Read El pequeño vampiro Online

Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro
12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Procedente de la cripta oyó la voz del vampiro:

—Ya voy, tía Dorothee.

Una tapa de ataúd chirrió y entonces estalló un griterío ensordecedor.

—¡Qué infamia! —aulló una estridente voz femenina—. ¡Me dejáis morirme de hambre aquí dentro! ¡Diez minutos más y me hubiera muerto de debilidad!

—Pero, tía Dorothee —dijo el vampiro—, ¿por qué no has abierto tú misma la tapa?

—¿Por qué? —refunfuñó—. Porque estoy tan agotada que apenas podía llamar. Además, me había desmayado de hambre.

Por los ruidos que siguieron reconoció Anton que la tía se levantaba del ataúd.

—¡Ay, qué débil estoy! —se quejó—. ¡Si al menos tuviera algo que comer!

—Pero ¿qué es esto? —exclamó con la voz de pronto completamente cambiada—. ¡Huelo sangre humana!

A Anton se le paró el corazón. ¡Si ella lo encontraba allí...!

—Pero tía —dijo el vampiro—, eso es completamente imposible. Debes de estar equivocada.

—Yo nunca me equivoco —declaró la tía—. En cualquier caso..., también podría venir de fuera...

—Quizá está paseando un hombre con su perro en este momento —dijo el vampiro—. De todas formas, ¡apresúrate antes de que se vaya!

—¡Tienes razón! —exclamó excitada la tía—. ¡Si no me doy prisa se habrá marchado!

Anton oyó cómo se precipitaba escaleras arriba y echaba la piedra a un lado. Después todo quedó en silencio. Anton contuvo la respiración y

escuchó atentamente. ¿Se había ido también Rüdiger? Pero entonces oyó leves pasos escaleras abajo e inmediatamente levantaron la tapa del ataúd.

—Hola —dijo el vampiro riendo irónicamente.

Anton levantó la cabeza y preguntó cauteloso:

—¿Se ha marchado?

—Claro —se rió el vampiro—, está buscando al hombre del perro.

Anton se había sentado en el borde del ataúd. Se sentía muerto de cansancio.

—No tienes una pinta especialmente animada —dijo el vampiro.

—Quiero irme a casa —murmuró Anton.

—¿A casa? —exclamó el vampiro—. ¡Pero si la noche acaba de empezar!

Anton sólo negó en silencio con la cabeza.

—Está bien, si quieres —gruñó el vampiro—, podemos volar de vuelta. ¡Pero no olvides tus libros!

Apenas diez minutos después Anton estaba echado en su cama. Miró una vez más a la ventana que había cerrado al entrar, tras la que la noche se veía negra y extraña. Después cerró los ojos y se durmió.

Mal despertar

Cuando Anton se despertó, ya olía a comida en la casa. Olisqueó: ¡soufflé al horno!

¿Tanto tiempo había dormido? Pero entonces se dio cuenta de que se había ido tarde a la cama y los acontecimientos de la noche anterior pasaron nuevamente ante él como en una película: el vuelo inicial, la visita a la cripta, la llamada, el escondite en el ataúd y, al final, el vuelo de regreso, en el que había llevado puesta de nuevo la horrible capa.

¿Dónde estaba? La había dejado junto al resto de su ropa, encima de la silla; ¡sin embargo, ahora ya no estaba allí! ¿La habían encontrado sus padres?

De repente Anton estuvo completamente despierto: ¡en la cocina estaba funcionando la lavadora!

Saltó de la cama, se vistió y entró corriendo en la cocina. Su padre estaba sentado a la mesa, pelando manzanas.

—Buenos días, Anton —dijo amablemente.

—Buenos días —gruñó Anton.

—¿Sigues cansado? —se rió irónicamente el padre.

—Nooo —dijo Anton mirando de reojo hacia la lavadora.

El tambor giraba, pero no podía identificar mucho entre la espuma.

—¿Buscas algo? —preguntó el padre.

—No, no —dijo con ligereza Anton.

Fue a la nevera y se sirvió leche.

—¿Qué es lo que estáis lavando ahí? —preguntó.

Dicho esto miró intensamente dentro de su vaso para no traicionarse.

—¿Por qué preguntas?

—Porque... tengo más ropa sucia.

Si el padre paraba la lavadora, él podría comprobar si la capa estaba dentro, ¡y sacarla disimuladamente en caso de necesidad!

—¿Qué es lo que quieres lavar?

—Calcetines —aclaró Anton—. Calcetines blancos.

—Ya, ya, calcetines blancos —dijo el padre, que casi se había echado a reír—. No los puedo lavar con esto. ¡Precisamente hay sólo ropa oscura dentro!

—¿Sólo ropa oscura? —exclamó Anton—. ¿También algo mío?

—Sííí —dijo el padre alargando la palabra.

—Y... ¿el qué?

—Eso tienes que preguntárselo a mamá.

—¿Y dónde está?

—En la sala de estar. Está zurciendo.

—¿Zurciendo?

Anton se asustó. Una idea nueva y casi más horrible aún despertó en él. ¡Pues se acordó de los muchos agujeros que tenía la capa!

