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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (3 page)

BOOK: El oro del rey
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Bien mirado, ¿qué me han hecho

los luteranos a mí?

Jesucristo los crió,

y puede, por varios modos,

si Él quiere, acabar con todos

mucho más fácil que yo.

También en el puerto de Cádiz se despidió el negro enviado por Don Francisco de Quevedo, después de indicarnos nuestro bote al capitán Alatriste y a mí. Subimos a bordo, nos apartamos de tierra a fuerza de remos, y tras pasar de nuevo entre nuestros imponentes galeones —no era común verlos tan a ras del agua— el patrón hizo dar la vela por ser el viento propicio. Cruzamos así la bahía rumbo a la desembocadura del Guadalete, y al atardecer nos arrimamos a la borda de la
Levantina
, una esbelta galera fondeada con otras muchas en mitad del río, todas con sus antenas y vergas amarradas sobre cubierta, ante las grandes montañas, que parecían nieve, de las salinas en la margen izquierda. La ciudad blanca y parda se extendía por la derecha, con el elevado torreón del castillo protegiendo la boca del fondeadero. El Puerto de Santa María era base principal de las galeras del Rey nuestro señor, y mi amo lo conocía del tiempo en que anduvo embarcado contra turcos y berberiscos. En cuanto a las galeras, esas máquinas de guerra movidas por músculos y sangre humana, también sabía de ellas más de lo que muchos quisieran saber. Por eso, tras presentarnos al capitán de la
Levantina
, que visto el pasaporte nos autorizó a quedarnos a bordo, Alatriste buscó un lugar cómodo en una ballestera, ensebó las manos del cómitre de la chusma con uno de a ocho, y se instaló conmigo, recostado en nuestro equipaje y sin quitar mano de la daga en toda la noche. Que en gurapas, o sea, en galeras, me dijo en susurros y con una sonrisa bailándole bajo el mostacho, desde el capitán hasta el último forzado, el más honesto no se licencia para la gloria con menos de trescientos años de purgatorio.

Dormí arropado en mi ruana, sin que las cucarachas y piojos que correteaban por encima añadiesen novedad a lo que ya me tenía acostumbrado el largo viaje hecho en el
Nazareno
; que entre ratas, chinches, pulgas y otras alimañas y sabandijas, cualquier barco o cosa que flote encierra tan gallarda legión, que son capaces de merendarse a un grumete sin respetar viernes ni cuaresmas. Y cada vez que despertaba para el trámite de rascarme, encontraba cerca de mí los ojos abiertos de Diego Alatriste, tan claros que parecían hechos con la misma luz de la luna que se movía despacio sobre nuestras cabezas y los mástiles de la galera. Yo recordaba su broma sobre lo de licenciarse del purgatorio. Lo cierto es que nunca le había oído comentar la causa de la licencia pedida a nuestro capitán Bragado al término de la campaña de Breda, y ni entonces ni después pude arrancarle una sílaba sobre el particular; pero intuyo que algo tuve que ver con esa decisión. Sólo más tarde supe que en algún momento Alatriste barajó la posibilidad, entre otras, de pasar conmigo a las Indias. Ya he contado que desde la muerte de mi padre en un baluarte de Jülich, corriendo el año veintiuno, el capitán se ocupaba de mí a su manera; y por esas fechas había llegado a la conclusión de que, cumplida la experiencia militar flamenca, útil para un mozo de mi siglo y condiciones si no dejaba en ella la salud, la piel o la conciencia, ya era tiempo de prevenir mi educación y futuro regresando a España. No era el de soldado el oficio que Alatriste creía mejor para el hijo de su amigo Lope Balboa, aunque eso lo desmentí con el tiempo, cuando después de Nordlingen, la defensa de Fuenterrabía y las guerras de Portugal y Cataluña, fui alférez en Rocroi; y tras mandar una bandera senté plaza como teniente de los correos reales y luego como capitán de la guardia española del Rey Don Felipe Cuarto. Pero tal biografía da cumplida razón a Diego Alatriste; pues aunque peleé honrosamente como buen católico, español y vascongado en muchos campos de batalla, poco obtuve de eso; y debí las ventajas y ascensos más al favor del Rey, a mi relación con Angélica de Alquézar y a la fortuna que me acompañó siempre, que a los resultados de la vida militar propiamente dicha. Que España, pocas veces madre y más a menudo madrastra, mal paga siempre la sangre de quien la vierte a su servicio; y otros con más mérito se pudrieron en las antesalas de funcionarios indiferentes, en los asilos de inválidos o a la puerta de los conventos, del mismo modo que antes se habían podrido en los asaltos y trincheras. Que si yo fui afortunado por excepción, en el oficio de Alatriste y el mío, lo común después de toda una vida viendo granizar las balas sobre los arneses era terminar:

Bien roto, con mil heridas,

yendo a dar tus memoriales

por dicha, en los hospitales

donde se acaban las vidas.

O pedir no ya una ventaja, un beneficio, una bandera o siquiera pan para tus hijos, sino simple limosna por venir manco de Lepanto, de Flandes o del infierno, y que te dieran con la puerta en las narices por aquello de:

Si a Su Majestad sirvió

y el brazo le estropeó

su poca ventura allí,

¿hemos de pagarle aquí

lo que en Flandes peleó?

