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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (4 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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El vampiro tomó casi con ternura el libro en las manos.

—¡Eso suena bien!

—¿Has traído el otro? —preguntó Anton.

—Ejem... —dijo el vampiro tosiendo confuso—, lo tiene ahora mi hermana.

—¿Tu hermana pequeña? —exclamó Anton.

—Bueno... ya te lo devolveré. Me suplicó tanto que no pude negarme. —Y mientras guardaba rápidamente bajo su capa
La venganza de Drácula
, dijo—: La semana que viene te traeré los dos.

—Está bien —dijo Anton—. Por cierto, ¿qué te parece mi cuadro?

Señaló orgulloso el póster del armario.—

—¿Lo has hecho tú?

El vampiro contrajo la comisura de los labios en un gesto de aprobación.

—No está mal.

—¿Y qué te parece el vampiro?

—¡Bien! Pero quizá la boca es demasiado roja.

—¿Demasiado roja? ¡Pero si la tuya es también tan roja!

—Bueno, sí —dijo el vampiro tosiendo—, es que yo he... comido.

—Ah, vaya —murmuró Anton—, eso, claro, no lo sabía. Pero lo puedo pintar por encima otra vez —dijo.

De repente oyó que se abría la puerta de la sala de estar.

—¡Mi madre! —exclamó—. ¡Rápido, dentro del armario!

—Pero ¿por qué? —preguntó el vampiro queriendo ir hacia la ventana—. Si puedo también...

—No, no —dijo Anton—, ella se irá enseguida.

Entonces llamaron a la puerta de Anton.

—Anton —exclamó la madre—, ¿tomamos té?

—Ah —dijo Anton mientras iba hacia la puerta y pensaba esforzadamente, al mismo tiempo, una excusa—, no tengo ninguna sed.

Abrió la puerta sólo un resquicio.

—¿Y el «Endemoniado»? ¿Qué te parece?

—Mi libro está en estos momentos tan interesante...

—Anton —dijo la madre con voz preocupada intentando acechar la habitación por encima de su cabeza—, ¿no estarás enfermo? ¿Te encuentras mal?

—¿Por qué dices eso?

—Hay en tu cuarto un olor tan raro... Anton, ¿acaso has jugado con cerillas?

—¿Yoooo...? —exclamó indignado Anton—. ¡No!

—Hay algo raro aquí —declaró la madre, y, decidida, hizo a un lado a Anton y entró cojeando en la habitación. Miró desconfiada a su alrededor, pero, a todas luces, no pudo descubrir nada de particular. Luego su mirada cayó sobre el armario y con la exclamación: «Sí, ¿y esto qué es?», agarró la misteriosa punta de tela negra que sobresalía de la puerta cerrada del armario y tiró de ella.

—¡Ay! —gritó una voz apagada desde el interior del armario—. ¡Mi capa!

Anton se había puesto blanco como la tiza.

—Un amigo mío —dijo rápidamente colocándose ante la puerta del armario como protección.

—¿Y por qué está en el armario? —preguntó la madre.

—Porque... es algo fotófobo.

—Ya, ya, fotófobo —dijo la madre—; a pesar de ello me gustaría verlo.

—No, eso es imposible.

—¿Y por qué?

—Porque..., hoy ha venido con su disfraz de carnaval.

—¿Con su disfraz de carnaval? —se rió la madre—. ¡Pues eso es una razón más para verlo! ¡Pregúntale si quiere tomar el té con nosotros!

Anton negó con la cabeza.

—Seguro que no quiere. No toma precisamente... té.

—¿No? ¿Entonces qué?

Procedente del armario se oyó un fuerte graznido.

—¿Bebe quizá... zumo? —preguntó la madre.

—¡Si está muy rojo! —gruñó el vampiro desde el armario.

La madre se sobresaltó.

—Zumo rojo no tengo —dijo—, pero sí gaseosa.

—¡Gaseosa..., puff! —bufó el vampiro.

—Bien, pues entonces nada —dijo ofendida la madre—. Voy a preparar el té.

Dicho esto, fue cojeando hacia la puerta.

Apenas había desaparecido, cuando el vampiro salió del armario tambaleándose y tomando aire. Su rostro estaba aún más pálido que de costumbre y sus dientes castañeteaban unos contra otros horriblemente alto.

—¿Y ahora? —preguntó Anton, que andaba agitado de un lado a otro de la habitación.

—¡Yo me voy volando! —declaró el vampiro con voz de ultratumba.

—Pero no puedes dejarme en la estacada —exclamó Anton—. ¿Qué voy a decirle a mi madre cuando pregunte dónde estás?

—Dile que... —empezó el vampiro; pero entonces oyeron ambos otra vez los pasos de la madre en el pasillo.

—¿Venís? —preguntó.

