Read El mundo perdido Online

Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (28 page)

BOOK: El mundo perdido
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Algún día, cuando disponga de un escritorio mejor que una lata de conservas y de instrumentos más útiles que un trozo de lápiz gastado y un último y estropeado cuaderno, escribiré un relato más amplio sobre los indios accala: nuestra vida entre ellos y las fugaces visiones que tuvimos acerca de las extrañas condiciones de la pasmosa Tierra de Maple White. La memoria, por lo menos, nunca me fallará, porque mientras me quede un aliento de vida, cada hora y cada acción de esta época permanecerá grabada tan firme y clara como los primeros acontecimientos extraños de nuestra niñez. Ninguna impresión nueva puede borrar a las que han quedado tan profundamente impresas. Cuando llegue el momento describiré aquella pasmosa noche de luna sobre el gran lago, cuando un joven ictiosaurio —una extraña criatura, mitad foca, mitad pez, con ojos cubiertos de hueso a ambos lados del hocico y un tercer ojo fijado arriba de su cabeza— quedó atrapado en una red de los indios y estuvo a punto de volcar nuestra canoa antes de que pudiésemos hacerla encallar en la costa. Fue la misma noche en que una verde serpiente de agua atacó desde un cañaveral y se llevó preso entre sus anillos al timonel de la canoa de Challenger. Hablaré también del ser nocturno, grande y blanco —hasta hoy no sé si era un reptil o una fiera— que vivía en una ciénaga detestable al este del lago y que se deslizaba en la oscuridad con una tenue luminosidad fosforescente. Aquello aterrorizaba de tal manera a los indios que no querían acercarse al lugar y, a pesar de que emprendimos dos expediciones y lo vimos en ambas, no pudimos abrirnos camino entre los profundos marjales en que vivía. Sólo puedo decir que era más grande que una vaca y que exhalaba un extrañísimo olor a almizcle. Me referiré también al enorme pájaro que dio caza a Challenger cierto día, hasta que éste tuvo que buscar el refugio de las rocas... Era un gran pájaro corredor, mucho más alto que un avestruz, con cuello parecido al de un buitre y una cabeza de aspecto cruel, que lo asemejaba a una muerte ambulante. Al trepar Challenger para salvarse, un picotazo de aquel pico curvado y feroz le arrancó el tacón de la bota como si hubiese sido cortado con un cincel. En esta ocasión, al menos, prevalecieron las armas modernas y el corpulento animal (doce pies de cabeza a las patas) —y que se llamaba
phororachus
, según nuestro jadeante pero alborozado profesor— cayó ante el rifle de lord John entre un revuelo de plumas agitadas y pataleos, con dos implacables ojos amarillos echando fuego en el medio de todo eso. Espero vivir para ver aquel cráneo chato y depravado en su correspondiente nicho entre los trofeos del Albany. Y por fin daré algunas informaciones, sin duda, sobre el toxodón, el gigantesco cochinillo de indias, de diez pies de largo y dientes salientes en forma de cincel, al que matamos cuando estaba bebiendo junto al lago, en una mañana gris.

De todas estas cosas escribiré algún día con mayor extensión, y entre aquellos días agitados, trataré de esbozar con ternura los intervalos de paz: aquellos atardeceres veraniegos tan bellos, con el profundo cielo azul sobre nuestras cabezas mientras permanecíamos tendidos en buena camaradería entre las altas hierbas del linde del bosque y nos sorprendíamos ante las extrañas aves que pasaban ante nosotros o los rarísimos animales desconocidos que salían reptando de sus madrigueras para observarnos, mientras las ramas de los arbustos se doblaban bajo el peso de frutos deliciosos, que pendían sobre nuestras cabezas. A nuestros pies, bellas y extrañas flores parecían espiarnos por entre las hierbas. O recordaré aquellas largas noches de luna que pasamos sobre la centelleante superficie del gran lago, observando con asombro y pavor los enormes círculos que ondulaban ante la súbita zambullida de algún fantástico monstruo. O el resplandor verdoso, allá en el fondo de las aguas profundas, de algún ser desconocido que salía de los confines de la oscuridad. Tales son las escenas que mi mente y mi pluma tratarán en todos sus detalles cuando llegue el día.

