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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el enigma del ataúd (4 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el enigma del ataúd
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«Condición física» era una de las nuevas expresiones favoritas que sus padres utilizaban mucho.

Como Anton pudo comprobar con alegría, a su madre se le animó la cara al instante.

—Hum, realmente tienes razón —dijo ella después de pensar un poco. El aire fresco te sentará bien.

—Y también algo de ejercicio —añadió atrevido Anton.

Por supuesto, a su madre no le quedó más remedio que consentir. De todas formas, le dijo que no debía esforzarse en exceso ni acercarse demasiado a otros niños.

—¡Ya sabes que la varicela es contagiosa durante una semana como mínimo! —le advirtió encarecidamente su madre.

Anton asintió.

—No te preocupes, no me acercaré demasiado a nadie —aseguró… y en su cabeza añadió: «¡excepto a Igno Rante!».

Manos húmedas

A la mañana siguiente, poco después de las nueve, Anton recogió su bicicleta del sótano. Al subirla por las escaleras se dio cuenta, por cómo le temblaban las piernas, de que su condición física dejaba verdaderamente bastante que desear.

Tendría que ir despacio y descansar de vez en cuando. Pero Anton se había provisto bien: dos cartones de bebida, un bocadillo de queso y media tableta de chocolate que, ocultos a las miradas curiosas de la señora Miesmann, había colocado en el portaequipajes de la bicicleta, envueltos en su jersey.

Y Anton también tenía tiempo suficiente. Su madre no volvería a casa antes de las dos y hasta la Avenida de los Castaños, según los cálculos de Anton, se tardaba aproximadamente media hora.

Pero transcurrió más de una hora hasta que Anton consiguió llegar por fin al bosquecillo.

Levantó la vista hacia el depósito de agua, construido en ladrillo rojo, que estaba en una colina en medio del bosquecillo. La torre era muy vieja, pero no tenía un aspecto inquietante ni fantasmagórico; ¡todo lo contrario que Villa Vistaclara! Anton sintió cómo le corrían escalofríos por la espalda.

Iba ahora por una calle que se llamaba «Calle del Depósito de Agua». A mano izquierda había un abetal; a mano derecha algunas casas aisladas. «¡Un barrio dejado de la mano de Dios!», pensó echando un rápido vistazo a sus apuntes. La calle tenía que hacer enseguida una curva a la derecha. Y después de la curva saldría a la izquierda la Avenida de los Castaños.

Anton notó que las manos, que sujetaban el manillar, se le ponían húmedas.

«¡Pero no hay ningún motivo para el pánico!», se dijo a sí mismo dándose ánimos. Él ya había sobrevivido a cosas bastante peores, en el más auténtico sentido de la palabra. Por ejemplo, la vez que tuvo que jugar a los bolos con Lumpi en aquella agujereada pista del Valle de la Amargura. ¡Aquella noche Anton había temido realmente por su vida!

Sin embargo, ahora, ¿qué le podía pasar a plena luz del día? ¡Nada!

Bien era cierto que en Villa Vistaclara le podía caer un tablón en la cabeza, o resbalar y caerse por la escalera del sótano, o clavarse algo en un pie…, pero Anton se había preparado incluso para esos peligros: a fin de reconocer la villa en ruinas había «cogido prestada» la linterna nueva de su padre. ¡Su potente foco iluminaría hasta las esquinas y los ángulos más oscuros del sótano!

Y a pesar de todo…, por mucho que Anton intentó convencerse a sí mismo de que no le podía pasar nada, tenía el miedo metido en el cuerpo y no se le iba.

Cuando entró en la Avenida de los Castaños le asaltó una sensación tan extraña que se vio obligado a parar y apearse.

Empujó lentamente su bicicleta a lo largo de la acera.

Seguro que en otros tiempos la Avenida de los Castaños había sido un «lugar señorial». Así lo indicaban las fachadas de las casas: Anton vio altas ventanas, amplias y airosas escaleras, y algunas casas tenían incluso columnas en la puerta de la entrada. Pero las huellas de ruina eran inmensas: los adornos estaban desmoronados por todas partes, el color de los marcos de las ventanas se había perdido y los jardines se hallaban en una situación de absoluto abandono.