Sin una palabra más el vampiro se elevó en el aire y salió volando de allí.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó la madre en la puerta, sorprendida.

—Él..., ejem —dijo Anton—, pues ahora se ha ido al carnaval.

—¿Al carnaval? —se sorprendió la madre—. ¿En mitad del verano?

—¿Por qué no? —murmuró Anton.

La madre lo miró dudando.

—Vaya amigos tan raros que tienes —dijo.

—¿Por qué amigos? —gruñó Anton—. Ése era sólo uno.

—¡Pero qué uno! —se rió la madre—. ¡Espero poderlo ver fuera del armario la próxima vez! Por cierto, no he oído en absoluto cómo se iba.

—Es que es muy discreto —dijo Anton. «Buff —pensó—, ahora preguntará por qué al venir no ha tocado el timbre. ¿Y qué le digo yo entonces?»

Pero afortunadamente sonó en ese preciso momento el reloj minutero en la cocina.

—¡Oh! —exclamó la madre—. El té está listo. ¿Vienes?

Anton asintió.

—Estupendo —dijo ella—, y no te olvides de cerrar la ventana. Si no te van a entrar polillas en la habitación.

—O vampiros —dijo Anton; pero esto ya no lo había oído su madre.

Anton se acercó tristemente a la ventana. ¡Y esto había sido su sábado, del que tanto había esperado! En fin, ¡quizá la próxima semana saldría mejor! Cerró la ventana y corrió los visillos.

—¡Ya voy —exclamó—, y además llevo el «Endemoniado»!

Mientras tomaban el té la madre preguntó:

—¿De qué se había disfrazado tu amigo?

—Ah, él; se había disfrazado de..., eh... —murmuró Anton carraspeando larga y continuamente—, o sea, él iba... —¿Debía decir la verdad? De todos modos, su madre no le iba a creer.

Ella se rió.

—¿Es qué es tan difícil de explicar?

—En cierto modo, sí —dijo Anton—. Bien, iba de... ¡vampiro!

—¿Vampiro? —exclamó la madre rompiendo en una efusiva carcajada—. ¡Qué lastima que no lo haya visto!

—Seguro que volverá a llevar a menudo el disfraz —dijo Anton para consolarla. Y poniéndose alegre de repente añadió—: Es más, en realidad casi siempre lo lleva puesto.

Pero la madre no le creyó. Sólo se rió aún más alto exclamando:

—¡Definitivamente, Anton, tú lees demasiadas historias de terror! ¡Ya sólo falta que me cuentes que no se ha ido por la puerta, sino que se ha ido volando!

—Bueno, si ya lo sabes... —dijo Anton. ¡Los adultos siempre creen tener el patrimonio de la sabiduría!

—¡Pero, Anton —dijo conciliadora la madre—, no vamos a pelearnos por los vampiros! Ven, ahora vamos a jugar al «Endemoniado», ¿de acuerdo?

—Sí —gruñó Anton. ¿Acaso había querido pelearse él por los vampiros?

Suspirando colocó el tablero, repartió las fichas y ofreció el dado a la madre.

—Te toca.

—¿Por qué yo?

—El más débil empieza.

La segunda capa

—Anton —preguntó la madre al día siguiente—, ¿va a venir hoy tu amigo?

Los padres querían ir esa noche al teatro y por ello se habían vestido especialmente elegantes: la madre llevaba el vestido brillante con mucho escote y el padre su traje de terciopelo y la corbata de seda.

Anton, que ya esperaba a la puerta de la casa para decirles adiós, tosió tímidamente y dijo:

—Ejem, quizá..., es decir, en caso de que no vaya al carnaval...

—¿Cómo? —exclamó el padre—. ¿Quién va al carnaval?

Riéndose dijo la madre:

—El nuevo amigo de Anton. Parece que celebra el carnaval a lo largo de todo el año.

El padre puso cara de incomprensión.

—¿Y sabes con qué disfraz? —se rió la madre—. ¡De vampiro!

Ahora el padre tenía tal pinta de estupidez que a Anton le hubiera gustado reírse a carcajadas. Pero prefirió controlarse..., ¡si no iba a haber bronca y a lo mejor su padre se quedaba en casa por el disgusto! Pues ¿quién sabe qué ideas se les ocurren a los adultos?

—En cualquier caso —dijo la madre a Anton—, querríamos conocer pronto a tu amigo. Y a sus padres, naturalmente, también.

—¿A sus padres? —exclamó Anton.

—Claro que sí —dijo la madre—, es que queremos saber con quién tiene amistad nuestro hijo.

—¡Pero si yo no tengo amistad con los padres! —exclamó Anton.

—¡De todas formas! —dijo la madre—. Por cierto, ¿dónde vive tu amigo?

—Nos tenemos que marchar —la interrumpió el padre—. ¡Vamos, Helga!

—Sí, sí, enseguida —dijo la madre.

