El nazi perfecto (16 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Las SA entraban en una nueva era. Vaciar salas de reunión y las manifestaciones pendencieras no eran lo bastante sangrientas. Dejaron de utilizar patas de silla y botellas y optaron por las pistolas y los cuchillos. A medida que se intensificaba la escalada de violencia, un Sturm berlinés adquirió la reputación más salvaje de todas: el Sturm 33 de Charlottenburg, el de Bruno. Tenían en vilo a la prensa, eran un sinónimo de la violencia nazi en su grado más brutal y menos contrito. Creada con los restos del antiguo batallón de Bruno en el Frontbann, el Sturm 33 tenía su base en el norte de Charlottenburg, justo al lado de un baluarte comunista en una zona llamada «Kleine Wedding» (Pequeño Wedding). Las calles circundantes eran un escenario de reyertas.
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Aunque era evidente su actitud de extrema derecha, el Sturm 33 se consideraba el verdadero representante de la angustia del proletariado, y en su propaganda se describían como un regimiento desafiantemente plebeyo. Operaba en los «barrios obreros de la Charlottenburg vieja, no en la Kurfürstendamm» (es decir, la elegante zona de compras, el equivalente del Bond Street londinense).
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Para Bruno, el vecindario local era un simple microcosmos de la más amplia lucha nacional. El logro del que estaban más orgullosos era haber «expulsado a todos los judíos» y recuperado el territorio para «los hermanos alemanes, conquistados por el mensaje del Tercer Reich
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». Bruno libraba una guerra racial, no sólo de clase, tanto contra la supuesta traición étnica como contra una ideología opuesta. Entre sus enemigos declarados figuraban no sólo los «rojos» de la extrema izquierda, sino incluso miembros de la respetable burguesía, es decir, «cualquier berlinés de clase media culpable de hacer la vista gorda ante las necesidades de su Volksgenossen [compañeros de raza], con su actitud de Estoy bien, amigo; o cuya cobardía permitía que el marxismo obtuviera un espacio callejero; o cuya vergonzosa ausencia de instinto racial no reconocía el peligro que representaban los judíos».
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El Sturm 33 estaba liderado por uno de los más carismáticos oficiales de las SA, Friedrich Eugen Hahn (Fritz para sus colegas), un viejo amigo de Bruno y un mentor temprano. En 1936, Bruno describía su relación con Hahn en una declaración jurada para las SA: «Conozco al Standartenführer [líder de regimiento] Hahn desde 1924, del tiempo que estuvimos juntos en el Frontbann de Charlottenburg. He sido miembro del Sturm de Charlottenburg hasta el día de hoy, con una breve interrupción.» Le habían pedido que hablara a favor de Hahn después de que una «camarilla de las SA hubiera iniciado una campaña de cuchicheos contra el jefe del batallón Hahn». Bruno intervino en su defensa: «El Standartenführer Hahn ha sido siempre un camarada íntegro durante los doce años que le he conocido y ha observado en todo momento una magnífica e intachable conducta militar.»

