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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (3 page)

BOOK: El país de uno
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Y como este libro propone, las soluciones están allí para ser instrumentadas. Las recetas están allí para ser aplicadas. Las reformas están allí para ser ejecutadas. Abarcan las candidaturas ciudadanas y la reelección legislativa y los juicios orales y la reforma a la Ley de medios y la apertura de la televisión y la lucha contra los monopolios y el replanteamiento de la “guerra contra el narcotráfico” y la rendición de cuentas y la construcción de una ciudadanía crítica, participativa, exigente. Tanto por hacer. Tanto por cambiar. Tantos sitios donde amontonar el optimismo. El optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la inteligencia. El optimismo de quienes creen que las cosas en México están tan mal que sólo pueden mejorar. El optimismo perpetuo que se convierte en multiplicador.

En
El paciente inglés
, Katherine murmura: “Nosotros somos los verdaderos países, no los límites marcados en los mapas, no los nombres de los hombres poderosos.” México no es el país de Andrés Manuel López Obrador o Enrique Peña Nieto o Carlos Slim o Emilio Azcárraga o Carlos Romero Deschamps o Elba Esther Gordillo o Felipe Calderón. No es el país de los diputados o los gobernadores o los burócratas o los líderes sindicales o los monopolistas. Es el país de uno. El país nuestro. Ahora y siempre.

I. CÓMO HEMOS SIDO

No es posible que una persona pensante viva en nuestra sociedad sin querer cambiarla
.

G
EORGE
O
RWELL

Ante las demandas de la conformidad, ningún hombre puede sucumbir y permanecer libre
.

O
SCAR
W
ILDE

PAÍS SOMNOLIENTO

En México, muchos viven con la mano extendida. Con la palma abierta. Esperando la próxima dádiva del próximo político. Esperando la próxima entrega de lo que Octavio Paz llamó “el ogro filantrópico”. El cheque o el contrato o la camiseta o el vale o la torta o la licuadora o la pensión o el puesto o la recomendación. La generosidad del Estado, que con el paso del tiempo, produce personas acostumbradas a recibir en vez de participar. Personas acostumbradas a esperar en vez de exigir. Personas que son vasos y tazas. Ciudadanos vasija. Ciudadanos olla. Recipientes en lugar de participantes. Resignados ante lo poco que se vacía dentro de ellos.

Porque la economía no crece lo suficiente. Porque el país no avanza lo que debería. Porque el tiempo transcurre y porque los pobres difícilmente dejan de serlo. En México sigue siendo difícil saltar de una clase a otra, de un decil a otro. En México, la brecha entre los de abajo y los de arriba es cada vez más grande, cada vez más infranqueable. Como lo revela de manera dolorosa el libro
¿Nos movemos? La movilidad social en México
(Fundación ESRU, 2008), los ricos siguen siendo ricos, los pobres siguen siendo pobres, y la pertenencia a un decil económico u otro sigue siendo —en gran medida— hereditaria. Casi uno de cada dos mexicanos cuyos padres pertenecían al veinte por ciento de la población más pobre, permanece en ese mismo quintil. Y según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, el hijo de un obrero sólo tiene el diez por ciento de probabilidades de convertirse en profesionista. Nacer en la pobreza significa —en la mayor parte de los casos— morir en ella. Sin perspectivas, sin esperanzas, con la migración en la mente pero la familia en el corazón. Anhelando una vida mejor pero sin acceso a ella.

Eso es lo que hemos creado. Un país estancado. Un país atorado. Un país que no educa a su población. Un país con petróleo pero sin ciudadanos participativos. Un país de empleados en vez de emprendedores. Damnificado por las riquezas que explota pero que no comparte con las mayorías. Años dejando hacer y dejando pasar. Años de más de lo mismo ante una realidad que demanda mucho más. Postergando las decisiones difíciles y las reformas dolorosas. Posponiendo la modernización por los intereses que afectaría. Ignorando los retos que la globalización exige: una economía más competitiva, una mano de obra más productiva, una población más educada, un capitalismo más dinámico que genere riqueza y —al mismo tiempo— tenga los incentivos para distribuirla mejor.

Como escribe Tom Friedman en
The World is Flat: A Brief History of the Twenty-First Century
, mientras dormimos, la tecnología y la geoeconomía han aplanado al mundo. Desde Bangalore hasta Beijing, la innovación marcha a pasos veloces, nivelando el terreno de juego para aquellos que saben competir y quieren hacerlo. Allí están los ingenieros en la India y los diseñadores en China: innovando, compitiendo, produciendo, avanzando.

