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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (27 page)

BOOK: El mundo perdido
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En el temprano amanecer, nuestro campamento se puso en movimiento y una hora más tarde avanzamos en nuestra memorable expedición. A menudo había pensado en mis sueños que viviría para ser corresponsal de guerra. Pero ni en el más disparatado de ellos podría haber concebido la naturaleza de la campaña de la que me tocaría en suerte informar. He aquí mi primer despacho desde un campo de batalla.

Nuestro número había sido reforzado durante la noche por un nuevo contingente de indígenas de las cuevas, y cuando comenzó nuestro avance deberíamos tener una fuerza de cuatrocientos o quinientos hombres. Se envió por delante un abanico de exploradores y tras ellos toda la fuerza en una sólida columna que avanzó por la larga pendiente del monte bajo, hasta que estuvimos cerca de la línea de la floresta. Aquí se desplegaron en una larga y dispersa línea de lanceros y de arqueros. Roxton y Summerlee tomaron posición en el flanco derecho, mientras Challenger y yo ocupamos el izquierdo. Estábamos acompañando a la batalla a una hueste de la Edad de Piedra... nosotros, con la última palabra en el arte de la fusilería que se expone en St. James Street y en el Strand.

No tuvimos que esperar largo tiempo a nuestro enemigo. Un clamor agudo y salvaje surgió de las márgenes del bosque y súbitamente se lanzó fuera del mismo un cuerpo de monos–hombres armados de garrotes y piedras que avanzó hacia el centro de la línea de los indios. Era una maniobra valiente pero alocada, porque los grandes brutos de piernas torcidas caminaban lentamente, mientras sus oponentes eran ágiles como gatos. Era horrible ver a las fieras bestias de bocas espumajeantes y ojos feroces y fogosos abalanzándose y tratando de hacer presa, pero errando siempre a sus elusivos enemigos, mientras las flechas se clavaban una tras otra en su piel. Un enorme fulano pasó a mi lado aullando de dolor, con una docena de dardos atravesándole el pecho y las costillas. Por compasión le metí una bala en el cráneo y cayó de bruces al suelo entre los aloes. Pero éste fue el único disparo, porque el ataque había tenido lugar sobre el centro de la línea y los indios no habían necesitado de nuestra ayuda para repelerlo. Creo que ninguno de los monos–hombres que habían salido al descubierto pudo volver a refugiarse entre los árboles.

Pero la cuestión se puso más mortífera cuando llegamos al bosque. Durante una hora o más desde que entramos en él, hubo una lucha desesperada en la cual, por un tiempo, apenas pudimos sostenernos. Saltando de entre los arbustos, los monos–hombres irrumpían entre los indios, armados con sus enormes garrotes. A menudo caían tres o cuatro de éstos antes de que aquéllos pudieran ser atravesados a lanzadas.

Uno de éstos hizo astillas el rifle de Summerlee y el próximo le habría aplastado la cabeza si un indio no le hubiese atravesado el corazón a la bestia. Otros monos–hombres, desde los árboles, nos lanzaban piedras y trozos de leños, descolgándose a veces entre nuestras filas y peleando furiosamente hasta que eran derribados. En una ocasión nuestros aliados quedaron quebrantados ante la presión, y de no haber sido por la mortandad efectuada por nuestros rifles hubieran puesto pies en polvorosa. Pero fueron gallardamente reagrupados por su viejo jefe y avanzaron con tal ímpetu que los monos–hombres comenzaron a retroceder a su vez. Summerlee estaba desarmado, pero yo vaciaba mi cargador con toda la rapidez de que era capaz y en el flanco opuesto oíamos el estampido continuo de los rifles de nuestros compañeros. Entonces, en un instante, sobrevino el pánico y el colapso.

Gritando y aullando, las grandes bestias huyeron en todas direcciones a través de la maleza, mientras nuestros aliados, dando alaridos de salvaje placer, perseguían velozmente a sus enemigos desbandados. Todas las contiendas de innumerables generaciones, todos los odios y crueldades de su mezquina historia, todo un pasado de maltrato y persecución, iban a purgarse aquel día. Al fin, el hombre iba a confirmar su supremacía y el hombre–bestia iba a hallar para siempre el lugar que le estaba asignado. En cualquier dirección que intentasen huir, los fugitivos eran demasiado lentos para escapar de los ágiles indígenas; en todos los rincones de los enmarañados bosques se oían los alaridos de júbilo, la vibración de los arcos y el crujido de ramas seguido de un golpe sordo cuando los monos–hombres eran derribados de sus escondrijos en los árboles.