Anton, que ya tenía esperanzas de haberse ahorrado la respuesta, empezó a tartamudear:

—O sea, él, sí, él vive junto al ce... cementerio.

—¿Dónde? —exclamó asustada la madre; pero el padre la tomó suavemente del brazo y la llevó consigo hacia la escalera.

—No te dejes tomar el pelo —se rió él—; ¿dónde has visto tú algo así? ¡Carnaval en verano, vampiros, cementerio!

En el descansillo de la escalera se volvió de nuevo y dijo adiós con la mano.

—¡Adiós, Anton!

La madre también dijo adiós con la mano, pero parecía intranquila y pensativa. ¿Sospecharía algo?

Anton cerró la puerta y se fue a su habitación. Por la ventana pudo ver cómo sus padres subían al coche y arrancaban.

¡Ojalá no se hiciera esperar mucho Rüdiger!

Entretanto se había puesto el sol. La luna estaba en el cielo, grande y redonda.

En la calle, seis pisos debajo de él, se habían encendido las farolas. Una mariposa grande y negra revoloteaba allí; se aproximó lentamente y empezó a subir con grandes impulsos hasta que estuvo a la altura de la ventana de Anton. En ese momento se produjo en ella una rara transformación: en primer lugar aparecieron dos pies bajo las alas, después asomaron dos manos y, finalmente, vio Anton una horrorosa cabeza que le era muy familiar. Era el pequeño vampiro, que ahora aterrizaba con un hábil giro junto a Anton en la repisa de la ventana.

—¡Hombre, que me has asustado! —bufó Anton.

—¿Cómo que «hombre»? —respondió el vampiro sacudiéndose.

—¿Vuelas siempre así, como una polilla? —preguntó Anton.

—¿Cómo dices? —exclamó el vampiro; los ojos le brillaban de cólera—. ¡Eso no era ninguna polilla, era un murciélago!

—¡Ah, vaya! —dijo embarazado Anton. ¡Siempre tenía que llevarse un planchazo!

Pero el vampiro no era rencoroso. Ya había puesto de nuevo una cara amigable; tanto como le era posible, siendo un vampiro.

—¿Estás solo? —preguntó.

Anton asintió.

—¡Te he traído algo!

Y de debajo de su capa sacó otra de igual corte y también negra. Que era una auténtica capa de vampiro lo reconoció estremeciéndose Anton por las muchas manchas de sangre y el olor a tierra húmeda, madera podrida y rancio aire de tumba.

—Póntela —susurró el vampiro.

—¿Que me la ponga? —preguntó Anton con voz temerosa.

—¡Venga!

—Sí, pero... —murmuró Anton.

Le vino a la memoria la historia de la fiesta de disfraces. ¿No se convertiría quizá él mismo en un vampiro si se ponía la capa? En las historias que él había leído las víctimas debían ser mordidas antes, pero... ¿sabía acaso qué era lo que pretendía hacer con él el vampiro?

Le invadió un fuerte temblor, y, con las rodillas flojas, caminó de espaldas, pesadamente, hacia la puerta.

—¡Pero, Anton —dijo el vampiro—, creo que somos amigos!

—Sss... sí —balbuceó Anton y, tropezando en su nerviosismo con la cartera que estaba junto al escritorio, se cayó al suelo todo lo largo que era.

El vampiro lo ayudó a levantarse.

—¿Crees que yo podría... hacerte algo? —preguntó mirando acechante a Anton con el rabillo del ojo.

—Nnn... no —dijo Anton poniéndose colorado—. Sólo pensaba que quizá la capa... Pero eso, naturalmente, es una i... idiotez —añadió rápidamente.

—¡Efectivamente! —corroboró el vampiro; levantó la capa del suelo y se la alcanzó a Anton—. ¡Toma, póntela!

Anton notó cómo de repente se sentía terriblemente mal, pero, a pesar de ello, cogió la capa y se la metió lentamente por la cabeza. El vampiro lo miraba con ojos brillantes.

—¡Y ahora... puedes volar!

—¿Volar? —preguntó Anton—. ¿Y cómo?

—¡Nada más fácil que eso! —exclamó el vampiro saltando sobre el escritorio y extendiendo los brazos—. ¡Simplemente imagínate que tus brazos son alas! Y entonces los mueves como alas, muy tranquila y suavemente. Arriba, abajo, arriba, abajo...

Apenas había dado los primeros impulsos cuando empezó a flotar.

—¡Y ahora te toca a ti! —exclamó después de aterrizar sobre la cama de Anton.

—¿Y... yo? —tartamudeó Anton.

—¡Pues claro!

Con piernas vacilantes Anton se subió igualmente al escritorio y extendió los brazos.

—¡Y ahora..., a volar! —ordenó el vampiro.

—¡No puedo!

—¡Claro que puedes!

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