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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

El pequeño vampiro (9 page)

BOOK: El pequeño vampiro
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—¡Ah! —dijo la madre—. ¡Vosotros queréis volverme loca!

—No, no, de veras que no —aseguró Udo mientras cogía el tercer merengue.

—¡Eh! —exclamó Anton—. ¡Déjame alguno!

—Pero, Anton —le reprochó la madre—, ¿se habla así a un invitado?

—¿Qué significa invitado? —exclamó indignado Anton—. Y además..., ¡ningún invitado se come tres merengues seguidos!

—Cierto —dijo Udo, cogiendo con la mayor tranquilidad el cuarto y último merengue—, ¡pero sí cuatro!

Anton se quedó mudo. ¡Le conseguía a Udo una invitación para comer pasteles y él engullía como si durante una semana no hubiera comido nada! Y además, ¡qué iba a pensar su madre de sus amigos!

—Rüdiger —dijo Anton, y de repente su voz sonó completamente ronca—, creo que ahora debes irte.

Pero Udo no pensaba en irse. Sonrió de forma desvergonzada y se llenó el plato de galletas de chocolate.

—¿Y eso por qué?

—Porque... —empezó Anton.

Entonces llamaron al timbre.

—Ése será papá —aclaró la madre levantándose.

—¿Papá? —preguntó sorprendido Anton.

—Iba a venir algo más pronto —dijo la madre.

Cuando estuvo en el pasillo, Anton se echó encima de Udo.

—Si crees que aquí puedes hacer lo que quieras... —bufó.

—Sí, ¿qué pasa? —preguntó Udo con fingida amabilidad.

—Entonces, entonces... —resolló Anton.

Pero antes de que se le hubieran ocurrido las palabras adecuadas ya estaba el padre en la habitación.

—¡Hola, Rüdiger! —dijo.

Udo se levantó a medias y gruñó:

—Buenas.

—Al fin nos conocemos también nosotros —dijo el padre sentándose.

«A mí ni me saluda —pensó Anton—. ¡Pero es que yo tampoco soy ninguna visita!»

—¡Y tú eres el que siempre celebra el carnaval! —dijo el padre a Udo.

—¿Quééé? —preguntó Udo.

—Anton nos ha contado que tú celebras el carnaval ininterrumpidamente, por así decirlo.

—¡Ay! —gritó Udo, pues Anton le acababa de pegar un fuerte pisotón por debajo de la mesa—. Carnaval —murmuró—, ¡sí, naturalmente!

—¿Y —preguntó el padre— dónde lo celebras, ahora, en pleno verano?

—¿Dónde? —Udo puso cara de estupidez.

Como no se le ocurrió ninguna respuesta, cogió otro par de galletas.

—En algún sitio tienes que celebrarlo, ¿no? —se rió el padre.

—Déjalo —dijo Anton—, quizá no quiera descubrirlo.

—¡Exacto! —dijo Udo asintiendo.

El padre señaló la capa y dijo:

—Ya llevas puesto el disfraz. ¿Acaso vas hoy también de carnaval?

—Ho... hoy no —dijo Udo—, pero ma... mañana sí. Y, además, me tengo que ir ya.

—¿Ya? —preguntó la madre, que venía de la cocina con café recién hecho.

—Sí, por desgracia —dijo Udo—, todavía tengo cosas que preparar.

—Ah, ¿sí? —sonrió el padre—. ¿Lavar tus dientes de vampiro? ¿O no tienes una dentadura de goma?

—¿De... dentadura de goma? —preguntó Udo.

—¡Sin embargo, un disfraz de vampiro debe tener una dentadura de goma! —dijo el padre—. Si no tienes una dentadura apropiada no eres un vampiro.

Udo se había puesto completamente pálido. Incluso las galletas parecían no gustarle ya, pues se levantó y murmuró:

—Me tengo que ir. —Y se fue hacia la puerta.

—¡Adiós, Rüdiger! —exclamaron sorprendidos los padres.

—Adiós —dijo Udo.

Anton lo acompañó a la puerta... Cuando estuvieron en la escalera preguntó:

—¿Por qué te has ido tan repentinamente?

—¿Por qué? —dijo Udo, riéndose burlonamente—. ¡Porque no tengo ninguna gana de dejarme exprimir como un limón! Además, conozco a tu padre.

—¡Me voy a volver loco! —dijo Anton tomando aire—. ¿Y de qué?

—De la oficina —respondió Udo—; mi padre y el tuyo están en el mismo despacho.

—¿Y no te ha reconocido?

—Creo que no —dijo Udo, riéndose—. Así, con la pinta que tengo...

En voz alta añadió:

—Bueno, Anton, chao.

—¡Un momento! —gritó nervioso Anton cogiendo por el brazo a Udo—. ¡La capa!

—¡Ah, vaya, el trapo! —dijo Udo, sacándoselo con repugnancia por la cabeza—. ¡Aquí tienes! ¡De todas formas no me lo volveré a poner!

Anton la enrolló rápidamente y la metió debajo de su jersey.

—Chao, Rüdiger —dijo en voz tan alta que también sus padres tuvieron que oírlo; después volvió a la puerta de la casa y la cerró.