—¿Está zurciendo... medias? —preguntó cauteloso.

—Medias seguro que no —se rió el padre—. Ha encontrado un gran paño negro con muchos agujeros...

—¿Qué? —exclamó Anton—. ¿Negro con muchos agujeros?

Irrumpió en la sala de estar. Ahora le daba lo mismo si se descubría o no.

La madre estaba sentada al lado de la ventana ocupada en enhebrar una fina aguja con un largo hilo negro de lana. ¡Sobre su regazo estaba la capa de Rüdiger!

—Puff —suspiró al ver a Anton—. ¡Cómo apesta!

—La... la capa pertenece a mi a... amigo —tartamudeó Anton.

—Lo sé —dijo sonriendo la madre—. Pobre hombre..., una capa tan estropeada. ¡Puedo meter el dedo a través de los agujeros!

—Quizá él no quiera que se los zurzan —dijo Anton.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—El... él me lo ha dicho.

La madre, entretanto, había zurcido el segundo agujero y enhebraba la aguja con un nuevo hilo.

—Eso no me lo creo —dijo tranquilamente—. Ninguna persona iría por ahí voluntariamente con una capa tan agujereada. Quizá no tenga a nadie que sepa zurcir. No, no —añadió ella dando decidida otra puntada en la tela—. Seguro que me estará agradecido. ¿Cómo se llama?

—Rüdiger —gruñó Anton.

Ya estaba en la puerta. Hubiera preferido gritar: tan encolerizado estaba. ¡Y su padre seguía haciéndose el tonto! Se habían puesto de acuerdo él y su madre. ¡Pero no podrían con él!

—¿No quieres comer nada? —gritó el padre desde la cocina.

—Nooo —dijo Anton.

—¡Dentro de diez minutos estará listo el soufflé!

—Sí —refunfuñó Anton.

Se fue a su habitación y se echó en la cama.

«¡Qué guarrada! ¡Quitarme la capa y zurcirla sin ni siquiera haberme preguntado!» Y no sólo eso..., ¡sino incluso seguir zurciendo después de sus protestas!

Anton estaba enfadado por haber dejado la capa tan al alcance de la mano aun sabiendo que sus padres siempre se asomaban por las mañanas a su habitación para ver si estaba durmiendo todavía.

Pero quizá no fuera tan malo que ella zurciera los agujeros. En realidad, el vampiro debía poder volar mucho mejor con una capa sin agujeros. ¡Al final tendría razón su madre y él estaría realmente agradecido por el zurcido!

Anton oyó los pasos de su madre en el pasillo. Rápidamente se levantó y empezó a hacer la cama. Cuando sacudía la almohada llamaron.

—¿Anton?

—Sí. Puedes entrar.

—Aquí tienes —dijo la madre—, tu capa. ¡Todo zurcido!

—Gracias —murmuró Anton.

Cogió la capa y la colocó encima de la silla.

—Me hubiera gustado lavarla, sí —dijo—, pero entonces tardaría mucho en secarse. Y Rüdiger la necesita, ¿no?

—Sí, sí —dijo rápidamente Anton.

—¿No quieres llevarle enseguida la capa? —preguntó.

—Ahora..., eh...

Anton miró a su alrededor en busca de ayuda.

—Ahora está todavía durmiendo.

—¿Qué? —se rió la madre—. ¿Sabes lo tarde que es?

—¡La comida está lista! —gritó en ese momento el padre.

—Un curioso amigo debe de ser, si duerme hasta mediodía —dijo la madre observando examinante a Anton—. Eso tienes que aclarármelo con detalle durante la comida.

—Yo... eh... es que no tengo nada de hambre —dijo, a pesar de que su estómago sonaba terriblemente.

—¡Qué disparate! —dijo la madre.

Y el padre gritó:

—¡Ni siquiera has desayunado aún!

—Está bien —gruñó Anton.

Realmente el soufflé era su comida favorita, pero ese día no le sabía nada bien. Pensó intensamente cómo podía aclarar el asunto del largo sueño mientras se metía en la boca, sin gana, bocado tras bocado.

—Sabroso, ¿verdad? —dijo entusiasmado el padre, que ya se había llenado el plato por segunda vez.

—¡Muy sabroso! —asintió la madre—. ¡Sólo a Anton parece no gustarle!

Anton notó cómo se ponía colorado.

—Dime, ¿cómo se llama Rüdiger de apellido? —preguntó de repente la madre.

Anton se asustó.

—¿Por qué?

—¡Por qué, por qué! —se rió la madre—. ¡Porque me interesa!

—Schlotterstein —dijo Anton.

—¿Cómo?

La madre puso cara divertida.

—¿Schlotterstein? ¿Rüdiger Schlotterstein?

—Von Schlotterstein —corrigió Anton—. Rüdiger von Schlotterstein.

—Pues eso es todavía peor —se rió el padre.

—Anton Bohnsack tampoco es mejor —dijo airado Anton.

—Bueno, bueno —sonrió con satisfacción el padre—. ¿Acaso nosotros no nos llamamos también Bohnsack?

