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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (6 page)

BOOK: El país de uno
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Porque los ciudadanos conformistas engendran políticos mediocres. Los ciudadanos que relativizan mucho están dispuestos a esperar poco. Los ciudadanos con bajas expectativas producen gobiernos que los reflejan. En México es más fácil jugar con las reglas existentes que exigir nuevas. Es más cómodo seguir las costumbres que confrontarlas. Es más rentable la conformidad cortés que la indignación permanente. Es más aceptable tolerar las grandes omisiones y negociar las pequeñas sumisiones. Pero esa displicencia permite que la clase política siga actuando como lo hace. Ese conformismo corrosivo permite que el gobierno se dé palmadas en la espalda porque el nivel de violencia en México es menor que en Nueva Orleans; que
AMLO
sea apoyado tan sólo por las cosas inviables que promete; que el
PRI
sea aceptado tan sólo por la predecibilidad que ofrece; que Enrique Peña Nieto sea considerado un candidato presidencial viable tan sólo porque es guapo.

Por ello México se ha vuelto un país incapaz de responder a los retos que tiene enfrente desde hace años. Incapaz de entender un entorno global cada vez más competitivo. Incapaz de formar parte de una revolución tecnológica global. Incapaz de comprender la vasta transformación económica más allá de nuestras fronteras, que está creando nuevos ganadores y nuevos perdedores. Líderes políticos y empresariales e intelectuales han hecho poco por prepararnos para el nuevo milenio. Y una razón principal detrás de la inacción enraizada en nuestra cultura política y en nuestra estructura económica es la pleitesía permanente de tantos mexicanos a las “Ideas muertas”.

Ideas acumuladas que se han vuelto razón del rezago y explicación de la parálisis. Sentimientos de la nación que han contribuido a frenar su avance, como argumentan Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el ensayo “Un futuro para México” publicado en la revista
Nexos
. Los acuerdos tácitos, compartidos por empresarios y funcionarios, estudiantes y comerciantes, periodistas y analistas, sindicatos y sus líderes, dirigentes de partidos políticos y quienes votan por ellos. La predisposición institintiva a pensar que ciertos preceptos rigen la vida pública del país y deben seguir haciéndolo. Y aunque esa visión compartida no es del todo monolítica, los individuos que ocupan las principales posiciones de poder en México suscriben sus premisas centrales:

• El petróleo sólo puede ser extraído, distribuido y administrado por el Estado.

• La inversión extranjera debe ser vista y tratada con enorme suspicacia.

• Los monopolios públicos son necesarios para preservar los bienes de la nación y los monopolios privados son necesarios para crear “campeones nacionales”.

• La extracción de rentas a los ciudadanos/consumidores es una práctica normal y aceptable.

• El reto de la educación en México es ampliar la cobertura.

• La ley existe para ser negociada y el Estado de Derecho es siempre negociable.

• México no está preparado culturalmente para la reelección legislativa, las candidaturas ciudadanas, y otros instrumentos de las democracias funcionales.

• Las decisiones importantes sobre el destino del país deben quedar en manos de las élites corporativas.

Estos axiomas han formado parte de nuestra conciencia colectiva y de nuestro debate público durante decenios; son como una segunda piel. Determinan cúales son las rutas aceptables, las políticas públicas necesarias, las posibilidades que nos permitimos imaginar. Y de allí la paradoja: las ideas que guían el futuro de México fueron creadas para una realidad que ya no existe; las ideas que contribuyeron a forjar la patria hoy son responsables de su deterioro. Desde los pasillos del Congreso hasta la torre de Pemex; desde las oficinas de Telmex hasta la Secretaría de Comunicaciones y Transportes; desde la sede del
PRD
hasta dentro de la cabeza de Enrique Peña Nieto, los mexicanos son presa de ideas no sólo cuestionables sino equivocadas. Más grave aún: son ideas que corren en una ruta de colisión en contra de tendencias económicas y sociales irreversibles a nivel global. Son ideas muertas que están lastimando al país que las concibió.

Son ideas atávicas que motivan el comportamiento contraproducente de sus principales portadores, como los líderes priístas que defienden el monopolio de Pemex aunque sea ineficiente y rapaz. O los líderes perredistas que defienden el monopolio de Telmex, porque por lo menos está en manos de un mexicano. O los líderes panistas que defienden la posición privilegiada del
SNTE
por la alianza electoral/política que han establecido con la mujer a su mando. O los líderes empresariales que resisten la competencia en su sector aunque la posición predominante que tienen allí merme la competitividad. O los líderes partidistas que rechazan la reeleción legislativa aunque es un instrumento indispensable para obligar a la rendición de cuentas. O los intelectuales que cuestionan las candidaturas ciudadanas aunque contribuyan a abrir un juego político controlado por partidos escleróticos. O los analistas que achacan el retraso de México a un problema de cultura, cuando el éxito de los mexicanos en otras latitudes —como el de los inmigrantes en Estados Unidos— claramente evidencia un problema institucional.