La impresión de ir por una calle muerta fue aumentando todavía más a medida que andaba Anton.

«¿Estarán interviniendo aquí los "tiburones del alquiler"?», pensó Anton.

Anton ya había oído hablar a menudo a sus padres de aquella mala especie de hombres de negocios. Los «tiburones del alquiler» compraban casas viejas y las dejaban vacías hasta que se hacían inhabitables y podían ser demolidas. En el mismo lugar construían entonces rascacielos, con cuyo alquiler podían ganar mucho más dinero. Si la sospecha era acertada (y todo parecía indicar que una de cada dos casas de la Avenida de los Castaños efectivamente estaba vacía), ¡éste era justo el entorno apropiado para un vampiro!

Sin duda pasarían años para que una casa pudiera ser demolida, y en esos años el vampiro tenía una guarida bastante libre de molestias.

Y era realmente ideal para un vampiro si, ¡como ocurría en el caso de Villa Vistaclara!, el «tiburón del alquiler» cegaba además las ventanas y las puertas con tablas.

A Anton le volvieron a correr escalofríos.

Pero, ¿y dónde estaba Villa Vistaclara?

Seguía sin encontrarla, y ahora una segunda calle cruzaba la Avenida de los Castaños: el Camino de los Alisos.

Anton se detuvo. ¡Qué extraño!… ¡El sábado, cuando había seguido a tía Dorothee, Igno Rante y Anna hasta Villa Vistaclara,
no
habían cruzado el Camino de los Alisos. ¿Sería que Villa Vistaclara no estaba en la Avenida de los Castaños?

Ya inseguro, Anton empujó su bicicleta hacia el Camino de los Alisos. Y allí se confirmó su sospecha: la Avenida de los Castaños se acababa allí y la calle que comenzaba a partir de allí se llamaba Calle del Campo de Deportes.

Anton se hallaba desconcertado. ¡Estaba firmemente convencido de que encontraría Villa Vistaclara en la Avenida de los Castaños!

Cuando superó el primer susto, intentó dar marcha atrás otra vez en su memoria hasta la noche del sábado. Pensó que posiblemente aquella noche había llegado hasta allí partiendo de una dirección completamente distinta. ¡Y eso significaba que Villa Vistaclara también podía estar en la prolongación de la Avenida de los Castaños, o sea, en la Calle del Campo de Deportes!

Anton respiró aliviado. ¡Así pues, no se había vuelto completamente loco! Cruzó el Camino de los Alisos y continuó su marcha sintiendo cómo le latía el corazón.

Con osadía

También en la Calle del Campo de Deportes parecían estar vacías la mayoría de las casas. A Anton le resultaba inquietante no encontrarse con nadie: ni niños, ni viejos… El barrio estaba desierto.

De pronto a Anton se le quedó la sangre helada en las venas al ver la penúltima casa en la acera de la derecha: una villa sombría que tenía la puerta de entrada y las ventanas de la planta baja condenadas con gruesos tablones.

Anton no dudó ni un segundo de que aquella era Villa Vistaclara, aunque sólo la había visto una vez y además de noche.

Todo era igual a como él lo recordaba: los muros negros, la chimenea desmoronada… Anton encontró incluso el letrero que había en la pared de la casa, aunque desde aquella distancia no podía leer la inscripción. De todas formas se la sabía de memoria.

Mientras se encaminaba hacia la verja de hierro forjado del jardín, que tenía las puntas oxidadas, dijo para sí en voz baja:

—Limpio el corazón, la vista clara y con osadía, la fortuna te sonríe…

Sintió que le sobrecogía un ligero miedo al estar, por así decirlo, ojo con ojo ante la lúgubre Villa Vistaclara.

