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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en la boca del lobo (9 page)

BOOK: El pequeño vampiro en la boca del lobo
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—Yo no creo que tú seas más cobarde que un conejo. —repuso Anton, y completó la frase de forma ambigua—: ¡Yo conozco a alguien que sí que lo es!

Con lo de «alguien», naturalmente, Anton se refería a Olga.

Con toda seguridad Olga era de todos ellos la que tenía el corazón «más pequeño»: ¡Dentro de él sólo había sido para ella misma!

Pero como Anton se esperaba, el vampiro interpretó de una forma completamente equivocada su insinuación.

—¡Sí, eso es cierto! —dijo—.

eres mucho más miedoso y más egoísta que yo.

Se rió graznando, y Anton puso a mal tiempo buena cara. ¿Qué remedio le quedaba?

Ser amigo de un vampiro no sólo significaba tener paciencia. No, sobre todo no se debía… ¡perder el buen humor!

Tener buen humor es reírse a pesar de todo… ¡Viejo lema de Anton!

Siempre la misma letanía

—¡Ay, estoy tan excitado! —dijo entonces el pequeño vampiro—. ¿Cuándo crees que podría empezar con el programa? ¡Que sea lo antes posible!.

—¿Cuándo? —dijo vacilando Anton.

Tenía la sensación de que era su deber advertir a Rüdiger de que no tuviera excesivas esperanzas, e indicarle los peligros que podría correr, ¡pues ni siquiera el propio señor Schwartenfeger sabía si su programa funcionaría realmente!

Por otra parte…, si funcionaba, ¡eso le supondría al pequeño vampiro una tremenda oportunidad! Y Anton no quería impedir que el vampiro tuviera aquella oportunidad desmoralizándole ya de antemano.

Pensó en el paciente misterioso: Igno Rante. ¡Aquel Igno Rante era un auténtico vampiro! ¡Y Anton le había visto en la consulta del psicólogo
antes
de ponerse el sol! Además: dijera Anton lo que dijera contra el programa… con el estado de ánimo en que se hallaba en aquel momento Rüdiger sólo pensaría que él, Anton, tenía celos de Olga. E ir a la consulta y hablar con el señor Schwartenfeger —pensó Anton— no suponía demasiado riesgo para el pequeño vampiro…

—Pasado mañana —dijo con voz ronca—. El lunes… El lunes por la noche vuelvo a ver al señor Schwartenfeger.

—¿Pasado mañana ya? —preguntó el vampiro haciendo castañetear sus afilados dientes. Y después de pensárselo un poco, continuó—: ¿Y cómo podemos hacerlo mejor? Quiero decir: quizá deberías enterarte tú primero…

—¡Ya lo he hecho! —declaró Anton—. Si quieres iniciar el programa, necesitas unas gafas de sol, crema solar…, sí, y colores amarillos.

—¿Gafas de sol? ¿Crema solar? ¿Colores amarillos? —repitió el pequeño vampiro contrayendo el rostro como si hubiera mordido un diente de ajo.

—Es que ésa es la terapia —intentó explicarle Anton—. Esas cosas las necesita el señor Schwartenfeger para la des…, dessen… Bueno: ¡para su entrenamiento contra los miedos fuertes!

No conseguía acordarse de la expresión correcta, y eso que Anton lo había buscado incluso en el diccionario y había encontrado que significaba algo así como «reducción de la sensibilidad».

El pequeño vampiro tosió un par de veces tapándose la boca con la mano.

—Suena un poco raro —dijo—. ¿Con eso no se tiene aún
más
miedo?

—Yo tampoco sé cómo va el programa exactamente —repuso Anton—. El señor Schwartenfeger dijo que teníais que hacer una sesión de prueba, porque… sólo hablando no se entiende el programa.

El vampiro aguzó el oído.

—¿Quiénes… teníamos?

Anton carraspeó.

—Anna y tú. Yo… yo le conté a Schwartenfeger que tenía dos amigos, y que esos dos amigos conocían a vampiros.

—¿Anna? —resolló el vampiro—. ¡Eh, es que yo no estoy de acuerdo con que Anna haga ese…, ese entrenamiento!

—¡No te preocupes! —dijo Anton tranquilizándole—. Ella tampoco quiere de ninguna manera.

—¡Ah! ¿No quiere? —dijo con una risita el pequeño vampiro—. Supongo que es que le falta valor para eso.

—¡Seguro! —dijo irónicamente Anton, ¡y es que por algo llevaba Anna el sobrenombre de «la Valiente»!

El pequeño vampiro volvió a hacer rechinar los dientes.

