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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (2 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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Anton saltó de la cama y apretó el mando de encendido. Entonces volvió a envolverse en su manta y esperó a que, lentamente, apareciera la imagen. Pero aún ponían el programa deportivo. La habitación estaba bastante lóbrega y sombría. King—Kong, en el póster de la pared, hacía una mueca horrenda que iba bien con el estado de ánimo de Anton: se sentía salvaje y abandonado como el único superviviente de una catástrofe marítima, náufrago en una isla del sur habitada por caníbales. Y la cama era su madriguera, suave y cálida, y si quería podía esconderse en ella y no dejarse ver. Había un montón de víveres delante de la entrada de la cueva; sólo faltaba el agua de fuego. Anton pensó, anheloso, en la botella de zumo de manzana que había en la nevera, ¡pero hasta allí había un largo camino a través del oscuro pasillo! ¿Debería regresar nadando al barco, pasando al lado de los tiburones sedientos de sangre que sólo esperaban sus víctimas? ¡¡Brrr!! Pero ¿no morían los náufragos mucho más por la sed que por el hambre?

Por tanto, se puso en camino. ¡Odiaba el pasillo, con la lámpara eternamente rota que nadie reparaba! ¡Odiaba los abrigos que se balanceaban en el ropero y que parecían ahogados! Y ahora le daba miedo incluso la liebre disecada del cuarto de trabajo de su madre, a pesar de que otras veces a él le gustara tanto asustar con ella a otros niños.

Finalmente había llegado a la cocina. Sacó de la nevera la botella de zumo de manzana y cortó una gruesa rebanada de queso. Mientras hacía esto, escuchaba para ver si había comenzado la película policiaca. Oyó una voz de mujer. Probablemente la locutora que anunciaba el comienzo de la película. Anton se sujetó la botella bajo el brazo y echó a correr.

Pero no llegó lejos, pues ya en el pasillo advirtió de repente que había algo que no iba bien. Permaneció parado y escuchó atentamente... y de repente supo lo que era: ¡ya no oía la voz de la televisión! Eso sólo podía significar una cosa: ¡alguien debía de haberse colado en su habitación y había apagado la televisión! Anton notó cómo el corazón le daba un salto y después le latía como loco. Y desde el estómago le subía hacia arriba un extraño hormigueo que se le quedaba en la garganta. Ante él surgieron imágenes horrorosas: ¡imágenes de hombres con medias en la cabeza, con cuchillos y pistolas, que se introducían de noche en casas abandonadas para saquearlas y que tiraban al suelo lo que se interponía en su camino! La ventana de la habitación estaba abierta, recordó Anton. El ladrón podía, pues, haber trepado desde el balcón de los vecinos.

De repente se oyó un ruido: la botella de zumo de manzana se le había caído de la mano y rodó por el pasillo justo hasta la puerta de la habitación. Anton contuvo la respiración y esperó..., pero no pasó nada. ¿Acaso lo del ladrón eran sólo figuraciones? Pero entonces ¿por qué ya no funcionaba la televisión?

Levantó la botella y abrió cautelosamente la puerta de su habitación. Llegó hasta su nariz un curioso olor enrarecido y a moho como el del sótano, y así como si se hubiera quemado algo. ¿Vendría de la televisión? Rápidamente retiró el enchufe. Probablemente se habían quemado los cables.

Entonces Anton oyó un extraño crujido que parecía venir de la ventana. Y de pronto creyó ver detrás de las cortinas una sombra que se perfilaba en la clara luz de la luna. Muy lentamente, temblándole las rodillas, se aproximó de puntillas. El extraño olor se hizo más fuerte; olía como si alguien hubiera quemado una caja de cerillas entera. También el crujido se hizo más fuerte. De repente Anton se quedó parado como si hubiera echado raíces...: en el alféizar, delante de los visillos que flotaban con la corriente de aire, estaba sentado algo y lo miraba fijamente. Tenía un aspecto tan horrible que Anton pensó que iba a caerse muerto. Dos ojos pequeños e inyectados en sangre relampagueaban frente a él desde un rostro blanco como la cal; una cabellera peluda le colgaba en largos mechones hasta una sucia y negra capa. La gigantesca boca, roja como la sangre, se abría y cerraba, y los dientes, que eran extraordinariamente blancos y afilados como puñales, chocaban con un rechinar atroz. A Anton se le erizó el pelo y se le detuvo la sangre en las venas. ¡La cosa de la ventana era peor que King—Kong, peor que Frankenstein y peor que Drácula! ¡Era lo más espantoso que Anton había visto jamás!

