Read El oro del rey Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (18 page)

BOOK: El oro del rey
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Puede uced jurarlo, camarada.

—Y de potra —apuntó otro.

—Eso último no lo sé. Ahora, por lo menos, las cosas no parecen irle mal… Si puede aliviarnos a nosotros de la gura, dándonos el noli me tángere como lindamente ha hecho, algo de mano tendrá.

—¿Quiénes eran los embozados del bote?

—Ni idea. Pero se mordía gente principal. Igual son los que aforan la dobla.

—¿Y el de negro?… Me refiero al torpe que casi se cae al agua.

—Sobre ese, a iglesia me llamo. Pero si es de la carda, yo soy Lutero.

Oí nuevos chorros de vino y un par de eructos satisfechos.

—Buena fatiga parece ésta, por lo menos —dijo alguien, al rato—. Hay oro y camaradas.

Jaqueta se rió en voz baja.

—Sí. Pero ya oyó antes vuacé al señor jefe. Primero hay que ganarlo… Y no lo dan por hacer la rúa en domingo.

—De cualquier manera —dijo uno—, vive Cristo que me acomoda. Por mil doscientos reales yo afufo al lucero del alba.

—Y yo —terció otro.

—Además, aforan en buenos palos de baraja: ases de oros limpios como el sol, iguales al que llevo en el bolsillo.

Les oí cuchichear. Cuantos sabían sumar hacían cuentas por lo bajo.

—¿Es cantidad fija? —preguntó Sangonera—. ¿O se paga el monto a repartir entre los que vivan?

Volvió a sonar la risa apagada de Juan Jaqueta.

—Eso no creo que lo sepamos hasta el postre… Es una forma como otra cualquiera de evitar que, a media sarracina y aprovechando el barullo, nos matemos por la espalda unos a otros.

Ya enrojecía el horizonte tras los árboles, dejando entrever los matorrales y las amenas huertas que a veces se asomaban a las orillas del río. Al fin me levanté, y pasando entre los bultos dormidos fui a popa, con el capitán. El patrón, un individuo vestido con sayo de estameña y un descolorido bonete en la cabeza, negó cuando le ofrecí vino del pellejo que traía para mi amo. Se apoyaba con un codo en la caña, atento a mantener la distancia con las orillas, a la brisa que impulsaba la vela y a los troncos sueltos que ya podían verse arrastrados por las aguas. Tenía la cara muy curtida por el sol, y ni le había oído una palabra hasta entonces, ni se la oí en adelante. Alatriste bebió un trago de vino y masticó el trozo de pan con cecina que yo le llevaba. Me quedé a su lado mirando la luz que se intensificaba en el horizonte y la ausencia de nubes en el cielo: en el río era todavía imprecisa y gris, y los hombres tumbados en el suelo de la barca seguían envueltos en sombras.

—¿Qué hace Olmedilla? —preguntó el capitán, vuelto hacia donde estaba el contador.

—Duerme. Ha pasado la noche muerto de frío.

Esbozó mi amo una sonrisa.

—No tiene costumbre —dijo.

Sonreí, a mi vez. Nosotros sí la teníamos. Él y yo.

—¿Subirá a la urca con nosotros?

Alatriste encogió un poco los hombros.

—Quién sabe —dijo.

—Habrá que cuidar de él —murmuré, preocupado.

—Cada uno deberá cuidarse solo. Cuando llegue el momento, ocúpate de ti mismo.

Nos quedamos callados, pasándonos la bota de vino. Mi amo estuvo un rato mascando.

—Te has hecho mayor —dijo entre dos bocados.

Seguía observándome, pensativo. Yo sentí una suave oleada de satisfacción entibiarme la sangre.

—Quiero ser soldado —dije a bocajarro.

—Creí que con lo de Breda tenías bastante.

—Quiero serlo. Como mi padre.

Dejó de masticar, aún siguió atento a mí un trecho, y al cabo señaló con el mentón hacia los hombres tumbados en la barca.

—No es un gran futuro —opinó.