—Una sesión de prueba… —murmuró.

Luego se levantó y dijo decidido:

—Está bien: ¡haré la sesión de prueba! ¡Vete el lunes y que te den hora!

—¿Para mí? —preguntó Anton riéndose disimuladamente.

—No, para mí… ¡Tonto!

—¿Tonto? —dijo Anton riéndose más burlón todavía—. ¡Yo en tu lugar lo pediría cortésmente… por favor!

—Por favor, por favor… —refunfuñó el vampiro—. ¡Siempre la misma letanía! Está bien, por mí… ¿Pedirías,
por favor
, hora para mí?

—¿Por qué no lo has dicho así desde el principio? —preguntó Anton.

—Pe…, pero que no sea el miércoles —añadió apresuradamente el vampiro—. El miércoles estoy ocupado: ¡la sociedad filarmónica para hombres!

—¿Ocupado?
[3]
.

Anton miró la capa del vampiro… justo donde se marcaba el contorno del libro.

—Bueno, te pediré hora —dijo—. ¡Pero sólo si me devuelves
La Bella y el Vampiro
!

El vampiro le lanzó una mirada sombría.

—¿A eso le llamas tú cortesía? —dijo lleno de desprecio.

Se fue hasta la ventana y la abrió de un tirón.

—Tú sólo ves la paja en el ojo ajeno —observó mordaz—, pero no la viga en el propio… ¡Ay!

Al parecer se había golpeado la cabeza con el marco de la ventana. Soltó un bufido de furia y se marchó de allí volando sin decir una sola palabra de despedida… y con el libro de Anton.

Anton suspiró. El que era amigo de un vampiro no sólo necesitaba tener paciencia y buen humor, sino, sobre todo, libros… Y no libros cualquiera, sino libros realmente buenos: ¡libros de vampiros! Pero un libro sí que le quedaba todavía:
Hombres-lobo… Las trece mejores historias
.

Anton lo cogió y se echó en su cama.

Sin embargo, aquel sábado había sido tan agotador que Anton no pasó de la primera línea.

«Una tormentosa noche de otoño dos caminantes solitarios llamaron a la puerta de…», leyó. Luego se le cerraron los ojos y se quedó dormido.

El paciente con éxito

Cuando el lunes por la tarde Anton en casa detrás de su madre olía deliciosamente a patatas asadas.

—¡Humm, qué ricas! —exclamó lleno de alegría.

El padre de Anton se asomó al pasillo.

—Espero que hayáis venido con bastante hambre.

—¿Patatas asadas por la noche? —repuso la madre de Anton frunciendo la comisura de los labios—. ¡Tienen demasiadas calorías! Y además son pesadas para el estómago.

—¡Y yo que pensaba que os iba a dar una alegría! —dijo el padre de Anton—. Después de vuestra larga sesión con el psicólogo…

—Después de
mi
larga sesión con el psicólogo —le corrigió Anton—. Mamá sólo me ha llevado en el coche.

—¡Sí, y hubiera sido más inteligente quedarme aquí corrigiendo los cuadernos de los deberes! —protestó ella—. ¡Ahora me queda un montón de trabajo por hacer!

Anton se rió irónicamente.

—¡Si me hubieras dejado ir a mí en el autobús!…

—Pero a

sí que me has dado una enorme alegría con las patatas asadas. —declaró Anton dirigiéndose a su padre. Y mirando de soslayo a su madre añadió—: ¡Yo no tengo que cuidar mi línea!

—¡Ja, ja! —se rió su madre lanzándole una mirada de desprecio.

Ella estiró el mentón y con enérgicos pasos se marchó a su cuarto de trabajo.

—¡Que os aproveche vuestra bomba de calorías! —bufó ella cerrando a sus espaldas la puerta.

El padre de Anton miró anonadado hacia la puerta cerrada.

—Dime, ¿os habéis peleado mamá y tú?

—¡No, qué va! —dijo Anton—. ¿Y vosotros?

—Sin embargo, tiene que haber algún motivo para el mal humor de mamá. —insistió su padre—. ¿Le ha revelado el señor Schwartenfeger alguna cosa desagradable?

Anton sacudió la cabeza.

—No —dijo marchando hacia la cocina.

—Entonces probablemente serán los cuadernos de los deberes los que le han puesto de mal humor —observó su padre siguiéndole.

Cuando llegaron a la cocina, Anton se sirvió una gran ración de patatas asadas.

—¿Qué es lo que ha dicho entonces el señor Schwartenfeger? —preguntó su padre sirviéndose también generosamente.

