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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (8 page)

BOOK: El oro de Esparta
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Remi no titubeó.

—Hemos llegado hasta aquí. Sería una pena dejar el misterio sin resolver.

—Esa es la mujer que amo —dijo Sam.

—¿Qué, temeraria e insensata?

—No, valiente y resuelta.

Remi cantó por lo bajo:

—You say potayto, I say potahto.

—Venga. Vamos, de vuelta al trabajo.

Sam escupió en las gafas de buceo, las sumergió en el agua y luego se las puso en la cabeza. Remi estaba en la orilla, con los brazos en jarras y la preocupación grabada en su rostro.

—Solo voy a echar una ojeada —le aseguró él—. Ahorraré el aire por si tenemos que entrar. No ocurrirá, pero si se mueve en mi dirección mientras estoy abajo, no tienes más que tirar de las palancas de los cabrestantes hasta que vuelva a su posición. Si no aparezco, digamos, dentro de cuatro a seis horas, puedes comenzar a preocuparte.

—¡Anda ya!

—Vigila el fuerte. Ahora mismo vuelvo.

Sam encendió la linterna, respiró hondo y se sumergió. Con la mano izquierda extendida fuera de la superficie, aleteó para bajar.

Casi de inmediato, el agua llena de algas tomó un color verde oscuro y la visibilidad se redujo a medio metro. Los sedimentos y restos de plantas acuáticas se movían en el rayo de luz, y Sam tuvo la sensación de que estaba atrapado dentro de una de aquellas bolas de cristal que, al darles la vuelta, imitan una nevada.

Su mano tocó algo sólido: el casco. Continuó nadando y dejó que su mano siguiese la curva del casco hasta que por fin el fondo apareció en la luz. La quilla estaba montada sobre un montón de troncos sumergidos, en un equilibrio precario pero lo bastante estable para que Sam estuviera seguro de que el submarino no le caería encima. Sintió que los pulmones le dolían hasta casa arderle, así que volvió a la superficie.

—¿Todo en orden? —le preguntó Remi en cuanto él recuperó el aliento.

—Sí. Buena noticia. Está más o menos en posición vertical. Bien, probaré de nuevo.

Se sumergió, y esa vez calculó el diámetro del casco mientras pasaba a su lado. Al llegar a la quilla, fue hacia popa. Más o menos por la mitad encontró un soporte que sobresalía del casco y seguía su perfil. Por un momento lo que veía no se registró en su cerebro. Lo había visto antes... en una fotografía de su anterior investigación. Cuando la respuesta le vino a la cabeza, Sam sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago.

El soporte de un torpedo.

Dejó de aletear y movió la luz a lo largo del fondo, y esta vez lo vio con nuevos ojos. ¿Era uno de esos, en apariencia, inocentes troncos hundidos algo completamente distinto?

Continuó nadando hacia popa hasta que la luz de la linterna le mostró el extremo ahusado del submarino, donde sobresalía el timón de profundidad. Cuando llegó a la altura del mismo, se dio la vuelta y subió siguiendo el perfil del casco hasta que la última pieza del rompecabezas apareció a la vista. En lo que se podía considerar como la cubierta había un tubo de unos treinta centímetros de alto y cuyo diámetro era aproximadamente la anchura de los hombros de Sam.

La escotilla de entrada.

Sam emergió a la superficie y nadó hasta la orilla, donde Remi lo ayudó a salir. Se quitó las aletas y las gafas, tras lo cual se tomó un momento para poner en orden sus pensamientos.

—¿Bien? —preguntó ella.

—Hay una carpeta en una de las bolsas. ¿Puedes cogerla?

Remi se la llevó, sin demora. Sam buscó entre los papeles durante un par de minutos, después sacó una de las hojas y se la pasó a Remi.

—Molch —leyó ella—. ¿Se puede saber...?

Su voz se apagó mientras continuaba leyendo.

—Molch significa «salamandra» —dijo Sam—. Era un tipo de minisubmarino fabricado por la Alemania nazi en 1944.

Construido para la Kriegsmarine por A. G. Weser, una empresa de Bremen, el Molch era un ingenio del doctor Heinrich Drager. Con una eslora de doce metros, un metro de la cubierta a la quilla, y dos metros de manga, estaba diseñado para llevar a un tripulante y dos torpedos G7e en las lanzaderas colocadas a babor y estribor hasta una profundidad de cuarenta metros y hasta una distancia de cincuenta millas náuticas a una velocidad máxima sumergido de tres nudos, poco más de un paso normal.

Como arma ofensiva, el Molch, como la mayoría de los minisubmarinos alemanes, tuvo muy poco éxito: era difícil de gobernar, casi imposible de sumergir, y de un radio de acción tan limitado que requería naves auxiliares de apoyo y para el despliegue.

—¿Estás seguro, Sam? —preguntó Remi.

—Lo estoy. Todo encaja.

—¿Cómo demonios acabó aquí?

—Eso es lo que no encaja. Según lo que he leído, estos sumergibles solo entraron en acción en Holanda, Dinamarca, Noruega y el Mediterráneo. No hay ningún registro de que los Molch fuesen desplegados tan al oeste.