Pero, me preguntará usted, ¿por qué todas esas experiencias y por qué esa demora cuando usted y sus camaradas deberían estar ocupados día y noche haciendo proyectos para hallar los medios que les permitiesen retornar al mundo exterior? Mi respuesta es que todos nosotros trabajábamos con ese fin, pero que nuestra labor había sido en vano. Muy pronto descubrimos un hecho: los indios no harían nada para ayudarnos. En cualquier otro sentido eran nuestros amigos —casi podríamos decir nuestros esclavos devotos—, pero cuando se les sugería que podían ayudarnos a transportar una tablazón que nos sirviera de puente para cruzar el abismo, o cuando deseábamos pedirles tiras de cuero o lianas para tejer cuerdas que nos pudieran servir, chocábamos con un amable pero invencible rechazo. Sonreían, pestañeaban, sacudían sus cabezas, y nada más. Hasta el viejo jefe oponía idéntica negativa, y sólo Maretas, el joven al que habíamos salvado, nos miraba con ansiedad y trataba de explicarnos mediante gestos cuánto le afligía ver que nuestros deseos eran frustrados. Desde su completo triunfo sobre los monos–hombres, nos contemplaban como a seres sobrehumanos, que llevaban la victoria en los tubos de armas desconocidas, y creían que mientras permaneciésemos con ellos los acompañaría la buena suerte. Nos ofrecieron a cada uno de nosotros una mujercita cobriza como esposa y una cueva propia, siempre que olvidásemos a nuestro pueblo y nos quedáramos a vivir para siempre en la meseta. Siempre se habían mostrado amables, por más opuestos que fueran a nuestros deseos, pero comprendimos con claridad que deberíamos mantener en secreto nuestros planes de descenso, porque teníamos razones para temer que al fin ellos tratarían de retenernos por la fuerza.

A pesar del peligro de los dinosaurios (que no es grande salvo durante la noche, porque corno he dicho antes son de hábitos nocturnos), he vuelto dos veces durante las últimas tres semanas a nuestro antiguo campamento, con el propósito de ver a nuestro negro, que sigue montando guardia al pie del farallón. Mis ojos escrutaron con ansiedad la gran llanura, con la esperanza de divisar a lo lejos la ayuda que habíamos solicitado. Pero los extensos llanos sembrados de cactos se dilataban en la lejanía vacíos y desnudos, tras la distante línea de los cañaverales de bambúes.

—Vendrán pronto, ahora, Massa Malone. Antes de que pase otra semana el indio vendrá y traerá cuerda y los haremos bajar.

Éstas eran las animadas exclamaciones de nuestro excelente Zambo.

Tuve una extraña experiencia al volver de esta segunda visita, en la que me vi envuelto como consecuencia de haber pasado una noche lejos de mis compañeros. Regresaba por la bien conocida senda y había alcanzado un lugar que distaba alrededor de una milla de la ciénaga de los pterodáctilos, cuando vi que se me acercaba un extraordinario objeto. Era un hombre que caminaba dentro de una armazón hecha de bambúes doblados de manera que lo encerraban por todas partes en una jaula en forma de campana. Al acercarme mi asombro fue aún mayor al ver que era lord John Roxton. Cuando me vio se deslizó fuera de su curiosa capa protectora y vino hacia mí riéndose, si bien me pareció advertir cierta confusión en su actitud.

—Bueno, compañerito, ¿quién iba a pensar que lo iba a encontrar por estas alturas? —dijo.

—¿Qué demonios está haciendo? —pregunté.

—Visitando a mis amigos, los pterodáctilos —dijo.

—¿Y para qué?

—Son unas bestias muy interesantes, ¿no cree? Pero muy poco sociables. Tienen modales muy rudos y desagradables con los extraños, como recordará. Por eso aparejé esta armazón que les impide ser demasiado importunos en sus atenciones.

—Pero, ¿qué busca usted en la ciénaga?

Me miró con ojos muy escuadriñadores y pude leer en su rostro cierta vacilación.