—Bah —contestó Anton con la boca llena—. Que ya no tengo que volver a ir.

—¿De verdad? —dijo alegre su padre—. O sea ¿que entonces ya estás curado? —dijo, y aquello probablemente debía de ser un chiste—. ¡Eres, por así decirlo, un paciente con éxito del señor Schwartenfeger!

Anton se rió burlón.

—Eso parece.

—¿Y además de eso? —le preguntó su padre—. ¿De qué más habéis hablado?

—¿Además de eso? —dijo Anton intentando ganar tiempo—. Del colegio y esas cosas.

Anton, naturalmente, le ocultó que sobre todo habían estado hablando de la sesión de prueba. Y también se guardó para sí lo de que tenían hora: el sábado por la noche, a las 21.30, tenía que ir con el pequeño vampiro a la consulta del señor Schwartenfeger. Y Rüdiger tendría entonces sus primeras experiencias sobre el misterioso programa…

—¿El sábado —preguntó cautelosamente Anton— vais a volver a ir al cine?

—No, al teatro —contestó su padre—. Mamá ya ha comprado las entradas.

—¿Ya tiene las entradas? —se alegró Anton—-. ¿Qué es lo que ponen? —preguntó de buen humor—. ¿
Romeo y Julieta. Segunda Parte
?

—Ni idea —contestó su padre—. Ha sido
mamá
quien ha comprado las entradas.

Anton se rió irónicamente.

—También un empacho de cultura, ¿eh?

Su padre se rió y se llenó el plato por segunda vez.

—¡Por lo menos no me empacharé con las patatas asadas!

Plena confianza

Después de cenar, Anton se fue a su habitación…, según dijo para empollar matemáticas.

Abrió la ventana y se asomó. Empezaba a oscurecer y en la mayoría de las casas las luces estaban encendidas.

«¡Ojalá no se haga esperar demasiado el pequeño vampiro!», pensó.

Cogió su libro
Hombres-lobo… Las trece mejores historias
, se tumbó en la cama y encendió la lámpara de la mesilla de noche.

Pero apenas se había leído la primera página cuando oyó que una voz ronca le decía desde la ventana:

—¡Hola, Anton!

En el alféizar de la ventana estaba el pequeño vampiro.

—Hola, Rüdiger —le saludó alegremente Anton.

El pequeño vampiro entró en la habitación tosiendo varias veces.

Anton se asustó. El vampiro parecía aún más pálido que de costumbre… y tenía un aspecto realmente demacrado y decaído.

¿No estaría acaso… enfermo?

El pequeño vampiro pareció haberle adivinado el pensamiento, pues le dijo:

—No te preocupes; sólo es mi estómago, mi pobre estómago vacío.

Se rió con un graznido y su risa se convirtió en una tos bronca y entrecortada.

Anton notó cómo se le ponía la carne de gallina.

—Yo…, esto, la sesión de prueba… —dijo rápidamente para desviar la conversación hacia un tema menos peliagudo—. ¡El señor Schwartenfeger me ha dado hora para el sábado!

—¿Para ti?

—No, para nosotros, naturalmente —dijo Anton—. ¿O acaso ya no quieres que vaya yo también?

—¡Sí, claro que sí! —gruñó el vampiro—. Todavía no estoy harto de vivir. Pero… ¿por qué hasta el sábado nada?

—Porque… —dijo carraspeando Anton— …Es que el señor Schwartenfeger no hace ese entrenamiento en sus horas normales de consulta —le explicó entonces—. Sí, y
durante
la semana es que yo no puedo…, por mis padres y por el colegio.

—Y tus padres la mayoría de los sábados se marchan, ya lo sé —completó el vampiro—. ¿Cuándo tenemos que estar allí?

—A las nueve y media.

—¿A las nueve y media?

El pequeño vampiro volvió a toser. Cuando se le pasó la tos, dijo con una amplia sonrisa burlona:

—Bueno, a esa hora probablemente ya habré… ¡comido!… ¡Pero ahora no me queda más remedio que hacer algo por mi bienestar físico! —añadió sacudiendo las piernas como si se le hubieran quedado dormidas—. Pues hasta el sábado —dijo volviéndose hacia la ventana.

—¡Es… espera! —exclamó Anton.

—¿Qué pasa ahora?

—Para la sesión de prueba… Las gafas de sol y el aceite bronceador y la crema solar…

El pequeño vampiro se aupó hasta el poyete de la ventana.

—Te dejo que te encargues tú de ello —dijo con altanería—. ¡Para estas cosas tengo plena confianza en ti!

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