?

Avanzó hasta el centro de la habitación y giró muy despacio, dejando que la imagen fluyera hasta su cerebro. Después de dar la vuelta completa, se sentó en el borde de la mesa y cerró los ojos.

Alec lo observó interesado.

—¿Ha habido suerte? —preguntó tras un par de minutos de silencio.

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