—¿No piensa usted que hay otras personas, además de los profesores, que quieren saber cosas? —dijo por último—. Yo estoy estudiando a estas preciosidades. Esto debe ser suficiente para usted.

—No quise ofenderle —dije.

Recobró su buen humor y se rió.

—Yo tampoco, compañerito. Voy a capturar un polluelo de estos endemoniados pajarracos para dárselo a Challenger. Ése es uno de mis empeños. No, no quiero que me acompañe. Yo estoy a salvo en esta jaula, pero usted no tiene protección. Hasta luego. Estaré de regreso en el campamento al caer la noche.

Se alejó y le vi seguir su paseo por el bosque metido en su extraordinaria jaula.

Si la conducta de lord John era extraña en ese momento, todavía más lo era la de Challenger. Debo señalar que ejercía, al parecer, una extraordinaria fascinación sobre las mujeres indias y por eso iba siempre provisto de una ancha rama de palmera desplegada, con la cual las espantaba como si fueran moscas cuando sus atenciones se volvían demasiado apremiantes. Verlo pasearse como un sultán de ópera cómica, con aquella insignia de autoridad en la mano, sus negras barbas erizadas ante él, las puntas de sus pies apoyándose a cada paso, llevando detrás un cortejo de muchachas indias asombradas (con su atavío sumario de breves taparrabos de tejido de corteza), era uno de los espectáculos más grotescos que llevaré en mi memoria al regresar. En cuanto a Summerlee, estaba absorto en la vida de los insectos y los pájaros de la meseta, y dedicaba todo su tiempo (salvo la considerable porción que consagraba a insultar a Challenger porque no nos sacaba de nuestras dificultades) a disecar y montar sus ejemplares.

Challenger había tomado la costumbre de marcharse solo todas las mañanas, regresando de tiempo en tiempo con miradas de portentosa solemnidad, como quien carga sobre sus espaldas todo el peso de una gran empresa. Un día, con su rama de palmera en la mano, y su séquito de fieles adoradoras detrás de él, nos condujo a su oculto taller y nos reveló el secreto de sus planes.

El lugar era un pequeño calvero en el centro de un bosquecillo de palmeras. En él había uno de esos géiseres de barro hirviente que ya he descrito. Alrededor de su borde había esparcida una cantidad de tiras cortadas de la piel del iguanodonte, y una gran membrana aplastada que probó ser el estómago, seco y raspado, de uno de los grandes peces–lagartos del lago. Esta enorme bolsa había sido cosida en uno de sus extremos y sólo un pequeño orificio había quedado en el otro. En esta abertura habían sido introducidas algunas cañas de bambú y el otro extremó de estas cañas estaba en contacto con unas tuberías cónicas de arcilla que recolectaban el gas que burbujeaba elevando el barro del géiser. Muy pronto el fláccido órgano comenzó a expandirse lentamente y mostró tal tendencia a actuar con movimientos ascendentes que Challenger tensó las cuerdas que lo sujetaban a los troncos de los árboles circundantes. En media hora, se había formado un globo de gas de buen tamaño y los tirones y tensiones ejercidos sobre las correas demostraban que era capaz de una notable capacidad ascensional. Challenger, como un padre orgulloso en presencia de su primogénita, permanecía sonriendo y mesando su barba en silencio, satisfecho de sí mismo mientras contemplaba la creación de su cerebro. Summerlee fue el primero que rompió el silencio:

—No pretenderá que subamos a esa cosa, ¿verdad, Challenger? —dijo con tono áspero.

—Pretendo, mi querido Summerlee, hacerle una demostración tal de su potencia, que después de verla usted querrá, estoy seguro, confiarse a él sin ninguna vacilación.

—Quítese eso de la cabeza ahora mismo —dijo Summerlee con decisión—. Por nada del mundo cometería semejante desatino. Lord John, confio en que usted no apoyará semejante locura.

—Pues yo diría que es algo endemoniadamente ingenioso —dijo nuestro par
[29]
— y me gustaría ver cómo funciona.