Mientras tanto, en nuestro país todos los días las noticias plasman síntomas reiterativos del regreso a la somnolencia habitual, a la desidia de decadas, al sonambulismo que ha embalsamado a quienes gobiernan y explica por qué —con frecuencia— lo hacen tan mal. México es como Rip Van Winkle, el famoso personaje del cuento corto de Washington Irving, que decide tomar una siesta y duerme durante veinte años, inconsciente ante los cambios que ocurren a su alrededor. El mundo se transforma mientras Rip ronca. El mundo se mueve mientras Rip se acurruca al margen de él. Y en nuestro país sucede algo similar, algo más o menos igual. Funcionarios que siguen durmiendo el sueño de los injustos, arrullados por una estructura de gobierno que se los permite. Representantes que siguen tomando la siesta, cobijados por una forma de ejercer el poder que concentra su ejercicio. El sueño compartido de la clase política como un pacto con clausúlas secretas. No sacudir la colcha. No cambiar las sábanas. No alterar la dosis diaria de los somníferos aunque al país le urja hacerlo.

Por ello no sorprende que un excelente análisis sobre México de la revista
The Economist
se titule “Hora de despertar”. Porque el sueño mexicano ha permitido gobernar —a unos y a otros— sin representar en realidad, gobernar sin reformar a fondo, gobernar sin modernizar a la velocidad que la globalización requiere y que los mexicanos necesitan. Políticos de un partido u otro, meciéndose en una hamaca apuntalada por el petróleo y las remesas. Dejando de hacer y dejando de empujar una reforma institucional urgente, una reforma política necesaria, una reforma hacendaria impostergable, una reforma educativa imperiosa, una reforma regulatoria deseable, una reforma energética que México ve con ambivalencia pero difícilmente puede eludir.

Pero es más fácil dejar todo como está. Gobernar como siempre se ha gobernado. Ver a la función pública como siempre se le ha visto. Ocupar la oficina, cobrar el sueldo, contratar al chofer, colgar los cuadros, pedir el celular, seleccionar a la secretaria. Administrar la inercia. Echarle la culpa por la falta de prisa al gobierno dividido o a la falta de mayorías legislativas. Y mientras tanto ese sueño de sexenios ha mantenido un andamiaje institucional para un sistema de partido dominante, disfuncional cuando ya no lo es.

Ese sueño compartido que ha mantenido un sistema presidencial que hoy opera con una lógica parlamentaria. Ese sueño que ha mantenido el monopolio de los partidos sobre la vida política. Ese sueño ininterrumpido que sigue viendo al gobierno como un lugar para rotar puestos en vez de representar ciudadanos. Donde no hay reelección ni la rendición de cuentas que debería producir. Donde no hay transparencia ni la obligación gubernamental de garantizarla. Donde se otorgan concesiones de bienes públicos para fines privados y se inauguran oficinas de lujo y se ignoran los conflictos de interés y se ejerce el presupuesto de modo discrecional. El sueño como inmunidad culpable. El sueño como tumba provisional.

La tumba incómoda que produce un país que desciende, poco a poco, en los índices internacionales de productividad, de competitividad, de educación, de transparencia. Con 35 millones de adultos que reciben menos de nueve años de educación. Con 400 mil mexicanos que anualmente dejan al país tras de sí. Huyendo, emigrando, abandonando. México partido entre los que acumulan riqueza y los que no tienen condiciones para hacerlo. México dividido entre los que acceden a la movilidad social y los que se mudan a Estados Unidos para aspirar a ella. Los costos de dormitar, los costos de reposar mientras que el mundo corre de prisa, imparable.

La tumba silenciosa que comparten los habitantes de un país que no crece lo suficiente, que no avanza lo suficiente, que no prospera lo suficiente. Porque nadie ha sido capaz de diseñar mejores políticas públicas e instrumentarlas. Porque nadie ha sido capaz de confrontar consistentemente a los monopolios y regularlos. Porque nadie ha sido capaz de reconocer los obstáculos para la competitividad y desmantelarlos. Porque nadie ha sido capaz de generar los consensos necesarios y ponerlos en prática. Porque el gobierno no invierte lo que debería en infraestructura, en educación, en salud, en la creación de empleo, dado que no tiene con qué. Año tras año, los mismos problemas diagnosticados y las mismas soluciones pospuestas. Año tras año, la siesta que abre la puerta a los fantasmas que cada gobierno entrante promete exorcisar.

Tiene razón el analista Luis Rubio: el problema de México no es técnico. El problema es que muchos saben qué hacer —para mejorar la economía y la política— pero pocos están dispuestos a hacerlo. El problema es que la recetas están allí para ser emuladas pero no hay personas con el arrojo o la audacia, o el compromiso para asegurar su aplicación. Porque eso entrañaría remplazar el paradigma prevaleciente sobre el papel del gobierno y la tarea de los partidos. Y quienes ocupan sus filas están demasiado a gusto. Viven demasiado bien. Ejercen el poder en nombre de personas a las cuales no les rinden cuentas, porque no hay reeleción. Ejercen el presupuesto en nombre de ciudadanos a los cuales nunca ven, porque no necesitan su aprobación para brincar al siguiente puesto. Pueden recostarse en su oficina recién remodelada ya que jamás recibirán sanción por ello.