Estuvimos un rato sin decir nada, mecidos por el balanceo de la embarcación. Ahora el paisaje empezaba a colorearse de rojo tras los árboles, y las sombras eran menos grises.

—De cualquier modo —dijo de pronto Alatriste— faltan un par de años para que te dejen sentar plaza en una bandera. Y hemos descuidado tu educación. Así que, a partir de pasado mañana…

—Leo libros —lo interrumpí—. Hago razonable letra, sé las declinaciones latinas y las cuatro reglas.

—No es suficiente. El Dómine Pérez es un buen sujeto, y en Madrid puede ocuparse de ti.

Calló de nuevo, para dirigir otra ojeada a los hombres dormidos. La luz levante acentuaba las cicatrices de su cara.

—En este mundo —dijo al cabo—, a veces llega la pluma donde no alcanza la espada.

—Pues resulta injusto —respondí.

—Quizás.

Había tardado un poco en decirlo, y creí advertir mucha amargura en el quizás. Por mi parte, encogí los hombros bajo la manta. A los dieciséis años, yo estaba seguro de que llegaría fácilmente a donde fuera menester llegar. Y maldita la tecla que tocaba el Dómine Pérez en todo aquello.

—Todavía no es pasado mañana, capitán.

Lo dije casi con alivio, desafiante, mirando obstinado el río ante nosotros. Sin volverme, supe que Alatriste me estudiaba con mucha atención; y cuando por fin giré el rostro, vi que el sol naciente le teñía de rojo los iris glaucos.

—Tienes razón —dijo, pasándome la bota—. Todavía nos queda mucho camino.

VIII. LA BARRA DE SANLÚCAR

El sol nos alumbró vertical ya más abajo de la venta de Tarfia, donde el Guadalquivir tuerce a poniente y empiezan a adivinarse las marismas de Doña Ana en la margen derecha. Los fértiles campos del Aljarafe y las orillas frondosas de Coria y Puebla fueron dejando paso a dunas de arena, pinares y arbustos entre los que a veces asomaban gamos, o jabalís. El calor se hizo más intenso y húmedo, y en la barca los hombres liaron sus mantas, desabrochando capas, coletos y jubones. Apretados como arenques en barril, la luz del día dejaba ver ahora sus rostros mal afeitados, las cicatrices, barbas y mostachos cuyo aire fiero no desmentían los montones de armas con pretinas y tahalís de cuero, espadas, vizcaínas, terciados y pistolas, que todos tenían cerca. Sus ropas sucias y sus pieles grasientas por la intemperie, el mal dormir y el viaje, emanaban un olor crudo, áspero, que yo conocía bien de Flandes. Olor a hombres en campaña. Olor a guerra.

Hice un poco de rancho aparte con Sebastián Copons y con el contador Olmedilla; al que, pese a seguir tan antipático como de costumbre, me creía en la obligación moral de cuidar un poco entre semejante parroquia. Compartíamos el vino de la bota y las provisiones, y aunque ni el soldado viejo de Huesca ni el funcionario de la hacienda real eran hombres de muchas —ni de pocas— palabras, yo me mantenía cerca de ellos por un sentimiento de lealtad. Con Copons, por lo vivido juntos en Flandes; y con Olmedilla, por las circunstancias. En cuanto al capitán Alatriste, estuvo las doce leguas de viaje a lo suyo, siempre sentado a popa junto al patrón, dormitando sólo durante breves intervalos —cuando lo hacía cubría su rostro con el sombrero, como en guardia para que no lo viesen dormido—, y sin apenas quitar ojo a los hombres. Los estudiaba con detenimiento uno por uno, cual si de ese modo penetrase sus cualidades y sus vicios para conocerlos mejor. Permanecía atento a su forma de comer, de bostezar, de dormir; a las voces que daban manoseando las cartas en corro, jugándose lo que aún no tenían con la baraja de Guzmán Ramírez. Se fijaba en el que bebía mucho y en el que bebía poco; en el locuaz, en el fanfarrón y en el callado: en los juramentos de Enríquez el Zurdo, la risa atronadora del mulato Campuzano o la inmovilidad de Saramago el Portugués, que leyó durante todo el viaje tumbado sobre su capa con la mayor flema del mundo. Los había silenciosos o discretos como el Caballero de Illescas, el marinero Suárez o el vizcaíno Mascarúa, y también torpes y desplazados como Bartolo Cagafuego, que no conocía a nadie, y cuyos intentos de conversación fracasaban uno tras otro. No faltaban ocurrentes y graciosos en la parla, como era el caso de Pencho Bullas, o del escarramán Juan Eslava, siempre de humor excelente, que detallaba a sus cofrades con todo lujo de detalles las propiedades propicias a la virilidad —probadas en él mismo, afirmaba— de la limadura de cuerno de rinoceronte. También se daban esquinados como Ginesillo el Lindo con su aire pulcro, la sonrisa equívoca y la mirada peligrosa, Andresito el de los Cincuenta y su forma de escupir por el colmillo, o ruines a la manera del Bravo de los Galeones, con la cara persignada de chirlos que no eran precisamente de barbero. Y así, mientras nuestra barca navegaba río abajo, el de allá contaba lances de hembras o dineros, el otro maldecía en corro tirando los dados para matar el tiempo, y el de acá refería anécdotas reales o fingidas de una hipotética vida soldadesca que, a poco, incluía Roncesvalles y hasta un par de campañas con Viriato. Todo, por supuesto, con los naturales pardieces, peses a tal, rodomontadas e hipérboles.