Yo iba siguiendo a los demás cuando me encontré con lord John y Summerlee, que habían cruzado hacia nuestro lado para reunirse con nosotros.

—Esto se acabó —dijo lord John—. Creo que podemos dejarles a ellos la operación de limpieza. Quizá cuanto menos veamos mejor dormiremos esta noche.

Los ojos de Challenger brillaban con la lujuria de la matanza.

—Hemos tenido el privilegio —exclamó pavoneándose como un gallo de pelea— de asistir a una de las típicas batallas decisivas de la historia... Las batallas que han decidido el destino del mundo. ¿Qué significa, amigos míos, la conquista de una nación por otra? Carece de sentido. El resultado es el mismo, cualquiera sea el triunfador. Pero aquellas feroces luchas, cuando en el amanecer de los tiempos los habitantes de las cavernas hacían frente a la raza de los tigres, o cuando los elefantes hallaron por primera vez un amo, ésas fueron las verdaderas conquistas... las victorias que cuentan. En virtud de este extraño giro del destino hemos visto y hemos ayudado a decidir una contienda semejante. Desde ahora, en esta meseta, el futuro pertenecerá siempre al hombre.

Hacía falta una robusta fe en los fines para justificar medios tan trágicos. A medida que avanzábamos juntos por los bosques, encontrábamos a los monos–hombres yaciendo en apretados montones, traspasados de flechas o lanzas. Aquí y allá, un pequeño grupo de indios destrozados señalaba el lugar en que un mono–hombre, al verse acorralado, había vendido cara su vida. Siempre por delante de nosotros seguían oyéndose los alaridos y gruñidos que señalaban la dirección del acoso. Los monos hombres habían sido empujados hasta su ciudad, y allí habían organizado su última resistencia; pero nuevamente habían sido quebrantados y nosotros llegamos a tiempo para ver la escena final, la más espantosa de todas. Unos ochenta o cien machos, los últimos supervivientes, habían sido obligados a retroceder hasta el mismo pequeño claro que conducía al borde del farallón, el escenario de nuestra propia hazaña de dos días antes. Cuando nosotros llegábamos, los indios, formando un semicírculo de lanceros, cargaban sobre ellos y en un minuto todo había concluido. Treinta o cuarenta murieron ahí mismo, donde estaban. Los otros, aullando y dando zarpazos, fueron arrojados al precipicio, donde quedaron ensartados, como desde antiguo sucedía con sus prisioneros, en las agudas cañas de bambú que se alzaban seiscientos pies más abajo. Ocurrió como Challenger había anticipado, y el reino del hombre quedó asegurado en la Tierra de Maple White. Los machos fueron exterminados, la Ciudad de los Monos destruida, las hembras y sus crías conducidas afuera para vivir en la esclavitud. Así halló su sangriento final una rivalidad que había durado incontables centurias.

Para nosotros, la victoria significó muchas ventajas. Una vez más pudimos volver a nuestro campamento y recoger nuestros pertrechos. Y otra vez pudimos comunicarnos con Zambo, que había quedado aterrorizado ante el espectáculo, visto desde lejos, de una avalancha de monos que caía desde el borde del farallón.

—¡Váyanse de allí, Massas, váyanse de allí! —gritaba, con los ojos que se le saltaban de las órbitas—. El diablo se los llevará seguro si se quedan allí.

—¡Es la voz del sentido común! —dijo Summerlee con convicción—. Hemos tenido ya suficientes aventuras que en absoluto resultan convenientes para nuestra posición ni para nuestras personas. Le tomo la palabra, Challenger. De ahora en adelante deberá consagrar su energía a sacarnos de este horrible país y a llevarnos de nuevo a la civilización.

15. Nuestros ojos han visto grandes maravillas

Escribo esto día a día, pero confío en que antes de terminar lo que corresponde a hoy, estaré en condiciones de afirmar que la luz brilla, por fin, traspasando nuestras nubes. Seguimos retenidos aquí, sin tener medios definidos para organizar nuestro escape, y eso nos irrita amargamente. No obstante, puedo imaginar fácilmente que puede llegar el día en que nos alegremos de haber quedado retenidos aquí contra nuestra voluntad, para ver algo más de las maravillas de este curioso lugar, y de los seres que lo habitan.