A la cosa parecía divertirle ver temblar a Anton con un miedo de muerte, pues ahora hizo con su gigantesca boca una mueca horrorosa con el que dejó completamente al descubierto sus colmillos, agudos como agujas y muy salientes.

—¡Un vampiro! —gritó Anton.

Y la cosa contestó con una voz que parecía salir de las más lóbregas profundidades de la tierra:

—¡Sí, señor, un vampiro! —Y de un salto había entrado ya en la habitación, colocándose delante de la puerta—. ¿Tienes miedo? —preguntó.

Anton no pudo articular ni un sonido.

—¡Pues estás bastante flojucho! No hay mucho que sacar, creo yo. —El vampiro lo examinó con una mirada salvaje—. ¿Y dónde están tus padres?

—En el ci..., cine —tartamudeó Anton.

—Ya, ya, Y tu padre, ¿está sano? ¿Buena sangre?

Al decir esto el vampiro se rió para sí y Anton vio brillar los colmillos a la luz de la luna.

—¡Como tú seguramente sabes, nosotros nos alimentamos de sangre!

—Yo tengo una sangre muy ma... mala —tartamudeó Anton—. Siempre tengo que tomar pa... pa... pastillas.

—¡Pobrecillo!

El vampiro dio un paso hacia Anton.

—¿Eso también es verdad?

—¡No me toques! —gritó Anton, intentando hacerse a un lado. Chocó precisamente con la bolsa de los ositos de goma que estaba delante de su cama y éstos rodaron por la alfombra. El vampiro soltó una estruendosa carcajada. Sonó como un trueno.

—Mira, ositos de goma —exclamó, apaciguándose—, ¡qué monada! —Cogió un osito de goma—. Antes yo también tenía siempre algunos —susurró—, de mi abuela.

Se metió el osito de goma en la boca y lo masticó de un lado a otro durante un rato. De repente lo escupió, lanzándolo en un arco elevado, y empezó a dar graznidos y a toser. Al mismo tiempo profería los más espantosos juramentos y maldiciones. Anton aprovechó la ocasión para ponerse a cubierto tras el escritorio. Pero el vampiro se había quedado tan débil por el ataque de tos que se hundió en la cama y no se movió durante minutos. Entonces sacó de debajo de la capa un gran pañuelo tinto en sangre y se limpió larga y detenidamente la nariz.

—Esto sólo puede pasarme a mí —sollozó—. Mamá me lo había advertido categóricamente.

—¿Por qué advertido? —preguntó curioso Anton. Detrás de su escritorio se sentía considerablemente mejor.

El vampiro le lanzó una mirada colérica.

—¡Porque uno, como vampiro que es, tiene un estómago sensible, tonto! Lo dulce es veneno para nosotros.

A Anton le dio verdadera pena.

—¿Puedes aguantar entonces el zumo de manzana? —quiso saber.

El vampiro dio un grito de espanto.

—¿Quieres envenenarme?— bramó.

—Perdóname, por favor —dijo apocado Anton—, sólo pensaba que...

—Está bien.

Al parecer, el vampiro no se lo había tomado a mal. «Realmente es un vampiro muy simpático —pensó Anton— a pesar de su aspecto tan horroroso.» De cualquier modo, él se había imaginado mucho más horribles a los vampiros.

—¿Eres ya viejo? —preguntó.

—Viejísimo.

—Pero si eres mucho más bajo que yo...

—¿Y qué? Es que morí precisamente cuando era niño.

—Ah, vaya.

Con eso no había contado Anton.

—¿Y ya estás..., quiero decir, también tienes una tumba?

El vampiro reprimió la risa.

—Y puedes visitarme cuando quieras. Pero sólo después de ponerse el sol. Durante el día dormimos.

—Lo sé —presumió Anton. Al fin podía mostrar que lo sabía todo sobre vampiros—. Cuando los vampiros se exponen al sol mueren. Por eso por las noches tienen que apresurarse para estar antes del amanecer de nuevo en la tumba.

—Un chico listo —dijo sarcástico el vampiro.

—¡Y cuando se sabe dónde yace alguno, se le debe atravesar el corazón con una estaca de madera! —prosiguió Anton.

Esto no hubiera debido decirlo, pues el vampiro prorrumpió en un bramido desgarrador y se abalanzó sobre Anton. Pero Anton fue más rápido. Con la velocidad del rayo se deslizó por debajo del escritorio y se apresuró hacia la puerta, seguido de cerca por el vampiro que bufaba de coraje. Poco antes de la puerta el vampiro lo había alcanzado.

«Ahora se acabó —pensó Anton—, ¡me va a morder!»

Todo su cuerpo temblaba. El vampiro estaba de pie ante él respirando con dificultad. Sus dientes hacían un atroz clic—clac y sus ojos relucían como carbones ardientes. Cogió a Anton y lo zarandeó.