—¡Sí, vosotros! —exclamó Anton—. ¡Vosotros sois mayores; de vosotros no se ríe nadie!

—Alégrate de no llamarte Schlottersack —dijo la madre.

Pero Anton no puso, de ningún modo, buena cara. Malhumorado, revolvió en su plato. ¡Seguían riéndose de él!

—Anton —dijo la madre—, no te ofendas siempre con tanta facilidad.

—¿Puedo irme ahora? —preguntó Anton.

—Un momento —dijo la madre—. ¿Qué pasa con la capa? ¿Te la llevas?

—Eh..., sí —murmuró Anton.

—Podría llevarte en el coche —propuso el padre.

—¿Adó... adonde? —tartamudeó Anton.

—Bueno, a casa de tu amigo —dijo el padre—. Yo paso por el cementerio.

—¿Por el ce... cementerio?

Anton se había puesto completamente pálido.

—Vive junto al cementerio..., ¿o no? —preguntó la madre.

—Sss..., sí —murmuró Anton.

—Y entonces me lo puedes presentar —dijo el padre.

—Y así lo invitamos —completó la madre.

—Pero... —dijo Anton indefenso—, es que sigue durmiendo, y además prefiero ir a pie...

—Vaya, vaya, vaya —dijo el padre—, mi señor hijo de peatón. ¡Esto si que es algo completamente nuevo!

—Déjalo —dijo la madre; y volviéndose a Anton declaró—: Pero me gustaría al menos que lo invitaras. ¡Queremos conocerlo de una vez!

Se detuvo, reflexionando un momento.

—El miércoles me viene bien. ¡Podría incluso haceros un pastel!

—Yo... me voy ahora —murmuró Anton.

—¡No olvides la capa! —gritó la madre—. Y piensa en ello: ¡el miércoles a las cuatro!

Lápidas en forma de corazón

Domingo a mediodía de doce a tres: ésas eran las horas más aburridas e inútiles de toda la semana, según creía Anton. A partir de las doce olía por todas partes a asado de domingo, después se comía, y luego se dormía la siesta. Los niños no tenían ninguna autoridad durante esas horas. ¡Ay de ellos si jugaban al fútbol en la calle o daban vueltas por ahí con la bicicleta!

Así ocurría que el ascensor en el que Anton bajaba entonces estaba completamente vacío. También la calle estaba desierta. No pasaba ni un coche. Anton caminaba sobre el bordillo de la acera y hacía girar la bolsa en la que había guardado la capa. Sabía que sus padres habían salido al balcón para decirle adiós, pero miraba hosco hacia el frente. ¿Es que iban a esperar hasta el día del juicio? ¿Acaso no iba a regresar nunca más con vida? Pensando en lo que se le venía encima en el cementerio, se sintió en una situación crítica. ¿Cómo iba a llevar la capa a la cripta a plena luz del día? ¿Y cómo iba a invitar a Rüdiger? ¿Con una carta? Como medida precautoria llevaba un cuaderno de notas y un lápiz. ¡Pero seguro que delante de la cripta no había ningún buzón! Y si bajaba al interior de la cripta y dejaba la carta a Rüdiger en el ataúd, se despertarían quizá los otros vampiros y lo que pasara entonces...

Los pasos de Anton se habían hecho cada vez más lentos según se iba acercando al cementerio. Ahora se detuvo. Cerró los ojos y pensó.

—¡Eh, Anton! —oyó entonces.

—¿Tú? —dijo Anton pestañeando.

Frente a él estaba Udo, un chico de quinto curso que tenía el mote de «Cotorra».

—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —preguntó colocándose con las piernas abiertas y los brazos cruzados delante de Anton.

—Yo... —murmuró Anton—, simplemente voy por aquí.

Esta era, naturalmente, una respuesta bastante estúpida con la que Udo no se daría por satisfecho. Pero así al menos tendría tiempo para pensar algo mejor. ¿Debía decir la verdad? Así y todo Udo no le creería... ¡pero quizá pensara que le tomaba el pelo y desapareciera voluntariamente!

—¡Simplemente voy por aquí! —se burló Udo haciendo una mueca condenatoria—. Seguro que no se te ha ocurrido algo más tonto, ¿eh?

—Sí —dijo Anton—, vengo a visitar a un amigo.

—¿Lo conozco? —preguntó Udo al acecho.

—No creo —dijo Anton riéndose irónicamente—, ¿o conoces a algún vampiro?

Durante un instante Udo se sintió demasiado sorprendido como para contestar, pero, finalmente, dijo desdeñoso:

—¡Vampiros! ¡Estás chalado! ¡Ni que estuviéramos en el cine!

Meneó la cabeza y miró compasivo a Anton como si estuviera enfermo.

BOOK: El pequeño vampiro
12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ashes to Ashes by Barbara Nadel
Random Acts of Hope by Julia Kent
Promise Me This by Cathy Gohlke
Heart of the Assassin by Robert Ferrigno
The Body Mafia by Stacy Dittrich
The Watercress Girls by Sheila Newberry
Freewalker by Dennis Foon