—¿Cuántos fabricaron?

—Casi cuatrocientos, y la mayoría de ellos se perdieron, hundidos o desaparecidos. Eran trampas mortales, Remi. Solo los locos se ofrecían voluntarios para servir en un minisubmarino.

—Dijiste que llevaban un único tripulante. ¿No creerás...?

—No lo sabremos hasta que entre.

—Y aquella otra preciosa palabra que utilizaste: torpedo...

—Eso es lo peliagudo. Mi idea es que fue empujado hasta aquí río arriba por más de sesenta años de tormentas. Es probable que los torpedos, si es que llevaba alguno, se desprendieran hace tiempo.

—Bueno, es un consuelo —dijo Remi—. Salvo para el desafortunado pescador que algún día pille uno.

—Tendremos que decírselo a alguien; a los guardacostas o a la marina. Cómo solucionarán el problema, no tengo ni idea.

—Vamos por partes.

—Correcto. Paso uno: asegurarse de que no está colocado sobre un par de torpedos de sesenta años de antigüedad.

9

Sam utilizó una de las botellas de aire para inspeccionar el fondo debajo del Molch de proa a popa, y tocó con suavidad cada tronco con la punta de su cuchillo rogando para no oír un sonido metálico como respuesta. Tuvieron suerte; solo oyó el suave golpe de la madera podrida.

Dada la apariencia de los troncos que estaban más arriba, muchos de los cuales aún mostraban restos de corteza, Sam sospechó que el Molch había llegado hasta allí recientemente, empujado por la tormenta fuera del canal principal y hasta esa cala. Si era así, los torpedos estarían perdidos en alguna parte del canal principal del Pocomoke, entre allí y la bahía, unas veinte millas al sur.

Una teoría sólida, pero, al fin y al cabo, una teoría, se recordó Sam.

Acabó la exploración del fondo, y luego pasó a la siguiente tarea. Aunque no había visto ningún daño externo en el casco del Molch, eso no significaba que no estuviese inundado, y en ese caso, se les habría acabado la suerte. Pequeño si se lo comparaba con sus hermanos mayores, el Molch no era ninguna pluma, porque pesaba once toneladas. Si a eso añadía el volumen de agua que podía haber en su interior, ese minisubmarino sería como el Titanio para las cuerdas y los cabrestantes que ellos tenían.

Sam se movió desde la popa hacia la proa, y fue golpeando el casco cada pocos centímetros con los nudillos, atento al eco. Sonaba a hueco. Diablos, ¿podrían tener tanta suerte?

Volvió a la superficie y subió a la orilla.

—Buenas y malas noticias —dijo Sam—. ¿Qué quieres primero?

—Las buenas.

—Estoy seguro en un noventa por ciento de que los torpedos no están allí y de que no está inundado.

—¿Y las malas?

—Solo estoy seguro en un noventa por ciento de que los torpedos no están allí.

Remi lo pensó durante un momento y después comentó:

—Bueno, si estás equivocado, al menos nos iremos juntos, y con gran estruendo.

Sam dedicó la hora siguiente a colocar los cabos en el submarino, comprobó y volvió a comprobar la ubicación, los ángulos y los puntos de anclaje a los tres cabrestantes, que habían distribuido en abanico a lo largo de la orilla, cada uno atado a la base de un árbol. Sam había enganchado los otros extremos en la proa del Molch, alrededor de la escotilla de entrada y en el eje de la hélice.

En dos ocasiones, durante los preparativos, oyeron el ruido de un motor, y cada vez se arrastraron por la hierba hasta su punto de observación que daba al río. La primera vez resultaron ser un padre y su hijo que pescaban carpas. La segunda, cinco minutos más tarde, eran Caracortada y su tripulación, que iban río arriba hacia Snow Hill. Como antes, se detuvieron en la entrada de cada cala de la orilla opuesta. Caracortada iba al timón, mientras uno de los otros, arrodillado en la proa, observaba con los prismáticos. Al cabo de diez minutos desaparecieron por un recodo. Sam y Remi esperaron otros cinco minutos para asegurarse de que se habían ido de verdad, y después volvieron al trabajo.

Incluso con el sumergible lleno de aire, moverlo requeriría utilizar la cantidad precisa de fuerza, aplicada de la manera correcta. Sam realizó los cálculos en su libreta, teniendo en cuenta los vectores de fuerza y las variables de flotación, hasta que estuvieron seguros de que lo conseguirían.

—Lo sabremos en cuanto se deslice de los troncos —dijo Sam—. Si se hunde, se acabó. Abrir la escotilla lo inundará. Si flota, la aventura continúa.

Repasaron el plan una vez más y luego ocuparon sus posiciones; Sam en el cabrestante del centro, Remi en el de popa.

—¿Preparada? —preguntó Sam.

—Preparada.

—En cuanto veas que se aparta de los troncos, comienza a mover la palanca. —Lo haré.

Sam empezó a mover su palanca poco a poco, más o menos cada segundo, oyendo el zumbido del cable por la tensión y el crujir del acero. Treinta segundos y cuarenta movimientos de palanca más tarde oyeron un suave crujido desde el agua y después, como si se moviese en cámara lenta, el periscopio del Molch comenzó a girar hacia ellos.