—Si hablas otra vez de la estaca de madera —chilló—, puedes hacer tu testamento, ¿entendido?

—Sss... sí —tartamudeó Anton—. No... no quería molestarte en absoluto, de verdad que no.

—¡Siéntate! —ordenó con brusquedad el vampiro.

Anton obedeció y el vampiro empezó a andar de un lado a otro de la habitación.

—¿Y qué hago yo ahora contigo? —exclamó.

—Pues podríamos escuchar discos —propuso Anton.

—¡No! —gritó el vampiro.

—O jugar al «Endemoniado».

—¡No!

—¿O debo enseñarte mis postales?

—¡No, no y otra vez no!

—Entonces tampoco se me ocurre nada —dijo desconcertado Anton.

El vampiro se había quedado parado delante del póster de King—Kong. Se le escapó un grito salvaje.

—¡Este mono! —gruñó arrancando el cuadro de la pared y rompiéndolo en mil trocitos.

—Eso es una canallada —protestó Anton—, mi póster favorito...

—Bueno, ¿y qué? —siseó el vampiro.

Ahora había descubierto los libros de King—Kong en la estantería y hacía revolotear página por página, rasgadas por la mitad, hacia la cama.

—¡Mis libros —berreó Anton—, todos comprados con las propinas!

De pronto el vampiro se detuvo; una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro.

—¡Drácula!... —leyó a media voz—. ¡Mi libro favorito!

Miró a Anton con ojos radiantes.

—¿Puedo tomar éste prestado?

—Por mí... Pero hay que devolverlo, entendido.

—Claro que sí.

Satisfecho, se metió el libro bajo la capa.

—Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Anton. ¿Y tú?

—Rüdiger.

—¿Rüdiger?

Anton estuvo a punto de desternillarse de risa, pero pudo reprimirse a tiempo. En definitiva, no quería volver a encolerizar al vampiro.

—Pues es un nombre bonito —dijo.

—¿Tú crees? —preguntó el vampiro.

—De verdad. Y muy apropiado.

El vampiro parecía muy halagado.

—Pues Anton también es un nombre bonito.

—No lo creo en absoluto —dijo Anton—, en el colegio siempre se ríen al oírlo. Pero mi padre se llama también Anton, ¿sabes?

—Ah, vaya.

—Y ya mi abuelo se llamaba Anton. ¡Como si eso me importara!

—Realmente, hasta ahora también yo había encontrado siempre Rüdiger bastante estúpido —dijo el vampiro—. Pero uno se acostumbra.

—Sí, se acostumbra uno —suspiró Anton.

—Dime, ¿estás a menudo así, solo, en casa? —preguntó el vampiro.

—Todos los sábados.

—¿Y no tienes ningún miedo?

—Sí.

—Yo también. Sobre todo en la oscuridad —declaró el vampiro—. Mi padre dice siempre: «Rüdiger, tú no eres un vampiro, ¡eres una gallina!».

Se miraron y se rieron.

—¿Tu padre también es vampiro? —preguntó Anton.

—¡Claro que sí! —dijo el vampiro—. ¿Qué pensabas?

—¿Y tu madre también?

—Naturalmente. Y mi hermana y mi hermano y mi abuela y mi abuelo y mi tía y mi tío...

—¡Cielos! ¿Toda tu familia?

—¡Toda mi familia! —dijo el vampiro lleno de orgullo.

—Mi familia es completamente normal —dijo tristemente Anton—. Mi padre trabaja en una oficina, mi madre es profesora, hermanos no tengo..., puedes imaginarte lo aburrida que es nuestra casa.

El vampiro lo miró compasivo y explicó:

—En nuestra casa siempre pasa algo.

—¿Qué? ¡Cuéntame! —¡Al fin oiría una auténtica historia de vampiros!

—Pues bien —dijo el vampiro—, fue el invierno pasado. ¿Te acuerdas aún de lo frío que fue...? Bien, nos despertamos; el maldito sol acaba de ponerse. Entonces yo tengo un hambre horrible y quiero levantar la tapa del ataúd, ¡pero no se puede! Golpeo contra ella con los puños, empujo con los pies..., ¡nada! Y oigo cómo mis parientes se esfuerzan exactamente igual que yo en las tumbas de alrededor. ¡E imagínate: durante dos noches seguidas no conseguimos abrir los ataúdes! Después empezó por fin a deshelar y pudimos hacer saltar las tapas con los mayores esfuerzos del mundo. ¡Casi nos morimos de hambre! Pero esto no es absolutamente nada en comparación con el asunto del guardián del cementerio. ¿Quieres oírlo también?

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