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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se va de viaje (9 page)

BOOK: El pequeño vampiro se va de viaje
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Sorprendido y sin hablar miró a Anton, al que le costaba trabajo permanecer serio. «Pero realmente, ¿cómo iba a saber el pequeño vampiro que tenía que agarrarse al arrancar?», pensó Anton. Al fin y al cabo no había viajado nunca en ferrocarril.

—Lo mejor es que te quedes aquí sentado hasta que yo vuelva —dijo—. Seguramente tampoco tardaré mucho.

—Humm —asintió el vampiro.

Pareció gustarle sólo lo de no tener que estar de pie. A todas luces le confundía el traqueteo y matraqueo del convoy en marcha.

—Pero date prisa —rogó.

Anton abrió la puerta oscilante que conducía a los compartimentos. Quería ser como los héroes de las películas de la televisión: completamente frío y relajado. Bajó la comisura de los labios e intentó parecer frío e imperturbable mientras iba a lo largo del pasillo con lentos y balanceantes pasos de cowboy. ¡Pronto serían las nueve y entonces no podría dar la impresión de ser un miedoso y pequeño colegial!

Sin embargo, para la entrada de cine de Anton no había público alguno. En el primer compartimento había una señora al lado de la ventana, que tenía la cabeza echada hacia detrás y al parecer se había dormido. En el segundo compartimento había un hombre leyendo el periódico, al que Anton sólo le pudo ver las piernas.

¡El resto de los compartimentos estaban vacíos!

Anton se decidió por el cuarto compartimento. «En caso de que suba alguien durante el trayecto, seguro que se pone en uno de los compartimentos libres», pensó.

—¿Has encontrado alguno? —preguntó excitado el vampiro cuando Anton regresó.

Anton sonrió con aires de superioridad.

—Ven —dijo.

A salvo

El vampiro se puso de pie, echando una mirada miedosa al suelo que oscilaba.

—¿Está lejos?

Anton tuvo que reírse irónicamente.

—Sólo cuatro compartimentos más adelante —dijo.

El vampiro levantó suspirando uno de los extremos del ataúd. Anton agarró el otro extremo. Así llevaron el ataúd, que a Anton le pareció más pesado y voluminoso que nunca, a través del estrecho corredor hasta el interior de su compartimento. Allí, Anton cerró rápidamente la puerta.

Ahora estaban a salvo…, ¡de momento! Eso pareció pensar también el vampiro. Respirando profundamente se dejó caer en el blando asiento y se desperezó.

—¿Y tu ataúd? —exclamó Anton.

—¿Por qué?

—¡No puede quedarse de ninguna manera entre los asientos!

—¿Dónde va a ir entonces?

—Tenemos que colocarlo en la rejilla del equipaje.

El vampiro miró perplejo por todo el compartimento.

—¿Rejilla del equipaje? ¿Eso qué es?

—La bandeja de ahí arriba —dijo Anton impaciente—. Eso se llama rejilla del equipaje.

—Ah, bueno. Si tú lo dices…

El vampiro se quitó el sombrero, acarició tiernamente la pluma y lo puso en el asiento que tenía al lado. Luego cruzó sus delgadas piernas con toda la tranquilidad del mundo.

—Puedes muy bien colocarlo arriba —dijo—. Yo estoy de acuerdo.

—¿Yoooo? —exclamó—. ¿Tú crees que yo solo puedo subir este armatoste de ataúd allí arriba?

El vampiro le echó una mirada condescendiente antes de levantarse lleno de dignidad.

—Sí, eso pensaba —dijo mientras cogía el ataúd y lo colocaba, al parecer sin esfuerzo, en el portaequipajes—. ¿Lo ves? Es facilísimo.

—¡Pero tú siempre te haces el débil! —se indignó Anton.

—Depende precisamente de si he tomado algo antes —dijo el vampiro desde arriba.

Anton se estremeció.

—Entonces, hoy ya has co… comido…

—Efectivamente —contestó el vampiro, relamiéndose al acordarse de ello—. ¿O hubieras preferido que lo hiciera aquí, en el tren?

—¡No, no! —exclamó Anton asustado.

Notó cómo se ponía muy extraño. De repente tuvo la sensación de que había algo acechante en los enrojecidos ojos del vampiro, cuya mirada estaba dirigida fijamente hacia su cuello…

¿Pero no era el vampiro amigo suyo?

Anton tragó saliva.

—Yo… eh, he traído una cosa —tartamudeó sacando una caja de cartón plana del bolsillo interior de su chaqueta—. «¡Captura el sombrero!»