La educación de Hahn era prácticamente idéntica a la de Bruno: hijo de un comandante del ejército, había pertenecido a una serie de organizaciones nacionalistas cuasi militares antes de que su camino se cruzara con el de Bruno en el Frontbann de Charlottenburg. A los veintiún años, cuando trabajaba como empleado de banca, le nombraron jefe del nuevo Sturm 33 de las SA. Apodado «roter Hahn» (Hahn el rojo; un retruécano con su nombre, que también significa «gallo», es decir «gallo rojo»), porque era pelirrojo, estaba prendado de todo lo castrense. Jefe de las SA de Berlín (y más tarde jefe de las SS berlinesas), Kurt Daluege dijo de él que era «su mejor oficial y el que más tiempo había servido». Sin embargo, a finales de 1931, Hahn se vio obligado a abandonar el Sturm 33. Había asesinado a un comunista y huyó a Holanda.
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Le sustituyó como jefe del Sturm 33 otro contemporáneo de Bruno de la época del Frontbann, el Sturmführer Hans Maikowski, que continuó la tarea de su antecesor ampliando e intensificando su campaña de terror, lo que dio aún más triste fama al batallón de Bruno. El jueves 3 de febrero de 1931, el periódico izquierdista
Die Welt am Abend
(Mundo vespertino) exclamaba: «
¡Morder-Eldorado in Charlottenburg!
[¡Charlottenburg, El Dorado del asesinato!] […] La cuenta de unas pocas semanas de derramamiento de sangre fascista: dos muertos, doce heridos, ¡gracias a la columna de la muerte de Hahn!» El batallón reimprimió orgullosamente este titular en su literatura de reclutamiento
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. Sus atrocidades se volvieron tan frecuentes que un periodista, Gabriele Tergit, que escribía en el
Weltbühne
(Escenario mundial), no tuvo más remedio que levantar las manos y declarar: «Lo sabemos, es el Sturm 33 […] es el terror. Pero ningún periódico se toma ya la molestia de seguir informando; ni siquiera la policía piensa que sea noticia. Nos hemos acostumbrado hasta tal punto a esta guerra urbana que ya no la vemos.»

La sangre vertida por el Sturm 33 ofrecía un cuadro aterrador de lo inhóspitas que se habían vuelto las callejuelas de Berlín. En noviembre de 1930, veinte de sus hombres que estaban en un baile de Charlottenburg, el Eden-Palast, vieron a unos miembros de un grupo comunista rival, los «Falke» (halcón); estalló una trifulca, sonaron disparos y tres comunistas quedaron malheridos.

Descubrí que el incidente en el Eden-Palast provocó uno de los episodios más extraordinarios de la historia prenazi berlinesa. Había estado comentando el historial de Bruno en el Sturm 33 con uno de mis primos alemanes, que era abogado. Aguzó el oído al oír el nombre del batallón y me preguntó si había oído hablar de un hombre llamado Hans Litten. Yo no le conocía y él me explicó quién era Litten: un abogado de la era de Weimar cuyo nombre se conmemora en un premio jurídico humanitario otorgado por el colegio de letrados alemán hasta la fecha. Su historia era asombrosa. Arriesgando la vida, Litten no sólo había intentado procesar a los camaradas de Bruno acusados de los homicidios del Eden-Palast, sino —aún más increíble— al propio Adolf Hitler, a quien acusaba de haber ordenado la agresión de las SA.
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Hans Litten, abogado judío de izquierdas, que aún no había cumplido treinta años, estaba convencido de que la atrocidad del Eden-Palast demostraba que Hitler era un hombre violento que planeaba derribar al Estado por la fuerza. Litten asombró a Alemania al citar a Hitler para que compareciera ante el tribunal y se defendiese de la acusación de ser el responsable de una campaña de intimidación y asesinatos. En mayo de 1931, Litten finalmente se salió con la suya en el juicio en que miembros del Sturm 33 de las SA ocuparon el banquillo, acusados de intento de asesinato. El plato fuerte, sin embargo, fue el interrogatorio a que el abogado sometió a Hitler. Grupos de SA y seguidores del partido acudieron al juicio para interrumpir a la figura encorvada del joven abogado judío y ver a su adorado líder. Entonces, pregunté a mi primo, ¿crees que Bruno fue uno de los que abucheaban en la sala del juzgado? Él se limitó a reír; la idea de que mi abuelo se hubiera perdido el mayor escándalo nazi del año era ridícula. ¿Cómo iba a perdérselo el militante hijo de un inspector judicial, cuando sus propios camaradas de las SA ocupaban el banquillo?