¡Era una bendición que Udo, ese tipo tan desvergonzado, se hubiera marchado! ¡Ahora sólo tenía que poner a seguro la capa!

Recorrió con precaución el pasillo. La puerta de la sala de estar sólo estaba entornada y oía hablar en voz baja a sus padres. ¡Seguro que estaban sentados a la mesa y hablaban del supuesto Rüdiger!

—Anton —preguntó la madre al pasar él—, ¿estás ahí?

—¡Enseguida! —gritó corriendo rápidamente a su habitación.

—¿Qué pasa? —preguntó la madre.

—Nada —gritó de buen humor Anton mientras escondía la capa debajo de la cama—. Ya voy.

Como había esperado, sus padres estaban sentados a la mesa, con caras preocupadas.

—¿Y bien? —preguntó enérgicamente Anton—. ¿Qué os ha parecido?

—Bueno —dijo la madre—, muy hablador no era.

—Nunca lo es —aclaró Anton.

—Y tampoco tiene precisamente los mejores modales en la mesa —añadió ella.

—Efectivamente —dijo Anton suspirando al pensar en los cuatro merengues que se le habían escapado.

—No puedo imaginarme que ese Rüdiger sea tu amigo —opinó ella.

«¡Yo tampoco!», asintió mentalmente Anton. En voz alta preguntó:

—¿Y a ti, papá, qué te ha parecido?

—¿A mí? —dijo el padre—. No lo he visto apenas. Pero me resultaba en cierta forma conocido. Si supiera por qué.

«Sí, sí —pensó Anton, que no pudo disimular la risa—, ¡si tú supieras!»

—¿Es que tú lo sabes? —preguntó el padre.

—¿Yo? —exclamó Anton poniendo su expresión más inocente—. ¡No!

Una sensación de victoria lo embargaba y casi hubiera gritado de júbilo: ¡Todo había salido exactamente como él lo había planeado! Y era más que improbable que su padre volviera a pensar dónde había visto antes a Udo. ¿O no?

Hora crepuscular

—¿Tenéis algo en contra de que me vaya a mi habitación? —preguntó Anton.

—No —dijo la madre—. Pero ¿por qué?

—Es que aún tengo que hacer cosas para el colegio —murmuró.

Eso no era cierto, pero siempre resultaba una buena disculpa que los padres aceptaban de buen grado. En su habitación se tumbó en la cama.

«Ese estúpido Udo —pensó—, ¡¿qué se habrá creído?!» Naturalmente, Anton estaba contento de que, en general, hubiera colaborado; y, con todo, lo había hecho tan bien que los padres no habían advertido nada. ¡Pero la forma en que se había comportado en la mesa...! Bueno, ahora sus padres sabían al menos quién era Rüdiger y en el futuro ya no le pondrían nervioso con que cuándo podrían conocer a su amigo... ¡Ahora ya lo conocían!

Anton debió de dormirse, pues cuando abrió los ojos ya estaba oscureciendo. La casa estaba completamente en silencio. ¿Habrían salido sus padres? Anton fue a la puerta y escuchó atentamente. Tampoco oyó nada. Cuando los padres estaban en casa estaba encendida la televisión o puesta la radio; o se les oía hablar entre ellos. «Probablemente han ido de paseo», pensó Anton.

Tenía sed. Quizás aún quedaba algo del cacao que su madre había preparado para Udo. En la nevera encontró un trozo de tarta de requesón, pero para beber sólo había zumo de naranja. Puso el trozo de tarta en un plato, se sirvió un vaso de zumo y regresó a su habitación. En el pasillo advirtió un peculiar olor a moho que no había notado antes. ¿Vendría de la capa? Pero ésa olía mucho más a moho. ¡Rüdiger no podía ser porque siempre olía a algo chamuscado! Entonces... ¿otro vampiro?

Anton había dejado abierta la ventana...

Abrió temeroso la puerta y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

En lugar de una respuesta oyó una suave risita solapada.

—¿Rüdiger? —exclamó él en la oscuridad.

—No —contestó, risueña, una voz femenina.

—¿Anna? —exclamó Anton.

—¡Exacto! —llegó la respuesta, y se encendió la lámpara de noche de Anton. A su luz vio a Anna sentada en su cama, sonriendo de buen humor. Había cambiado: su pelo, que el domingo le caía desgreñado en mechones sobre los hombros, estaba ahora cuidadosamente peinado y brillaba. Sus ojos relucían y sus mejillas se habían teñido de rosa por la excitación, de forma que no estaba ya tan mortalmente pálida.

¿Qué podía querer de él? No sería...

Anna tuvo que haber adivinado sus pensamientos porque empezó a reírse con toda su alma.

—¿Has olvidado que me llamo Anna la Desdentada? —exclamó.

Anton se sintió bastante estúpido. Por decir algo le tendió el vaso y preguntó:

—¿Quieres zumo de naranja?

Ella sacudió la cabeza.

—Pero si tienes leche...

—Un momento —dijo Anton, y poco después volvió con un vaso de leche.