También, imagino, el capitán Alatriste se hacía viejo. No anciano, si entienden vuestras mercedes; pues en esa época —finales del primer cuarto cumplido del siglo— debía de andar por los cuarenta y muy pocos años. Hablo de viejo por dentro cual corresponde a hombres que, como él, habían peleado desde su mocedad por la verdadera religión sin obtener a cambio más que cicatrices, trabajos y miserias. La campaña de Breda, donde Alatriste había puesto algunas esperanzas para él y para mí, había sido ingrata y dura, con jefes injustos, maestres crueles, harto sacrificio y poco beneficio; y salvo el saco de Oudkerk y algunas pequeñas rapiñas locales, al cabo de dos años estábamos todos tan pobres como al principio, si descontamos la paga de licencia —la de mi amo, pues los mochileros no cobrábamos— que en forma de algunos escudos de plata iba a permitirnos sobrevivir unos meses. Pese a ello, el capitán aún habría de pelear más veces, cuando la vida nos puso en la ocasión ineludible de volver bajo las banderas españolas; hasta que, ya con el cabello y el mostacho grises, lo vi morir como lo había visto vivir: de pie, el acero en la mano y los ojos tranquilos e indiferentes, en la jornada de Rocroi, el día que la mejor infantería del mundo se dejó aniquilar, impasible, en un campo de batalla por ser fiel a su Rey, a su leyenda y a su gloria. Y con ella, del modo en que siempre lo conocí, tanto en la fortuna, que fue poca, como en la miseria, que fue mucha, el capitán Alatriste se extinguió leal a sí mismo. Consecuente con sus propios silencios. A lo soldado.

Pero no adelantemos episodios, ni acontecimientos. Decía a vuestras mercedes que desde mucho antes de que todo eso ocurriera, algo moría en el que entonces era mi amo. Algo indefinible, de lo que empecé a ser de veras consciente en aquel viaje por mar que nos trajo de Flandes. Y a esa parte de Diego Alatriste, yo, que alcanzaba meridiana lucidez con el vigor de los años, aun sin entender bien lo que era, la veía morir despacio. Más tarde deduje que se trataba de una fe, o de los restos de una fe: quizás en la condición humana, o en lo que descreídos herejes llaman azar y los hombres de bien llaman Dios. O tal vez la dolorosa certeza de que aquella pobre España nuestra, y el mismo Alatriste con ella, se deslizaba hacia un pozo sin fondo y sin esperanza del que nadie iba a sacarla, ni a sacarnos, en mucho tiempo y muchos siglos. Y todavía me pregunto si mi presencia a su lado, mi mocedad y mi mirada —yo aún lo veneraba entonces— no contribuirían a hacerle mantener la compostura. Una compostura que en otras circunstancias tal vez quedase anegada como mosquitos en vino, en aquellas jarras que de vez en cuando eran demasiadas. O resuelta en el negro y definitivo cañón de su pistola.

II. UN ASUNTO DE ESPADA

—Habrá que matar —dijo Don Francisco de Quevedo—. Y puede que mucho.

—Sólo tengo dos manos —respondió Alatriste.

—Cuatro —apunté yo.

El capitán no apartaba los ojos de la jarra de vino. Don Francisco se ajustó los espejuelos y me miró reflexivo, antes de volverse hacia el hombre sentado junto a una mesa al otro extremo, en un rincón discreto de la hostería. Ya estaba allí cuando llegamos, y nuestro amigo el poeta lo había llamado micer Olmedilla, sin presentaciones ni detalles, salvo que al cabo añadió la palabra contador: el contador Olmedilla. Era hombre pequeño, flaco, calvo y muy pálido. Su aspecto resultaba tímido, ratonil, pese a la indumentaria negra y al bigotito curvado en las puntas rematando una barba corta y rala. Tenía manchas de tinta en los dedos: parecía un leguleyo, o un funcionario que viviera a la luz de las velas, entre legajos y papeles. Ahora lo vimos asentir, prudente, a la pregunta muda que le hacía Don Francisco.

—El negocio tiene dos partes —confirmó Quevedo al capitán—. En la primera, lo asistiréis en ciertas gestiones —indicó al hombrecillo, que se mantenía impasible ante nuestro escrutinio—… Para la segunda, podréis reclutar la gente necesaria.

—La gente necesaria cobra una señal por adelantado.

—Dios proveerá.

—¿Desde cuándo metéis a Dios en estos lances, Don Francisco?

—Tenéis razón. De cualquier modo, con o sin él, no es oro lo que falta.