—Porque voto a Cristo que soy cristiano viejo, tan limpio de sangre y tan hidalgo como el mismo Rey —oí decir a uno.

—Pues yo lo soy más, rediós —repuso otro—. Que a fin de cuentas, el Rey es medio flamenco.

Y así, oyéndolos, uno habría dicho que la barca estaba ocupada por una hueste de lo mejor y más granado del reino de Aragón, Navarra y las dos Castillas. Era aquello moneda común a cada bolsa; e incluso en tan reducido espacio y menguada tropa como la nuestra, hacíanse fieros y distingos entre unas tierras y otras, juntándose éstos lejos de ésos, picados de reproches el extremeño, el andaluz, el vizcaíno o el valenciano, esgrimiendo los vicios y desgracias de sus provincias cada uno para sí, y uniéndose todos solamente en el odio común contra los castellanos, con pesadas zumbas y chacotas, no dándose ninguno que no figurase ser cien veces más de lo que era. Que aquella germanía allí hilvanada representaba, al cabo, una España en miniatura; y toda la gravedad y honra y orgullo nacional que Lope, Tirso y los otros ponían en escena en los corrales de comedias, se había ido con el siglo viejo y no existía ya más que en el teatro. Tan sólo nos quedaban la arrogancia y la crueldad; de modo que cuando uno consideraba el aprecio que todos teníamos de nuestras particulares personas, la violencia de costumbres y el desprecio a las otras provincias y naciones, se explicaba que con buen derecho los españoles fuésemos odiados de la Europa toda y de medio mundo.

En cuanto a nuestra expedición, participaba naturalmente de todos esos vicios, y la virtud le era tan natural como al diablo un arpa, un aura y unas alas blancas. Pero al menos, aunque mezquinos, crueles y fanfarrones, los hombres que viajaban en nuestra barca tenían algo en común: iban ligados por la codicia del oro prometido, sus tahalís, cintos y vainas estaban engrasados con esmero profesional, y las armas relucían bien bruñidas cuando las sacaban para afilarlas o limpiarlas bajo los rayos del sol. Y sin duda, en su cabeza fría, acostumbrada a tal tipo de gentes y de vida, el capitán Alatriste barajaba a todos aquellos hombres con los que había conocido en otros lugares; y de esa forma adivinaba, o preveía, lo que cada uno daría de sí al llegar la noche. O, dicho de otra forma, de quiénes podría fiarse, y de quiénes no.