La victoria de los indios y la aniquilación de los monos-hombres señaló el giro decisivo de nuestra suerte. De allí en adelante, éramos verdaderamente los amos de la meseta, porque los indígenas nos contemplaban con una mezcla de temor y gratitud, ya que por medio de nuestros extraños poderes los habíamos ayudado a destruir a sus enemigos hereditarios. Quizá se habrían alegrado, por su propio bien, de ver marcharse a unas gentes tan formidables e incomprensibles, pero por su parte no había surgido ninguna sugestión sobre el camino que deberíamos seguir para alcanzar las llanuras de abajo. Hasta donde pudimos interpretar sus señales, hubo un túnel por el cual era posible alcanzar el lugar, y cuya salida inferior habíamos visto desde abajo. Por allí, sin duda, tanto los monos–hombres como los indios habían alcanzado la cima en épocas diferentes, y Maple White y su compañero también debieron utilizar el mismo camino. Pero el año anterior, sin embargo, había sobrevenido un terrible terremoto, desplomándose la parte superior del túnel hasta desaparecer por completo. Ahora, los indios sólo movían la cabeza y se encogían de hombros cuando nosotros tratábamos de explicarles por señas nuestro deseo de descender. Esto puede significar que no pueden ayudarnos, pero también que no quieren hacerlo.

Al final de la victoriosa campaña, los supervivientes de la tribu de los monos fueron conducidos a través de la meseta (sus gemidos eran horribles) e instalados cerca de las cuevas de los indios, donde serían, de allí en adelante, una raza servil vigilada por sus amos. Fue una versión ruda, tosca y primitiva del éxodo de los judíos en Babilonia o de los israelitas en Egipto. Por la noche podíamos escuchar entre los árboles su aullido prolongado y desgarrador, como si algún primitivo Ezequiel se lamentase por la grandeza caída y recordara las pasadas glorias de la Ciudad de los Monos. Desde entonces sólo fueron acopladores de leña y transportadores de agua.

Volvimos con nuestros aliados cruzando la meseta dos días después de la batalla e instalamos nuestro campamento a los pies de sus riscos. Ellos hubiesen querido que compartiéramos sus cuevas, pero lord John no quiso consentirlo por nada del mundo, considerando que de ese modo nos poníamos en sus manos si tenían intención de traicionarnos. Por lo tanto preservamos nuestra independencia, y si bien manteníamos con ellos las más amistosas relaciones, teníamos siempre listas nuestras armas para cualquier emergencia. Asimismo continuábamos visitando asiduamente las cuevas, que eran lugares notabilísimos, aunque nunca pudimos determinar si eran obras del hombre o de la Naturaleza. Todas ellas estaban en un solo estrato, horadadas en una especie de roca blanda que se extendía entre el basalto volcánico que formaba los riscos rojizos de la parte superior y el duro granito de su base.

Sus bocas se hallaban a unos ochenta pies por encima del suelo, y se las alcanzaba por largas escaleras de piedra, tan estrechas y empinadas que ningún animal de grandes dimensiones podía subir por ellas. En el interior, eran cálidas y secas, y estaban recorridas por pasajes rectos de variada longitud labrados en la ladera de la colina. Tenían paredes lisas y grises, decoradas con muchas pinturas excelentes hechas con palos carbonizados y que representaban a diversos animales de la meseta. Si todas las cosas vivientes fueran barridas de la comarca, el futuro explorador hallaría en estas paredes una amplia evidencia de la extraña fauna: dinosaurios, iguanodontes y peces lagartos, que habían poblado la tierra en tiempos tan recientes.

Desde que supimos que los enormes iguanodontes eran conducidos por sus propietarios como si fuesen rebaños domesticados, y que eran sencillamente unos depósitos ambulantes de carne, habíamos supuesto que el hombre, incluso con sus armas primitivas, había establecido su superioridad en la meseta. Pronto íbamos a descubrir que no era así y que aún se hallaba allí por mera tolerancia. Al tercer día de haber instalado nuestro campamento cerca de las cuevas de los indios ocurrió la tragedia. Aquel día Challenger y Summerlee habían salido juntos en dirección al lago, donde algunos de los indígenas, bajo su dirección, estaban dedicados a arponear ejemplares de los grandes lagartos. Lord John y yo habíamos permanecido en nuestro campamento, en tanto una cantidad de indios esparcidos por la herbosa cuesta que se extendía frente a las cuevas se dedicaban a diversos menesteres. De improviso se oyó un agudo grito de alarma, con la palabra «Stoa» resonando en un centenar de voces. Hombres, mujeres y niños corrieron desde todos lados buscando refugio, trepando como hormigas por las escaleras y entrando en las cuevas en loca estampida.