Bajaba la voz, no sé si al mencionar el oro o a Dios. Los dos años largos transcurridos desde nuestra aventura con la Inquisición, cuando Don Francisco de Quevedo rescató mi vida en pleno auto de fe a fuerza de picar espuelas, habían puesto un par de arrugas más en su frente. También tenía el aire cansado mientras daba vueltas a la inevitable jarra de vino, esta vez blanco y añejo de la Fuente del Maestre. El rayo de sol de la ventana iluminaba el pomo dorado de su espada, mi mano apoyada en la mesa, el perfil en contraluz del capitán Alatriste. La hostería de Enrique Becerra, famosa por su cordero a la miel y por el guiso de carrillada de puerco, estaba cerca de la mancebía del Compás de la Laguna, junto a la puerta del Arenal; y desde el piso alto podían verse, detrás de las murallas y la ropa blanca que las putas colgaban en la terraza para secarla al sol, los mástiles y los gallardetes de las galeras amarradas al otro lado del río, en la orilla de Triana.

—Ya lo veis, capitán —añadió el poeta—. Una vez más, no queda sino batirse… Aunque esta vez yo no os acompañe.

Ahora sonreía amistoso y tranquilizador, con aquel afecto singular que siempre había reservado para nosotros.

—Cada cual —murmuró Alatriste— tiene su sombra.

Vestía de pardo, con jubón de gamuza, valona lisa, gregüescos de lienzo y polainas, a lo militar. Sus últimas botas se habían quedado con las suelas llenas de agujeros a bordo de la
Levantina
, cambiadas al sotacómitre por unas huevas secas de mújol, habas cocidas y un pellejo de vino para sostenernos en el viaje río arriba. Por esa, entre otras razones, mi amo no parecía lamentar demasiado que el primer lance apenas pisada tierra española fuese una invitación para volver a su antiguo oficio. Quizá porque el encargo venía de un amigo, o porque el amigo decía transmitir ese encargo de más arriba y más alto; y sobre todo, imagino, porque la bolsa que traíamos de Flandes no sonaba al agitarla. De vez en cuando el capitán me miraba pensativo, preguntándose en qué lugar exacto de todo aquello me situaban los dieciséis años por los que yo andaba en sazón, y la destreza que él mismo me había enseñado. Yo no ceñía espada, por supuesto, y sólo mi buena daga de misericordia colgaba del cinto a la altura de los riñones; pero ya era mochilero probado en la guerra, listo, rápido, valiente y listo para hacer buen avío cuando se terciara. La cuestión para Alatriste, imagino, era dejarme dentro o dejarme fuera. Aunque tal y como estaban las cosas él ya no era dueño de decidirlo solo; para lo bueno o para lo malo, nuestras vidas estaban enlazadas. Y además, como él mismo acababa de decir, cada hombre tiene su propia sombra. En cuanto a Don Francisco, por el modo en que me observaba, admirando el estirón de la juventud y el bozo en mi labio superior y en mis mejillas, deduje que pensaba igual: estaba en la edad en que un mozo es tan capaz de dar estocadas como de recibirlas.

—Íñigo también —apuntó el poeta.

Yo conocía lo bastante a mi amo para saber callar; y así lo hice, contemplando con fijeza, como él, la jarra de vino —también en eso había crecido— que estaba ante mí sobre la mesa. La de Don Francisco no era una pregunta, sino una reflexión sobre algo que resultaba obvio; y Alatriste asintió resignado, despacio, tras un silencio. Lo hizo sin llegar a mirarme siquiera, y yo sentí un júbilo interior, muy luminoso y fuerte, que disimulé acercando la jarra a mis labios. El vino me supo a gloria, y a madurez. A aventura.

—Entonces bebamos por Íñigo —dijo Quevedo.

Bebimos, y el contador Olmedilla, aquel fulano enlutado, menudo y pálido, nos acompañó desde su mesa sin tocar la jarra, con una seca inclinación de cabeza. En cuanto al capitán, a Don Francisco y a mí, ése no era el primer brindis de la jornada, tras el encuentro que nos unió a los tres en un abrazo en el puente de barcas que comunicaba Triana con el Arenal, apenas desembarcamos de la
Levantina
. Habíamos recorrido la costa desde El Puerto de Santa María, pasando frente a Rota antes de remontar por la barra de Sanlúcar hacia Sevilla, primero entre los grandes pinares de los arenales, y luego entre las arboledas, huertas y florestas que río arriba espesaban las márgenes del cauce famoso que los árabes llamaron Uad el Quevir, o río grande. Por contraste, de aquel viaje recuerdo sobre todo el silbato del cómitre marcando el ritmo de boga a la chusma, el olor a suciedad y sudor, el resuello de los forzados acompasándose con el tintineo de sus cadenas mientras los remos entraban y salían del agua con rítmica precisión, impulsando la galera contra la corriente. El cómitre, el sotacómitre y el alguacil paseaban por la crujía atentos a sus parroquianos; y de vez en cuando el rebenque se abatía sobre la espalda desnuda de algún remolón para tejerle un jubón de azotes. Era penoso contemplar a los remeros, ciento veinte hombres repartidos en veinticuatro bancos, cinco por cada remo, cabezas rapadas y rostros hirsutos, relucientes sus torsos de sudor mientras se incorporaban y volvían a dejarse caer atrás impulsando los largos maderos de los costados. Había allí esclavos moriscos, antiguos piratas turcos y renegados, pero también cristianos que remaban como forzados, cumpliendo condenas de una Justicia que no habían tenido oro suficiente para comprar a su gusto.

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