La prevalencia de tantas ideas moribundas se debe a una combinación de factores. El cinismo. La indiferencia. La protección de intereses, negocios, concesiones y franquicias multimillonarias. Pero con estas explicaciones yace un problema más pernicioso: la gran inercia intelectual que caracteriza al país en la actualidad. Nos hemos acostumbrado a que “así es México”: así de atrasado, así de polarizado, así de corrupto, así de pasivo, así de “incambiable”. Nuestra incapacidad para pensar de maneras creativas y audaces nos vuelve víctimas de lo que el escritor Matt Miller llama “La tiranía de las ideas muertas”. Nos obliga a vivir en la dictadura de los paradigmas pasados. Nos convierte en un país de masoquistas, como sugiriera recientemente Mario Vargas Llosa.

Como México no logra pensar distinto, no logra adaptarse a las nuevas circunstancias. No logra responder adecuadamente a las siguientes preguntas: ¿Cómo promover el crecimiento económico acelerado? ¿Cómo construir un país de clases medias? ¿Cómo arreglar una democracia descompuesta para que represente ciudadanos en vez de proteger intereses? Contestar estas preguntas de mejor manera requerirá sacrificar algunas vacas sagradas, desechar muchas ortodoxias, reconocer nuestras ideas muertas y enterrarlas de una buena vez, antes de que hagan más daño. Porque como dice el proverbio, la muerte cancela todo menos la verdad y México necesita desarrollar nuevas ideas para el país que puede ser.

PAÍS DISCRIMINADOR

El conformismo y las ideas muertas permiten que en México, en estos días, ya todo sea visto como normal. Rutinario. Parte del paisaje. La violencia cotidiana en Ciudad Júarez y las muertes que produce. La impunidad rampante y los cadáveres que permite. Todos los días, a todas las horas, en todos los lugares: los ojos cerrados. Cerrados frente a miles de mujeres acechadas, hombres perseguidos, mexicanos maltratados. Mexicanos que se matan los unos a los otros, que se burlan los unos a los otros, que se discriminan entre sí. Pensando que eso es normal.

Cruces a las muertas de Juárez.

Pensando que así es la vida. Que así es el país. Que así es la democracia. Que la violencia y el odio y la homofobia y el racismo no son motivos de alarma. Que no son problemas profundos que requieren soluciones urgentes. Que la sociedad sólo enfrenta divisiones de clase más no de raza o de género o de preferencia sexual. Que México no es Estados Unidos, ese país “históricamente excluyente y cargado de racismo”. Que México no tiene por qué ser sensible a las denominaciones raciales porque nunca ha sido un país racista. Nunca ha sido un país excluyente. Nunca ha sido un país intolerante. Dicen aquellos que ignoran los códigos de conducta del lugar que habitan.

Porque esos argumentos ignoran a millones de mexicanos forzados a vivir a la intemperie. Sin la protección de la ley. Sin el paraguas de la igualdad. Sin el cobertor de la ciudadanía. Sin el arropo de los derechos civiles. Hostigados por depredadores sexuales, mutilados por secuestradores, asaltados por hombres abusivos, asesinados por su género o su edad, o su etnia. Millones de mujeres que viven la violencia y millones de indígenas que padecen la discriminación. Miles de homosexuales que enfrentan la homofobia y miles de discapacitados que sufren el rechazo. Cifra tras cifra, dato tras dato, expediente tras expediente: allí está la realidad de un país violento, de un país asustado, de un país intolerante.

“Pinche gringo” grita un automovilista cuando pasa al lado de mi esposo en el momento en que recoge una basura en la calle, cerca del Bosque de Chapultepec. Y bueno, se puede entender el motivo de la confusion porque tiene el cabello rubio, los ojos verdes y mide 1.96 m. Pero resulta que es canadiense y aún mas importante, es ser humano. Miembro de un grupo universal, cuyos derechos deberían trascender la raza, la etnia, el color de piel, la nacionalidad misma. Sin embargo —una y otra vez— se enfrenta a frases discriminatorias que son dardos, epítetos xenófobos que son flechas, expresiones intolerantes que revelan el rostro oscuro de México. Un país que es un maravilloso rompecabezas en su diversidad de etnias, culturas, edades, formas de pensar, de creer, de amar. Pero un rompecabezas incompleto todavía.