Mirando hacia arriba vimos que agitaban los brazos desde las rocas y nos hacían señas para que nos reuniésemos con ellos en su refugio. Ambos habíamos empuñado nuestros rifles de repetición y salimos corriendo para ver qué clase de peligro podía ser. Súbitamente irrumpió del cinturón de árboles cercano un grupo de quince o veinte indios que corría para salvar la vida. Pisándoles los talones, aparecieron dos de aquellos espantables monstruos que habían perturbado nuestro campamento y me habían perseguido durante mi excursión solitaria. Por su forma parecían horribles sapos y se movían en sucesivos saltos; pero sus medidas eran increíblemente voluminosas, mayores que las del elefante más enorme. Nunca los habíamos visto, salvo de noche, y en realidad eran animales nocturnos, excepto cuando eran molestados en sus guaridas, como había sucedido esta vez. Quedamos estupefactos al verlos, porque sus pieles manchadas y verrugosas tenían una iridiscencia curiosa, semejante a la de los peces, ylos rayos del sol se reflejaban en ellos con fluorescencias de arco iris en continua variación cuando se movían.

De todos modos, poco tiempo tuvimos para observarlos, porque en un instante alcanzaron a los fugitivos y consumaron entre ellos una horrible carnicería. Su método era caer por turno y con todo su peso sobre un indígena tras otro, dejándolos aplastados y despedazados. Los acosados indios lanzaban alaridos de terror, pero aunque corrían todo lo que podían se hallaban indefensos ante la inexorable determinación y la horrible agilidad de aquellos seres monstruosos. Caían uno tras otro, y no quedaría más de media docena de supervivientes cuando mi compañero y yo acudimos en su ayuda. Ésta de poco les sirvió, y sólo condujo a que nos viéramos envueltos en el mismo peligro. Desde una distancia de un par de centenares de yardas vaciamos nuestros cargadores, disparando una bala tras otra sobre las bestias, pero sin que les hiciera un efecto mayor que si los hubiésemos apedreado con bolitas de papel. Su naturaleza de reptiles era de reacciones lentas, sin que las heridas pareciesen afectarlos; y como sus conexiones vitales no estaban comunicadas con un centro cerebral único sino diseminadas a través de sus médulas espinales, no eran vulnerados por ninguna de las armas modernas. Lo más que pudimos hacer fue contener su avance distrayendo su atención con el relampagueo y el estruendo de nuestros rifles y así dar tiempo a los indígenas y a nosotros mismos para llegar a las escaleras que nos llevaban a la salvación. Pero donde las balas cónicas explosivas del siglo XX no fueron de ninguna utilidad, triunfaron las flechas envenenadas de los indígenas, impregnadas en el jugo del
strophantus
y maceradas luego en carroña podrida. Estas flechas no eran de mucha utilidad para el cazador que atacaba a las bestias, porque su acción era lenta en aquella circulación apática, y antes de que sus poderes se debilitaran, ya habían alcanzado y derribado a su asaltante. Pero ahora, mientras los dos monstruos nos daban caza al pie mismo de la escalera, una nube de flechas llegó silbando desde todas las aberturas del farallón que nos dominaba. En un minuto quedaron como emplumados por las flechas, y sin embargo no daban señales de dolor mientras seguían tratando de morder y aferrar los peldaños que los podían conducir hacia sus víctimas, con rabia impotente. Ascendían pesadamente unas pocas yardas y volvían a deslizarse hasta el suelo. Pero por fin el veneno surtió efecto. Uno de ellos lanzó un gemido profundo y sordo, dejando caer a tierra su enorme cabeza achatada. El otro daba saltos en círculos excéntricos, prorrumpiendo en gritos agudos y gemebundos, para luego desplomarse entre retorcimientos de agonía que duraron algunos minutos, antes de quedar tieso e inmóvil. Lanzando alaridos de triunfo, los indios bajaron atropelladamente de sus cuevas y bailaron una frenética danza de victoria en torno a los cadáveres; un júbilo demencial los dominaba al ver que otros dos ejemplares de sus enemigos más peligrosos habían sido abatidos. Aquella noche despedazaron y trasladaron los cuerpos, no para comerlos —el veneno estaba aún activo— sino para alejar la propagación de alguna peste. Sin embargo, los grandes corazones de los reptiles, cada uno tan grande como un almohadón, quedaron allí, latiendo con ritmo lento y regular, en suaves contracciones y dilataciones, conservando una horrible vida independiente. Al tercer día sus ganglios dejaron de funcionar y aquellos espantosos músculos quedaron inmóviles.

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