—Pues entonces lo verá —dijo Challenger—. Durante varios días he empeñado toda la fuerza de mi cerebro en el problema de cómo descender por estos acantilados. Ya nos hemos convencido de que no podemos descender por los farallones y de que no hay túnel. Tampoco podemos construir ninguna clase de puente que nos permita volver al pináculo desde el cual cruzamos hasta aquí. ¿Cómo hallar, pues, otro medio que convenga a nuestros fines? Hace poco tiempo señalé a nuestro joven amigo aquí presente que el géiser desprendía hidrógeno libre. A esto siguió, naturalmente, la idea de un globo. Debo admitir que me desconcertó un poco la dificultad de encontrar un recipiente para encerrar el gas, pero la contemplación de las inmensas entrañas de estos reptiles me suministró la solución del problema. ¡He aquí el resultado!

Metió una mano en la delantera de su raída chaqueta y con la otra apuntó orgullosamente hacia el globo.

Ya aquel saco de gas se había inflado hasta llegar a una redondez muy considerable y tironeaba fuertemente de sus amarras.

—¡Locura de verano! —resopló Summerlee.

A lord John le encantaba totalmente la idea.

—El viejo es inteligente, ¿no? —me susurró, y luego elevó la voz en dirección a Challenger—: ¿Tendrá barquilla?

—La barquilla será mi próxima ocupación. Ya he proyectado cómo fabricarla y de qué modo irá sujeta. Mientras tanto me limitaré a mostrarles que mi aparato es muy capaz de soportar el peso de cada uno de ustedes.

—De todos nosotros, supongo.

—No; es parte de mi plan que cada uno descienda por turno como en un paracaídas. El globo será traído de regreso por medios que no tendré dificultad en perfeccionar. Si puede soportar el peso de uno solo y hacerlo descender suavemente, habrá dado de sí todo lo que se le requería. Ahora voy a demostrarles su capacidad para esos fines.

Sacó un trozo de basalto de considerable tamaño, labrado en el centro de tal manera que resultase fácil atarle una cuerda. Esta cuerda era la que habíamos traído nosotros a la meseta después de usarla para escalar el pináculo. Tenía más de un centenar de pies de largo, y aunque era delgada poseía mucha resistencia. Había preparado una especie de collar de cuero del que colgaban muchas tiras. Este collar fue colocado en la cúpula del balón y las correas colgantes se unieron por debajo, de modo que la presión de cualquier carga pudiera repartirse sobre una amplia superficie. Luego sujetó el trozo de basalto a las correas y dejó que la cuerda colgase de uno de sus extremos. El profesor la envolvió en su brazo dándole tres vueltas.

—Ahora —dijo Challenger con una sonrisa de placer anticipado—, demostraré el poder de arrastre ascensional de mi globo.

Al decir esto, cortó con un cuchillo las varias amarras que lo sujetaban.

Nunca había estado nuestra expedición en peligro más inminente de una completa aniquilación. La membrana inflada se disparó hacia arriba con terrorífica velocidad. Al instante Challenger perdió pie y fue arrastrado por los aires. Yo tuve el tiempo justo para abrazarle por la cintura cuando ascendía y también fui arrebatado por los aires. Lord John me cogió por las piernas con la presión de la ballesta de una trampa de ratones, pero sentí que también él perdía contacto con el suelo. Tuve por un momento la visión de cuatro aventureros flotando como una ristra de salchichas por encima de la tierra que habían explorado. Afortunadamente, empero, había límites en la tensión que la cuerda podía resistir, aunque no los había, en apariencia, para la fuerza ascensional de aquella infernal maquinaria. Hubo un fuerte chasquido y caímos en montón al suelo, con las espirales de la cuerda arrollándose por encima de nosotros. Cuando fuimos capaces de ponernos de pie, tambaleantes, vimos en el profundo cielo azul, muy lejos, una mancha oscura. Era la piedra basáltica, que se perdía en el horizonte a gran velocidad.

BOOK: El mundo perdido
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Face of Death by Kelly Hashway
SVH04-Power Play by Francine Pascal
Unmasked by Natasha Walker
Savage Texas: The Stampeders by Johnstone, William W., Johnstone, J.A.
B0041VYHGW EBOK by Bordwell, David, Thompson, Kristin
Starling by Fiona Paul
Children of War by Martin Walker