Todavía quedaba buena luz cuando doblamos el último gran recodo del río, en cuyas orillas se alzaban las montañas blancas de las salinas. Entre los densos arenales y los pinares vimos el puerto de Bonanza, con su ensenada donde había ya numerosas galeras y otras naves; y más lejos, bien definida en la claridad de la tarde, la torre de la Iglesia Mayor y las casas más altas de Sanlúcar de Barrameda. Entonces el marinero bajó la vela, y el patrón llevó la barca hacia la orilla opuesta, buscando el margen derecho de la anchísima corriente que se vertía legua y media más allá, en el océano.

Desembarcamos mojándonos los pies, al amparo de una duna grande que prolongaba su lengua de arena en la corriente. Tres hombres al acecho bajo un bosquecillo de pinos vinieron a nuestro encuentro. Vestían de pardo, con ropas de cazadores; pero al acercarse observamos que sus armas y pistolas no eran de las que se usan para abatir conejos. El que parecía el jefe, un individuo de bigote bermejo y ademanes militares mal disimulados bajo la rústica indumentaria, fue reconocido por el contador Olmedilla; y ambos se retiraron a hablar aparte mientras nuestra tropa se congregaba a la sombra de los pinos. Estuvimos así un rato tumbados en la arena alfombrada de agujas secas, mirando a Olmedilla, que seguía su parla con el otro y de vez en cuando asentía impasible. En ocasiones, los dos observaban una gran elevación que se alzaba más abajo, a quinientos pasos siguiendo la orilla misma del río; y el del bigote bermejo parecía referirse al lugar con muchas explicaciones y mucho detalle. Al cabo Olmedilla se despidió de los supuestos cazadores, que tras dirigirnos una ojeada inquisitiva se marcharon a través del pinar, y el contador vino hasta nosotros, moviéndose en el paisaje arenoso como un insólito borrón negro.

—Todo está donde debe estar —dijo.

Luego llevó aparte a mi amo, y estuvieron hablando otro rato en voz baja. Y a veces, mientras lo hacía, Alatriste dejaba de mirar entre sus botas para observarnos. Al cabo se calló Olmedilla, y vi como el capitán hacía dos preguntas y el otro afirmaba dos veces. Entonces se pusieron en cuclillas, y Alatriste sacó la daga y estuvo haciendo con ella dibujos en el suelo; y cada vez que alzaba el rostro para interrogar al contador, éste afirmaba de nuevo. Tras estar así mucho rato, el capitán se quedó un espacio inmóvil, pensando. Después vino y nos dijo cómo íbamos a asaltar el
Niklaasbergen
. Lo explicó en pocas palabras, sin comentarios superfluos ni adornos.

—Dos grupos, en botes. Uno atacará primero la parte del alcázar, procurando hacer ruido. Pero no quiero tiros. Dejaremos las pistolas aquí.

Hubo un murmullo, y algunos hombres cambiaron vistazos insatisfechos. Un pistoletazo a tiempo permitía despachar por la posta, con más diligencia que el arma blanca, y de lejos.

—Reñiremos —dijo el capitán—, a oscuras y muy revueltos, y no quiero que nos abrasemos unos a otros… Además, si a alguien se le escapa un tiro, desde el galeón nos arcabucearán antes de que subamos a bordo.

Se detuvo, observándolos con mucho sosiego.

—¿Quiénes de vuestras mercedes han servido al Rey?

Casi todos levantaron la mano. Con los pulgares en el cinto, muy serio, Alatriste los estudió uno por uno. Su voz era tan helada como sus ojos.

—Me refiero a los que han sido soldados de verdad.

Muchos titubearon, incómodos, ojeándose de soslayo. Un par bajaron la mano, y otros la dejaron en alto hasta que Alatriste se los quedó mirando y algunos terminaron bajándola también. Además de Copons, la mantenían en alto Juan Jaqueta, Sangonera, Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta. Alatriste señaló también a Eslava, a Saramago el Portugués, a Ginesillo el Lindo y al marinero Suárez.

BOOK: El oro del rey
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Murder on the Minneapolis by Davison, Anita
Fire Wind by Guy S. Stanton III
Tapestry of Trust by Mary Annslee Urban
The Love Knot by Elizabeth Chadwick
Out Of The Darkness by Calle J. Brookes
The Sowing by Makansi, K.
BlindFire by Wraight, Colin