—¿Captura el qué? —preguntó el vampiro con voz ronca.

—Captura el sombrero —contestó apocado Anton.

Pero el vampiro, para alivio de Anton, dijo:

—¡El sombrero es bueno! —y acarició su sombrero tirolés.

Cuando Anton se había guardado el juego en casa se había sentido un poco estúpido: ¡querer jugar en el tren al «Captura el sombrero» con un vampiro! Pero ahora se alegraba de que tuvieran algo para pasar el rato…, ¡para que al vampiro no se le ocurriera ningún disparate! Rüdiger señaló el cartón.

—¿Se puede ganar aquí? —gruñó.

—Naturalmente—se apresuró a asegurar Anton.

—¡Bien! Entonces, por mí, podemos empezar.

Sombrerito-vampiro

Anton se sentó frente al vampiro en el otro asiento junto a la ventana. Sacó el tablero de juego de la caja de cartón, lo colocó encima de la mesa plegable que había entre ellos y señaló los sombreritos.

—¿Qué color quieres?

El vampiro soltó una carcajada como un graznido.

—El rojo. ¿Cuál si no?

A Anton le recorrió un escalofrío por la espalda. Pero no dijo nada, sino que puso al vampiro la casilla roja del juego y los cuatro sombreritos rojos.

Él se puso los sombreritos amarillos en la casilla amarilla.

—¿Y cómo se juega? —gruñó el vampiro.

Anton dijo:

—Verás.

Cogió un sombrerito rojo y otro amarillo y los colocó en el tablero de juego dejando tres casillas entre medias.

—Podrías capturarme si ahora sacas un cuatro —aclaró—, así.

Colocó el dado con el cuatro hacia arriba, cogió el sombrerito rojo, avanzó con él cuatro casillas y lo puso encima del sombrerito amarillo.

—¡Ahora el amarillo está capturado!

El vampiro sonrió contento.

—¿Y qué se hace con los capturados?

—Tienes que intentar llevarlos hasta tu casa —contestó Anton señalando la casilla roja del vampiro.

—¿Y qué pasa con ellos?

Los ojos del vampiro relucían llenos de expectación.

—Nada —dijo Anton, desconcertado por la pregunta—. Al final se cuenta a ver quién tiene más sombreritos. Y ése habrá ganado.

—¿Sólo contar? —dijo decepcionado el vampiro—. ¡Los juegos de vosotros, los seres humanos, no son precisamente muy interesantes!

—¿Por qué? —preguntó Anton sorprendido.

—Habría que inventarse nuevas reglas de juego.

El vampiro señaló el sombrerito dorado que estaba todavía en la caja de cartón.

—¿Para qué sirve ése?

—Ni idea —contestó Anton.

El vampiro cogió el sombrerito y le dio despacio vueltas entre sus delgados dedos.

—Tengo una idea —dijo.

—¿Cuál? —preguntó Anton.

—¡Este sombrerito dorado —declaró el vampiro— será un sombrerito-vampiro!

—¿Sombrerito-vampiro ?

Anton puso cara de no entender nada.

—Todos los sombreritos que éste muerda…, eh, capture, se convertirán también en vampiros —dijo Rüdiger riéndose entre dientes—. Hasta que al final sólo queden en juego sombreritos-vampiros. ¿No es estupendo?

—Bueno, sí… —dijo Anton esquivo.

La idea del vampiro no le convencía.

—Podríamos probar.

El vampiro le entregó rápidamente sus cuatro sombreritos rojos, de forma que Anton ahora tenía ocho. El vampiro colocó el sombrerito dorado en el centro de su casilla roja.

—Puedes tirar tú primero —dijo afable.

Anton tiró: 6.

Cogió un sombrerito amarillo y avanzó con él seis casillas.

Luego tiró el vampiro: 2.

—¡Eh, eso no es justo! —se indignó, queriendo volver a tirar.

—¡Me toca a mí! —protestó Anton, cogiendo el dado.

El vampiro, de mala gana, avanzó dos casillas con su sombrerito.

Ahora tiró Anton: 5.

El vampiro contó con el dedo índice las casillas que separaban los dos sombreritos.

—Tres… —murmuró—. ¡Ya te tengo!

Tiró el dado: ¡6!

—¡Mierda! —se quejó avanzando seis casillas.

Anton se mordió los labios para no reírse y tiró: ¡3!

El vampiro se quedó helado.

—¡He ganado! —exclamó con una alegría por el triunfo mal disimulada.

