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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (9 page)

BOOK: El oro de Esparta
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Debajo del asiento, Sam encontró una pequeña caja de herramientas y una funda de cuero en la que había una pistola Luger y un cargador de recambio. Se los guardó.

Atornillado al mamparo, debajo de cada tanque de lastre, había una taquilla rectangular. En una encontró media docena de botellas de agua, todas vacías, y una docena de latas de comida vacías. En la otra había una bolsa de cuero y un par de diarios encuadernados en cuero negro. Los guardó en la bolsa, y luego echó una última ojeada. Algo llamó su atención: un trozo de tela que asomaba por detrás de la taquilla. Se arrodilló y vio que era un saco de arpillera; en el interior había una caja de madera del tamaño y la forma de un pan. Sujetó el saco debajo del brazo y volvió a la escalerilla, le pasó todos los objetos a Remi y subió. En lo alto, se detuvo y miró al cadáver.

—Nos ocuparemos de que vuelvas a casa, capitán —susurró.

De nuevo en cubierta, Sam sujetó el cabo para que Remi pudiese saltar a la orilla. Cuando separaba los pies, tocó con la punta del zapato el saco de arpillera. Del interior llegó el tintineo sordo del cristal.

Dominados por la curiosidad, ambos se arrodillaron en la cubierta. Remi abrió el saco y cogió la caja, que no tenía ninguna marca. Con mucho cuidado abrió el cierre de latón y levantó la tapa, para dejar a la vista lo que parecía un viejo hule. Remi la apartó.

Durante diez segundos ninguno de los dos habló, con la mirada puesta en el objeto que reflejaba la luz del sol.

—No puede ser, ¿verdad? —murmuró Remi.

Era una botella, una botella de vino de cristal verde.

Sam no respondió, con el dedo índice levantó un extremo fuera de la caja, para ver el fondo.

—Dios bendito... —dijo Remi.

El símbolo grabado en el vidrio les era bien conocido:

10

La Jolla, California

—Pobre hombre —comentó Remi—. Morir así... no me lo puedo imaginar.

—Pues yo no quiero imaginarlo —contestó Sam.

Estaban acostados en las tumbonas, en el solárium rodeado por palmeras y helechos, con el sol del mediodía alumbrando cada tono de las lajas de la Toscana. Era una de las habitaciones preferidas de la casa, lo cual era de difícil elección.

La casa y base de operaciones de los Fargo, situada en lo alto de los acantilados que daban a Goldfish Point y las azules aguas del Pacífico, tenía cuatro plantas de altura y una superficie de mil cien metros cuadrados, era de estilo español con techos abovedados y vigas de roble, y contaba con ventanas y claraboyas suficientes para tener al encargado de mantenimiento ocupado durante ocho horas cada mes.

En la última planta estaba el dormitorio de Sam y Remi, y debajo de esta, las cuatro habitaciones de invitados, una sala de estar, un comedor y una amplia cocina que se proyectaba sobre el acantilado. La segunda planta la ocupaba el gimnasio con todos los artículos de aeróbic y máquinas de entrenamiento, un baño turco y una piscina HycroWorx, además de un espacio de noventa metros cuadrados para que Remi practicara esgrima, y Sam, judo.

En la planta baja, de ciento ochenta metros cuadrados, estaban las oficinas de Sam y Remi y el despacho de Selma, con tres ordenadores Mac Pro conectados a pantallas panorámicas de treinta pulgadas y un par de televisores LCD de treinta y dos pulgadas colgados en la pared. En el lado este se encontraba el orgullo y alegría de Selma: un acuario de agua salada.

—Siempre podemos pensar que murió rápida y tranquilamente —le dijo Sam a Remi.

El hombre en cuestión, la pobre alma que habían encontrado tumbada al pie de la escalerilla del Molch, ahora tenía, gracias a los diarios que habían hallado a bordo, un nombre: Manfred Boehm. Korvettenkapitán Manfred Boehm. Uno había resultado ser el diario de a bordo del Molch; el otro, el diario privado de Boehm, que se remontaba a los primeros días de la Segunda Guerra Mundial.

Provistos de unas traducciones aproximadas hechas con traductores automáticos, Sam y Remi se habían sumergido en lo que muy pronto comenzó a parecer la última voluntad y testamento de Boehm y su submarino, del que no tardaron en saber que también tenía un nombre: UM-34 (Untersee Molch, el treinta y cuatro de la serie).

Sam se había dedicado al diario del UM-34 en un intento por descubrir de dónde había llegado y cómo había acabado en una cala del río Pocomoke, mientras que Remi se había ocupado del diario de Boehm, para saber cómo era el hombre más allá del uniforme y el rango.