Porque aún hay millones de individuos a los cuales, se les discrimina, se les odia, se les golpea, se les trata como ciudadanos de segunda clase. Por sexo, por discapacidad, por ser joven, niña o niño, persona adulta mayor. Por orígen étnico, por apariencia, por nacionalidad, por preferencia sexual, por ser migrante. Indígenas a quienes se les niega el ejercicio igualitario de libertades y oportunidades. Mujeres a las cuales se les excluye y se les pone en desventaja. Homosexuales sometidos a la intolerancia sistemática, injusta e inmerecida. Ciudadanos a quienes se les violan sus derechos, a toda hora, todos los días. Como lo revela la primera Encuesta Nacional Sobre Discriminación, somos “una sociedad con intensas prácticas de exclusion, desprecio y discriminación hacia ciertos grupos” y “la discriminación está fuertemente enraizada y asumida en la cultura social, y se reproduce por medio de valores culturales”.

Cuesta trabajo sabernos así, asumirnos así, vernos así. Usando la frase de Doris Sommer, México vive con una serie de “ficciones fundacionales”. México se cubre la cara con la máscara de los mitos. El mito del país mestizo, incluyente, tolerante. El mito del país que es clasista mas no racista. El mito del país que abolió la esclavitud y con ello eliminó la discriminación. El mito del país progresista donde un indio zapoteca pudo ser presidente. Esas ficciones indispensables, esas ideas aceptadas: el mestizaje civilizador, el indio noble, la mujer como Madre Patria, la revolución igualitaria, la cultura acogedora. Esas medias verdades que son como bálsamo, como unguento, como antifaz. Esas mentiras aceptadas que ocultan la realidad de un país poco dispuesto a confrontarla. Donde nadie nunca se declara homofóbico o racista o machista o xenófobo o en favor de la violencia. Donde muchos por acción u omisión lo son y lo viven.

Un país donde 30.1 por ciento de las personas con educación secundaria no estarían dispuestas a permitir que en su casa vivieran personas con alguna discapacidad. Donde 28.1 por ciento no permitiría que vivieran personas de otra raza. Donde 30.1 por ciento no permitiría que vivieran extranjeros. Donde 32.5 por ciento no permitiría que vivieran personas con una cultura distinta. Donde 30.5 no permitiría que vivieran personas con ideas políticas distintas de las suyas. Donde 30.1 por ciento no permitiría que vivieran homosexuales o lesbianas. Donde no tener dinero, la apariencia física, la edad y el sexo son las condiciones más identificadas por la población cuya dignidad ha sido herida. Donde tres de cada diez mexicanos niegan o condicionan los derechos de los demás. Donde todo esto es percibido como normal.

La normalidad cotidiana de los asesinatos y los secuestros y las muertas de Juárez. La rutina recalcitrante de los cadáveres encontrados y los policías ajusticiados. El miedo compartido de quienes caminan en las calles de Nuevo Laredo y Ciudad Juárez. La noción apoyada por uno de cada cinco mexicanos a quienes les parece “natural” que a las mujeres se les prohíban más cosas que a los hombres. La experiencia común de la violencia familiar. Los ojos cerrados frente a la pobreza desgarradora. El uso extendido de expresiones derogatorias como “indio” y “naco” y “vieja” y “gata” y “nagual”. El odio en las calles y en las casas. Los puños alzados, las pistolas desenfundadas, las miradas esquivas.

Pero esta realidad no agravia lo suficiente. No indigna lo suficiente. No produce los cambios necesarios y las reformas imprescindibles. Porque México vive la anormalidad como algo normal. Porque las mayorías complacientes ignoran a las minorías marginadas. Porque la peor violencia la padecen los pobres. Porque las mujeres son vistas como ciudadanas de segunda categoría. Porque los indígenas son ignorados hasta que se sublevan en Chiapas.

Pero ése es el problema. La “normalidad” en México es la “anormalidad” en otras partes. En otros países verdaderamente multiculturales, con políticas públicas que también lo son. En otros sistemas políticos que promueven los derechos y la dignidad de sus minorías. En otras sociedades con estándares de corrección política que en México parecen risibles, pero tienen razón de ser. Las reglas —escritas y no escritas— que protegen a las mujeres y a los homosexuales y a los indígenas y a los discapacitados tienen razón de existir. Están allí para asegurar todos los derechos para todos. Para prevenir las burlas y los albures y los linchamientos y la violencia. Para crear un país de ciudadanos iguales frente a la ley, al margen de la edad, el género, el grosor de sus labios, el color de su piel, el origen de sus padres, el camino andado.

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