La comisura de los labios del vampiro empezó, a estremecerse.

—¿Ganado? —exclamó con voz amenazadora—. ¡Has hecho trampa!

—¡De ninguna manera! —dijo Anton—. ¡Sólo he tenido más suerte al tirar el dado!

—¡Suerte! ¡Suerte! —voceó el vampiro mirando a Anton con ojos relucientes de malicia—. ¿Quieres que te enseñe lo que me parece tu estúpido juego?

Dicho esto, golpeó con tanta fuerza el tablero de juego que salió por los aires y fue a parar al pasillo que había entre los asientos. Los sombreritos se dispersaron por los asientos y el pasillo. El dado aterrizó delante de la puerta del compartimento.

El primer pensamiento de Anton fue saltar colérico. Pero entonces se dijo que eso era justo lo que el vampiro quería, y, así, se quedó sentado tranquilamente mirando por la ventanilla. Afuera, entre tanto, se había hecho completamente de noche, y él fue contando las luces que iban quedando atrás al pasar.

Como había previsto, su aparente indiferencia confundió al vampiro. Se deslizaba inquieto de un lado a otro de su asiento observando a Anton.

Después de un rato preguntó:

—¿Es que no estás enfadado?

—No —mintió Anton.

Con oculta alegría añadió:

—Estoy pensando solamente si no debería irme a otro compartimento.

—¿Qué? —exclamó el vampiro—. ¿A otro compartimento? ¿Y qué será de mí entonces?

Anton tuvo que reírse burlonamente.

—Al fin y al cabo lo único que hacemos es pelearnos. ¡Seguro que tú prefieres estar solo!

—¡No! —gritó el vampiro.

Sus labios temblaban y sus ojos rojos flameaban.

—Es que no sé en absoluto cómo tiene uno que comportarse aquí en el tren —balbució.

—Efectivamente —asintió Anton.

—¡Y además, yo…, sin ti estoy completamente desamparado!

Anton sonrió halagado.

—Si es así —dijo astutamente—, quizá debieras ser algo más cortés conmigo.

—Lo seré —prometió apresuradamente el vampiro.

—¡Bien! —dijo Anton—. Entonces, lo primero que tienes que hacer es recoger las piezas del juego.

Rüdiger delata

Una vez que había vuelto a montar el juego, el vampiro preguntó con una cortesía completamente inusual en él:

—¿Jugamos otra vez?

—Bah —dijo Anton—. Realmente no era muy interesante.

—Pero si jugamos como tú habías propuesto…

—No. Contigo no tiene ningún sentido.

—¿Por qué?

—Porque tú quieres ganar siempre.

—¿Yo? —se indignó el vampiro—. ¡Tú has empezado! Tú querías que contáramos quién tenía la mayoría de los sombreritos.

—¿Y quién ha preguntado si también se puede ganar en el juego? —repuso Anton.

—¿Quién? ¡Tú, naturalmente! —dijo el vampiro.

Con tanta desfachatez Anton se quedó sin habla durante un rato. Luego dijo colérico:

—¡Eres exactamente igual que tu hermano Lumpi, que tampoco sabe perder!

Pero en lugar de sentirse ofendido, el vampiro sonrió encantado.

—¿Tú crees?

Entusiasmado añadió:

—¡Eso tenía que haberlo oído Lumpi! Él siempre dice que yo soy un degenerado. La oveja blanca de la familia, por así decirlo.

—¿Tú? —dijo cáustico Anton—. ¡Seguro que no!

—¡Sí, sí, eso dice él!

El pequeño vampiro se recostó en su asiento y cruzó las piernas.

—Una vez, Lumpi y yo habíamos recibido del consejo familiar el encargo de dar un escarmiento a Geiermeir —contó—. Teníamos que ir a su casa a medianoche y llamar al timbre. ¡Brrr!

Temblaba al acordarse de ello.

Anton podía imaginarse cómo había tenido que sentirse el vampiro, pues también él sólo pensaba con miedo en el guardián del cementerio, que estaba poseído por la ambición de destruir a los vampiros junto con sus tumbas y, por eso, siempre llevaba consigo afiladas estacas de madera y un martillo cuando registraba de un lado a otro el cementerio.

—¿Y entonces? —preguntó Anton.

—Entonces tenía que atraerle a la entrada de la casa. Tenía que gritar: «¡Señor Geiermeier, su cobertizo de madera está ardiendo!» Lumpi tenía que morderle. Sólo un poco, como escarmiento. Y yo tenía que escribir con pintura roja en la puerta:

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