Después de cargarlo todo en la lancha y haber dejado el Molch en su último fondeadero, consideraron prudente evitar Snow Hill y Maxine's Bait 'n' Boat, llevados por la sospecha de que Caracortada y sus amigos estarían por allí a la espera de su regreso. En cambio, siguieron diez millas río abajo y desembarcaron al sur de Willow Grove, donde el Pocomoke estaban muy cerca de la autovía 113. Desde allí primero llamaron a la compañía de taxis de Pomoke City y luego a Maxine's. Sam les dio una breve y vaga explicación, y ofreció una generosa propina por la molestia de tener que a recoger la lancha. La última llamada fue al director del hotel, quien aceptó enviarles las pertenencias a California.

Cinco horas más tarde estaban en el Aeropuerto Internacional de Norfolk para tomar un avión que los llevaría a casa.

En cuanto llegaron, le dieron a Selma la botella del UM-34, pero no tuvieron más noticias de ella porque se encerró en el taller con sus ayudantes, Pete Jeffcoat y Wendy Corden (que eran novios y estaban hartos de bromitas sobre Peter Pan), para una investigación maratoniana que no acabaría hasta que obtuvieran una respuesta.

A primera vista, Pete y Wendy eran los típicos jóvenes californianos veinteañeros —bronceados, atléticos, con el pelo rubio desteñido por el sol, y siempre sonrientes—, pero intelectualmente no había nada convencional en ellos, porque ambos se habían graduado en la University of Southern California entre los primeros de la promoción. Pete era licenciado en arqueología y Wendy en ciencias sociales.

Fuera lo que fuese lo que Sam y Remi habían descubierto, no había ninguna duda de que el símbolo del insecto en la botella concordaba a la perfección con el del fragmento de vidrio de Ted, ni tampoco había ninguna duda sobre la procedencia de la botella. La etiqueta estaba escrita en francés. Nada menos que en francés escrito a mano.

Las preguntas se acumulaban: ¿cuál era la relación entre los dos cristales? ¿Qué significaba el símbolo? ¿Las dos botellas habían comenzado el viaje a bordo del UM-34, y si era así, cómo se habían separado? Por último, ¿qué había en esas botellas que pudiera justificar un asesinato?

Qué hacer con el UM-34 y los restos de Boehm había sido una espina en las conciencias de Sam y Remi desde que habían dejado Maryland. Si bien se trataba de una zona un tanto gris, se podía decir que el submarino era un yacimiento arqueológico, y en cierto sentido eso los convertía en saqueadores de tumbas. Se consolaron con la promesa de que, una vez acabada la investigación de todas las posesiones de Boehm, las devolverían a su legítimo propietario, fuese el gobierno alemán o la familia o los descendientes de Boehm.

Dispuestos a poner la mayor distancia posible entre ellos y el UM-34, que ahora era a todas luces el objeto codiciado por Caracortada, habían llamado a su abogado, quien les garantizó que alguien competente encontraría el submarino y que se informaría a las autoridades acerca de la posible presencia de torpedos en algún punto del Pocomoke.

—Tenía esposa e hijos —dijo Remi sin apartar la mirada de las páginas del diario—. Frieda y Helmut, en Arnsburg, en las afueras de Dusseldorf.

—Eso es fantástico. Entonces las posibilidades de que tenga familia allí son muchas. Si se confirma, los encontraremos.

—¿Qué tal va el diario de a bordo?

—Es un trabajo lento. Tendré que comenzar a apuntar en las cartas algunas de estas coordenadas, pero al parecer el 34 estaba unido a un barco nodriza que Boehm llamaba Gertrude.

—¿Gertrude? ¿Acaso la marina de guerra alemana ponía a sus navíos nombres...?

—No, tiene que ser un código.

—Códigos secretos, submarinos perdidos y misteriosas botellas de vino. Parece una novela de suspense.

—Quizá cuando resolvamos el rompecabezas...

Remi se echó a reír.

—Creo que ya tenemos más que suficiente.

—Algún día tendremos que escribir todo esto, ya sabes. Sería un gran libro.

—Algún día... Cuando seamos muy viejos y tengamos canas. Por cierto, hable con Ted. No se ha movido de allí.

—Gracias a Dios. ¿Qué has decidido? ¿Le preguntaste por el submarino?

—No.

Frobisher se mantenía aferrado a su vida bien ordenada, y su encuentro con un misterioso asaltante había sido una aventura que lo superaba. Además, Sam conocía a Ted. En cuanto el descubrimiento del submarino apareciese en los medios, comenzaría a preguntarse, dada su proximidad, si el cristal y el sumergible guardaban relación. Sin duda, los llamaría si tenía algo importante que decirles.