Y esos somnolientos no pueden exigir lo que no están dispuestos a dar. El gobierno —de cualquier signo, panista, priísta o perredista— no logrará las reformas que se propone si no se reforma primero a sí mismo. Pero eso requerirá más que el recorte simbólico de los sueldos de los servidores públicos o la eliminación de las plurinominales. Más que convertir a la seguridad en prioridad y concentrar la mayor parte de los esfuerzos iniciales en ella. Más que fortalecer al Ejército y no perder oportunidad para tomarse la foto junto a sus mandos. No se trata tan sólo de hacer presente al gobierno sino de insistir en que actúe de otra manera. No se trata tan sólo de reforzar al Estado sino de mandar el mensaje de que funciona en nombre del interés público. Denunciando la corrupción y combatiéndola cuando emane incluso desde el poder. Cambiando las reglas del juego económico y regulando a quienes —durante demasiado tiempo— las han manipulado para su favor.

Tareas de un gobierno que despierta de golpe en vez de dormir de lado. Con una ética gubernamental a la que México aspira pero no ha visto aún. Con reformas al gasto público que recorten el dispendio y los privilegios que permite. Con reglas claras sobre el conflicto de interés que aseguren su erradicación. Con una actitud que demuestre su oposición a los años Rip Van Winkle de administraciones anteriores. Y en la mente, como mantra, el poema de Robert Frost: “El bosque es hermoso, oscuro y profundo. Pero tengo promesas que cumplir, y millas que recorrer antes de dormir. Y millas que recorrer antes de dormir”.

Habrá que despertar a México porque es un país privilegiado. Tiene una ubicación geográfica extraordinaria y cuenta con grandes riquezas naturales. Está poblado por millones de personas talentosas y trabajadoras. Pero a pesar de ello, la pregunta perenne es ¿por qué no nos modernizamos a la velocidad que podríamos y deberíamos? Aventuro algunas respuestas: por el petróleo, por el modelo educativo y el tipo de cultura política que crea, por la corrupción que esa cultura permite, por la estructura económica y por un sistema político erigido para que todo eso no cambie; para que los privilegios y los derechos adquiridos se mantengan tal y como están.

PAÍS PETRO-IDIOTIZADO

Desde hace cientos de años, México le apuesta a los recursos naturales y a la población mal pagada que los procesa. Le apuesta a la extracción de materias primas y a la mano de obra barata que se aboca a ello. Se convierte en un lugar de pocos dueños y muchos trabajadores; de hombres ricos y empleados pobres. Crea virreinatos y haciendas y latifundios y monopolios. Concentra la riqueza en pocas manos y erige gobiernos que lo permiten. Gobiernos liberales o conservadores en el siglo
XIX
, priístas o panistas en el siglo
XXI
, compartiendo el mismo fin: un sistema que protege al capital por encima del trabajo; un tipo de capitalismo que mantiene baja la recaudación y no tiene recursos suficientes para invertir en la educación.

Y donde no hay impuestos recaudados, no hay gobiernos eficaces. No hay un Estado que invierta en su población. No hay partidos que se centren en el capital humano y cómo formarlo. No hay líderes que piensen en la educación o en el empleo como prioridad. En cambio, sí hay mucha obra pública. Muchos caminos y puentes y segundos pisos y distribuidores viales y propuestas para Torres del Bicentenario. Muchas maneras de obtener apoyos cortoplacistas y los votos que acarrean. Muchas formas de manipular al electorado en vez de representarlo. Muchas maneras de comprar el voto en vez de ganarlo. Muchas constumbres vivas en el
PAN
, en el
PRI
, en el
PRD
, en todos los partidos. Formas de ejercer el poder que mantienen a México agarrado de la nuca.

Hemos creado un sistema de clientelas en todos los ámbitos. Un sistema de élites acaudaladas, amuralladas, asustadas ante los pobres a quienes no han querido —en realidad— educar. Porque no quieren franquear la brecha que tanto los beneficia. Porque no tienen los incentivos para hacerlo. Allí están los choferes y los obreros y los maestros y las empleadas domésticas y los jardineros mal pagados. Los que asisten a la escuela por turnos y dejan de hacerlo porque no parece importante. Sin primaria terminada, sin preparatoria acabada, sin una carrera profesional para hacerlos productivos, competitivos, ciudadanos empoderados de México y del mundo.

Hemos erigido un andamiaje político, social, cultural basado no en el mérito sino en las relaciones. Basado no en la excelencia sino en los contactos. Donde importa menos el grado que el apellido. Donde los puestos se adjudican como recompensa a la lealtad y no al profesionalismo. Donde las puertas se abren para los disciplinados y no necesariamente para los creativos. La dádiva de generación en generación, de familia en familia, de mano a mano. La palmada en la espalda y el guiño del ojo. Los matrimonios que cimientan alianzas de negocios y de clase. Las compañías que pasan del abuelo al hijo, al nieto. Los caudillos locales apoyados por sindicatos leales. El monopolio estatal que se vende al amigo y lo convierte en multimillonario.

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