Litten empezó rebatiendo la afirmación de Hitler de que sus compañeros nazis habían renunciado a la violencia en sus planes de conquistar el poder. Recurrió al tópico del partido: «Sus SA eran simplemente “guardaespaldas” con la misión de proteger a “un movimiento puramente espiritual”.» El interrogatorio duró varias horas
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. Aunque Litten dio en el blanco en sus ofensivas retóricas, respaldado por el testimonio de infiltrados en el Sturm 33, no logró condenar a Hitler por perjurio. Pero el juicio había sido suficiente. Por lo que a Litten respectaba, Hitler, el futuro estadista, había sido desenmascarado ante los focos de la publicidad nacional como un mentiroso maniobrero y un matón violento. El Sturm 33 fue también expuesto ante el mundo como la verdadera faz de la doctrina nazi. Fue la última vez que Hitler tuvo que dar cuentas de este modo. Pocos meses después estaba en el poder y ningún ataque similar volvió a ser posible.

El nombre de Litten quizá haya caído en el olvido, pero sus acciones en aquella semana de 1931 suponen la crítica más devastadora y clarividente de los métodos nazis y de las mentiras que los sostenían proferidas en la Alemania de Weimar. La valentía de Litten en el juicio y la audacia de su incisivo interrogatorio descompusieron visiblemente a Hitler y revelaron al mundo lo que eran realmente las SA de Bruno. Litten, sin embargo, pagaría caro el hecho de haber acusado públicamente al Führer. En cuanto llegó al poder, mandó que le detuviesen y le enviaran a Dachau. Litten soportó cinco años de sufrimiento en el campo de concentración, objetivo desde el momento de su llegada de especiales malos tratos, y se suicidó en 1938.

El juicio, por sensacional que hubiese sido, sólo constituyó una desviación temporal y sirvió de poco para frenar el crescendo de violencia del Sturm 33. El primero de enero de 1931, un mes después de las muertes en el Eden-Palast, el batallón tendió una emboscada a tres hombres, miembros del Reichsbanner (la organización paramilitar del SPD), que fueron apuñalados repetidamente con cuchillos de cocina. Dos de las víctimas sufrieron tales heridas que tardaron meses en recuperarse; el tercero quedó inválido para el resto de su vida.

El Sturm 33 perpetró su primer asesinato a finales de enero de 1931. Cuatro comunistas estaban bebiendo en el mostrador del Zur Altstadt, el Sturmlokal de las SA de Bruno; un compañero de éste les reconoció y dio la alarma. Minutos después, uno de los cuatro, que trató de huir por la puerta trasera, yacía en el suelo desangrándose. Otro, Max Schirmer, estaba tan malherido que nunca volvió a caminar bien. El 1 de febrero de 1931, el comunista de veintitrés años Otto Grüneberg recibió un disparo en el corazón y murió en otra reyerta tabernaria a altas horas de la noche.

El Sturm 33 encabezaba la lista de episodios sangrientos y fue denunciado por el periódico socialdemócrata
Vorwärts
(Adelante) por su «terrorífico y sanguinario ojo por ojo» (
«fürchterliche Blutbilanz»
) en las calles de Berlín. El batallón SA de Maikowski se deleitaba en su fama asesina y gozaba de la aclamación nazi que les granjeó. Incorporaron su sobrenombre de tabloide,
Mördersturm
, en su canción de desfile: «
Wir sind die Nazi-Leute vom Mördersturm Charlottenburg
!» (¡Somos los chicos nazis del escuadrón de la muerte de Charlottenburg!). Los periódicos comunistas berlineses hervían de indignación: «Por lo que cuentan todos, es evidente que un escuadrón de la muerte nazi, plenamente movilizado, actúa alrededor de la Hebbelstrasse.»

Goebbels exultaba: aquello confirmaba su táctica de provocación e intimidación incesantes. Publicó una justificación eufórica:
«Tempo! Tempo
! ¡Es el lema de nuestra obra! No puede haber cuartel en este frenesí cegador de la lucha entre el bien y el mal.» El prestigio del Sturm 33 como la unidad más eficaz de las tropas de asalto se convirtió en una abreviatura para todas las SA. Los periódicos citaban una carta que les habían filtrado, escrita por un SA a su jefe: «Eh, ya ve la popularidad que ha conseguido el Sturm 33 […] Sé que hace todos los esfuerzos posibles por “hacer un
Maikowski
” o, todavía mejor, por dar un paso más, ¡ésa es la manera de impresionar a la gente!»