—Gracias —sonrió ella, y mientras bebía a pequeños sorbos miró a Anton de un modo que le desconcertaba.

—¿Quieres... llevarte otro libro prestado? —preguntó Anton tosiendo.

—¿Un libro? —dijo—. No.

—¿Y por qué...? —se detuvo—. ¿Por qué has venido?

—¡Sólo quería visitarte! —dijo ella con una sonrisa radiante—. Tú no tienes nada en contra, ¿no?

—¿Yo? No —murmuró.

—¿Y qué te parezco hoy? —preguntó.

—¿Eh...?, ¿tú...? —tartamudeó—. ¡Bi... bien!

—¿De veras? —dijo satisfecha, tirándose el pelo—. Fue tremendamente difícil —explicó—. ¡No me lo había vuelto a peinar desde hacía aproximadamente setenta y cinco años!

Con un gesto de descontento sacudió violentamente su capa.

—¡Qué cosa tan odiosa! —increpó—. ¿Sabes?, antes me daba completamente igual mi aspecto. Pero ahora... Seguro que te gustaría aún más con ropa normal, ¿no te parece?

—Bueno —dijo Anton—, tú necesitas ésa para volar.

—¡Pero es injusto! —se enojó—. ¡Las niñas-persona pueden ponerse lo que quieran; sólo las niñas-vampiro tienen que llevar siempre estos andrajos!

Apretó los dientes y parecía reflexionar.

—¿Puedo preguntarte algo? —quiso saber después.

—Claro —dijo sorprendido Anton.

—¿Qué te parecen los vampiros?

—¿Los vampiros?

Con esa pregunta no había contado él.

—Bien, naturalmente —contestó él.

—¿Y... las niñas-vampiro? —quiso saber ella.

—¿Las niñas-vampiro? —dijo él—. Es que sólo te conozco a ti.

—¿Y qué te parezco yo? —preguntó Anna, riéndose.

—Guapa —dijo Anton, sintiendo cómo se ponía colorado.

En el rostro de ella se pintaba la decepción.

—¿Sólo guapa? —exclamó—. ¡Yo a ti te encuentro mucho, pero que mucho más que guapo!

Al decir esto contrajo la boca como si fuera a llorar.

¿Y ahora qué? A Anton toda la conversación le resultaba incómoda; ¡hubiera preferido hablar de otras cosas menos embarazosas!

—¿Dónde... dónde está Rüdiger? —preguntó, para cambiar de tema.

—Rüdiger —sollozó ella—, tú solamente piensas en Rüdiger, ¿no?

—No —contestó Anton—, pero él quería recoger hoy la capa.

—¡Quería! —dijo ella sorbiéndose.

—¿Y bien? —dijo él—. ¿No va a venir?

—No —murmuró—. No puede.

—¿No puede?

—¡No, está enfermo!

—¿Enfermo?

Anton se asustó.

—¿Ha sido... el guardián del cementerio? —preguntó con voz temblorosa.

Ella sacudió la cabeza.

—Intoxicación de sangre —aclaró.

—¿Intoxicación de sangre? —murmuró Anton. ¿No era una enfermedad muy peligrosa?

—¿Y dónde está ahora?— preguntó.

—Con fiebre, en el ataúd.

Anton estaba tan desconcertado que no sabía en absoluto lo que debía decir. ¡Seguro que el pobre Rüdiger estaba completamente solo en el ataúd y nadie se preocupaba de él!

En cambio, cuando él estaba malo venía el pediatra a verle y sus padres le dejaban junto a la cama la más sabrosa fruta.

—¿Puedo ir a... visitarle? —preguntó titubeando.

—¿Visitarle? —rió Arma—. ¿Y si te ven mis padres? ¿O mis abuelos? ¿O mi tía? ¿O mi hermano Lumpi?

—Entonces mejor que no —dijo rápidamente Anton, a quien se le habían puesto los pelos de punta al oír mencionar a los diferentes vampiros.

—¿Está muy enfermo?

—¿Quieres decir si va a morirse? —preguntó Anna.

Anton asintió. No faltaba mucho para que empezara a llorar.

Pero Anna sólo se rió irónicamente.

—¡No te preocupes —dijo—, él ya está muerto!

En eso no había pensado Anton. A pesar de ello encontró la explicación de Anna poco tranquilizadora.

—Pero no se encuentra bien —dijo—. Debemos cuidarle.

—¿Y qué es... cuidar? —preguntó ella.

¡Al parecer no había oído nunca la palabra!

—Cuidar —dijo Anton— es cuando te ocupas de alguien, cuando juegas con él, le lees libros, le cuentas historias, lo consuelas...

Por lo menos siempre había sido así cuando él estaba enfermo. Cómo sería entre los vampiros no se lo podía imaginar.

—A nosotros no nos cuida nadie —dijo Anna—. Mis parientes o están en el ataúd y duermen, o están fuera y... —Hizo una pausa—. ¡Bueno, ya sabes! ¡En cualquier caso, nadie tiene tiempo para nosotros, y a mí nadie me ha leído nada, ni han jugado conmigo, ni tampoco me han contado historias!

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