Se oyó otro sonido apagado, y Sam se imaginó cómo se partían los troncos debajo de la quilla. Sintió un débil temblor bajo sus pies, después el cabo se aflojó.

—Venga, Remi, lo más rápido que puedas.

Juntos comenzaron a mover las palancas. Pasados diez segundos, el cabo de Sam se volvió a tensar. Corrió hacia el cabrestante de proa y movió la palanca hasta que el cabo tembló con la tensión. Sam miró a Remi y vio vibrar el cabo.

—¡Vale, para!

Remi se quedó inmóvil.

—Comienza a caminar hacia atrás, túmbate boca abajo y espera hasta que yo te dé la señal.

Si cualquiera de los cabos se cortaba por la tensión, el trallazo tendría una fuerza letal.

Sam caminó hacia delante, con una mano apenas apoyada en el cabo para notar la tensión. Llegó al borde de la cala y miró hacia abajo.

—Cuánto amo la física —susurró Sam.

El Molch estaba apoyado en la ribera en un ángulo de treinta grados, con el periscopio entre las ramas de los árboles y la escotilla de entrada asomando por encima del agua.

Remi apareció a su lado.

—Hala —susurró.

—«Hala» es muy apropiado.

Añadieron un segundo cabo al que estaba amarrado a la escotilla, y después soltaron poco a poco los cabos de popa y de proa, los recogieron y los volvieron a atar en los troncos más cercanos a la orilla. Sam se apoyó en uno para mantener el equilibrio, y subió con cuidado a la cubierta del Molch. Se oyó un crujido, se movió un poco y se hundió unos centímetros, pero aguantó.

—¿Quieres hacer los honores? —preguntó Sam, y señaló la escotilla.

—Claro.

—Ten.

Sam le arrojó el martillo y ella lo cogió al vuelo, después subió a cubierta y se arrodilló junto a la escotilla. Le dio un buen golpe a cada una de las palancas, dejó el martillo a un lado e intentó moverlas. No se movieron. Repitió el proceso tres veces antes de que las palancas comenzasen a girar con un sonoro chirrido.

Remi respiró hondo, miró a Sam con los ojos muy abiertos y levantó la escotilla. De inmediato, arrugó la nariz y echó la cabeza hacia atrás.

—Dios, es horrible.

—Supongo que eso responde a la pregunta de si el tripulante aún estaba a bordo —dijo Sam.

—Sí, no hay ninguna duda —contestó Remi, que se tapó la nariz y echó un vistazo por la escotilla—. Me mira a los ojos.

El cadáver vestía una gorra de la Kriegsmarine y un mono azul oscuro. La palabra cadáver parecía del todo inadecuada para lo que Sam y Remi estaban mirando.

Atrapado en el interior estanco del Molch durante sesenta y cuatro años, aquel cadáver había sufrido una transformación que Sam solo podía describir como parte líquida y parte momificada.

—Creo que no me equivoco si digo que murió asfixiado —comentó Remi—. Una vez muerto, el cuerpo comenzó a descomponerse, pero sin oxígeno el proceso se detuvo, y lo dejó, digamos, a medio cocer.

—Oh, eso es precioso, cariño. Nunca olvidaré esa imagen.

La posición de los restos, que estaban tumbados en la cubierta al fondo de la escalerilla con un brazo petrificado sobre uno de los peldaños, hablaba de las horas o los minutos finales del tripulante. Atrapado en el interior de aquel oscuro cilindro, consciente de que, con cada respiración, tenía la muerte más cerca, parecía natural que hubiese ido hacia la única salida, quizá con la ilusión de un milagro que en el fondo de su corazón sabía que nunca se produciría.

—Supongo que no te importará quedarte aquí arriba mientras exploro —dijo Sam.

—Adelante.

Sam encendió la linterna, deslizó las piernas por el interior de la escotilla, tanteando hasta que encontró un peldaño, y comenzó a descender.

Unos pocos peldaños antes de llegar abajo, se apartó de la escalerilla, por el lado opuesto del cadáver, y utilizó los brazos para alcanzar la cubierta.

De inmediato, Sam sintió una opresión. No resultaba claustrofóbico, pero sí diferente. No era lo bastante alto para estar de pie, apenas cabía con los brazos extendidos, y el interior parecía una mazmorra. Los mamparos, pintados de gris mate, estaban cubiertos con cables y tuberías, que parecían ir a todas partes y a ninguna a la vez.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Remi.

—Repugnante es la única palabra para describirlo.

Sam se arrodilló junto al cadáver y comenzó a buscar en los bolsillos. Todos estaban vacíos salvo el del pecho, en cuyo interior encontró una cartera. Se la pasó a Remi, y después fue hacia proa.

Por la poca información que había encontrado sobre el interior del Molch, la sección frontal de la proa contenía la batería principal y detrás, entre un par de tanques de lastre, el asiento del tripulante con unos controles rudimentarios y un hidrófono primitivo para detectar los barcos enemigos.

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