—Escucha esto —dijo Remi, y su dedo siguió una frase en la página—: «Wolfi me dio dos botellas de vino bueno, dos de las tres que trajo. Dijo que lo celebraríamos juntos al final de la misión».

—Wolfi —repitió Sam—. ¿Sabemos quién es?

—No. He estado saltando páginas. Ahora lo buscaré. Aquí hay más: «Wolfi dijo que me merecía dos porque tengo la tarea más difícil». Me pregunto cuál sería.

—No lo sé, pero al menos sabemos de dónde procede el casco de Ted. En algún momento de la misión, Boehm perdió una de las botellas.

Sonó una voz en el intercomunicador que estaba en la pared, detrás de Remi.

—¿Señor y señora Fargo? —A pesar de los repetidos intentos, aún no habían conseguido que Selma los llamase por su nombre de pila.

Remi levantó una mano y apretó el botón del intercomunicador.

—Sí, Selma.

—Yo, esto..., tengo algo... Bueno, he encontrado...

Sam y Remi se miraron el uno al otro con curiosidad. En los diez años que Selma trabajaba para ellos nunca la habían oído hablar de otra manera que no fuese escueta y segura.

—¿Va todo bien? —preguntó Remi.

—Esto... bueno, por qué no bajan, intentaré explicárselo.

—Vamos para allá.

Encontraron a Selma sentada en un taburete frente a la mesa de trabajo central, con la mirada fija en la botella de vino que tenía delante. Pete y Wendy no estaban por ninguna parte.

El aspecto de Selma era un tanto desconcertante. Llevaba el pelo al estilo que Remi había bautizado como el «corte revisado de los sesenta», mientras que sus gafas de concha, colgadas de una cadena alrededor del cuello cuando no las usaba, estaban sacadas directamente de los cincuenta. Por defecto vestía pantalones de algodón, zapatillas y una, al parecer, interminable colección de camisetas desteñidas. Selma no bebía, no fumaba, no decía palabrotas, y su única adicción eran las infusiones, que bebía por litros. Un armario de la sala de trabajo estaba destinado a sus hierbas, la mayoría de las cuales tenían nombres que Sam y Remi eran incapaces de pronunciar.

—¿Dónde están Pete y Wendy? —preguntó Sam.

—Los envié a casa temprano. Me pareció que ustedes preferirían oír esto en privado. Ya decidirán más tarde si se lo quieren decir.

—Vale —respondió Remi.

—Por favor, dime que no has encontrado una botella llena de ébola líquido —le rogó Sam.

—No.

—Entonces ¿qué?

—No estoy segura de por dónde comenzar.

—Por donde quieras —dijo Sam con un tono amable.

Selma frunció los labios, y pensó en la respuesta.

—En primer lugar, el símbolo que hay en el culo de la botella, el insecto..., no tengo idea de lo que significa. Lo siento.

—No pasa nada, Selma. Continúa.

—Permítanme que vuelva atrás. Hablemos primero de la caja. Las bisagras y el cierre son de latón, y la madera es de una variedad de haya que se encuentra en muy pocos lugares del mundo. Casi todos están en los Pirineos, entre el sur de Francia y el norte de España.

»En cuanto a la envoltura interior, podría ser un descubrimiento en sí mismo. Podría ser, todo depende de las fechas, una primera muestra de hule europeo. Se trata de piel de becerro (seis capas) embebida en aceite de lino. Las dos capas exteriores están secas y algo mohosas, pero las cuatro interiores están en perfecto estado.

»El vidrio también es algo notable: de muy alta calidad y muy grueso, casi dos centímetros y medio. Aunque no estoy dispuesta a hacer la prueba, estoy segura de que podría soportar muchos golpes.

»La etiqueta de la botella es de cuero repujado a mano, pegado al vidrio y también atado por arriba y por abajo con un cordel de cáñamo. Como ven, las marcas de la etiqueta fueron trazadas en el cuero con un buril, y luego rellenadas con tinta... En realidad, es una tinta muy especial, una mezcla de Aeonium arboreum "Scbwartzkopf"...

—Traduce, por favor —pidió Remi.

—Es una variedad de rosa negra. La tinta es una mezcla de sus pétalos y de cigarra aplastada; una cigarra espumadora que solo se encuentra en las islas del mar de Liguria. En cuanto a los detalles de la etiqueta... —Selma cogió la botella, esperó a que Sam y Remi se acercasen, y luego encendió una lámpara halógena—. Esta frase..., «mesures usuelles», en francés significa «medidas habituales». Es un sistema que no se utiliza desde hace ciento cincuenta años o más. Y esta palabra aquí..., «demis», significa «mitades», que equivale aproximadamente a la pinta inglesa, o sea, medio litro.

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