Los comunistas respondieron con la misma moneda. La violencia la ejercían los dos bandos, como Bruno descubrió por sí mismo el 6 de marzo de 1932. Por suerte para él, sus agresores no iban armados con cuchillos ni revólveres, sólo con palos gruesos. Hacer alarde de su camisa parda y de su gorra forrada de azul resultó ser peligroso. En una declaración jurada (
Eidesstattliche Erklärung
), que rellenaban enorgullecidos todos los nazis que habían estado en el extremo receptivo de la violencia física, narraba lo que le había ocurrido:

Volvía del cementerio de la Seestrasse, donde había ido a visitar la tumba de mi madre [que había fallecido el año anterior] y quería hacer una visita a mis parientes en el apartamento 2 de la Antonstrasse. Cuando salí, una hora después, me atacaron en la entrada. Testigos presenciales informaron de que tres hombres armados con porras entraron en el edificio en el que yo acababa de entrar y como no encontraron nada mirando por las ventanas del patio, habían esperado en la puerta. Parece que los agresores no son del vecindario. Por eso sospecho que llevaban siguiéndome algún tiempo. Llevaba una gorra azul y un cinturón de Sturm.

A la pregunta «
Wer hat den Unfall verschuldet
?» (¿Quién fue el causante de las heridas?), sólo había una respuesta que dar: «
Die mich überfallenden Kommunisten
» (Mis atacantes eran comunistas).

Tuvo suerte: salió del percance con algunas contusiones fuertes, desgarraduras y un tímpano reventado, y le ordenaron guardar diez días de reposo en la cama, pero seguía vivo. Las entradas, patios, escaleras y callejones de Berlín se habían vuelto lugares potencialmente inseguros. Ni que decir tiene que a Bruno y a sus camaradas de las SA no les exigían que rellenasen documentos dando cuenta de todos los actos violentos que ellos cometían.

Las SA tenían un arma nueva para ayudarles en la lucha,
Der Angriff
(El Ataque) de Goebbels, primero un semanario y más tarde un diario de Berlín. Servía de megáfono para todas las salvajadas y los altercados que presidían la vida de la capital. Cada algarada de las SA se convertía en una noticia épica, mientras que cada titular alentaba a una mayor violencia. Todos los artículos de Goebbels seguían una misma pauta: hombres rectos de las SA que se dedicaban a sus asuntos sufrían emboscadas de comunistas despreciables y cobardes, sin nada más que sus puños y su fe en el Führer para sostenerles, antes de pelear hasta una victoria tras otra, respetando la ley y el orden de Alemania para salvar al país de la plaga de la izquierda. Una y otra vez las SA aparecían como la primera línea de la decencia civilizada que contenía la marea roja. Todo formaba parte de una gran mentira que reiteradamente representaba a los SA como las víctimas de atentados y de la violencia, y nunca sus provocadores. Había muchos alemanes situados en los márgenes que estaban dispuestos a creérselo.

Goebbels lo reforzó con una serie de mártires SA, en un eco deliberado del culto a los «caídos» de la Primera Guerra Mundial, y evocando adrede el carácter sagrado de la camaradería en las trincheras. Renacía el espíritu de Jünger, no en el frente de Flandes, sino en las calles y en los bares de Berlín
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. Goebbels no se avergonzaba de su modo de actuar; ninguna hipérbole le parecía demasiado empalagosa.
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Adornaba sus descripciones del vandalismo de las SA con simbolismos wagnerianos. Mezclando el sentimiento cristiano con la nostalgia de la Primera Guerra Mundial, transformaba a las tropas de asalto nazis en héroes arios que combatían contra una «infrahumanidad judío-bolchevique». Cualquiera que cayera víctima de una bala comunista era objeto de canonización nazi.

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