Y lo de «ojo con ojo» no iba tan desencaminado: Anton tenía la sensación de que la villa le estaba observando a
él
… Desde los negros huecos de las ventanas parecía mirarle fijamente con maldad y hostilidad…

Pero no, ¡eso era absurdo! Anton se sacudió para deshacerse de aquella idea. ¡No podía volverse loco a sí mismo de ninguna de las maneras!

Si el sábado había conseguido de noche entrar en la finca y dirigirse hacia la entrada de la casa sabiendo muy bien que dentro de la villa estaban tía Dorothee, Igno Rante y Anna, ¡su miedo repentino de ahora, a plena luz del día, era bastante estúpido!

Miró hacia las casas vecinas.

La impresión que había tenido el sábado por la noche era acertada: las dos casas estaban vacías. Y no sólo eso: la Calle del Campo de Deportes era una calle ciega, como pudo comprobar ahora; terminaba en una alambrada tras la cual, probablemente, estaba el campo de deportes.

«¡Igno Rante no se ha buscado una guarida nada mala!», pensó Anton.

Casi mejor aún que un cementerio, pues allí ni siquiera había un vigilante que espiara por las noches por todas partes.

Allí sólo había uno que espiaba: ¡él, Anton!

Aquello por un lado era tranquilizador, pues Anton podía estar bastante seguro de que no se iba a ver sorprendido por ningún vecino curioso.

Por otro lado, sin embargo, nadie iría corriendo en su ayuda si… Pero Anton rechazó rápidamente la idea de que podría necesitar ayuda. ¡Ahora tenía que permanecer tranquilo y mantener la cabeza fría!

Apoyó su bicicleta contra la farola que había delante de Villa Vistaclara y saltó con cuidado la verja, cuyas puntas sobresalían peligrosamente.

Luego se dirigió hacia la entrada de la casa a través de la alta hierba.

La desagradable sensación que tenía iba aumentando a cada paso que daba, pero Anton apretó los dientes.

Se detuvo ante la entrada y lanzó una mirada sobre los gruesos tablones y el sólido candado de la puerta.

¡No, nadie podía entrar en la villa por la puerta de la casa, a no ser que tuviera la llave apropiada!

Anton se dirigió hacia la izquierda. Allí había un camino enlosado, cubierto de maleza, que rodeaba la villa… y pasaba por una ventana del sótano que no estaba completamente condenada. El sábado por la noche Anton había escuchado por aquella ventana del sótano una conversación entre Igno Rante, tía Dorothee y Anna.

Más tarde había visto el resplandor de la linterna de Igno Rante y había oído cómo tía Dorothee anunciaba que «para mayor seguridad iba a echar un vistazo fuera». Inmediatamente después se habían empezado a oír ruidos tras los tablones de la ventana del sótano, y Anton había huido precipitadamente.

Él suponía que los vampiros utilizaban aquella ventana del sótano como entrada.

Con gran malestar en el cuerpo observó la ventana, que estaba dentro de una especie de pozo para recibir la luz, y que le faltaba algún tablón.

¡La idea de pasar por aquella ventana, quizás incluso dejándose resbalar, no era —le pareció a Anton— precisamente muy tentadora! Con la esperanza de encontrar tal vez en la fachada trasera de Villa Vistaclara una puerta que se pudiera abrir, siguió andando por el camino enlosado.

Pero la esperanza de Anton no se vio colmada.

Aunque llegó a una resquebrajada escalera que conducía al sótano, el candado con el que estaba asegurada la puerta del sótano parecía más sólido aún que el de la puerta de la casa.

Y las ventanas que daban al jardín estaban condenadas con tablones. En el camino que rodeaba la villa, Anton vio otras dos ventanas del sótano, pero en ambas había fuertes rejas de hierro.

¡Así pues, la ventana del sótano que había en el lado izquierdo, a ésa que le faltaban tablones, parecía ser la única entrada a la villa!

Anton, de pronto, tenía la garganta muy seca y el deseo de darse la vuelta y regresar a casa era casi invencible.

¡Pero no!

—¡Limpio el corazón, la vista clara y con osadía, la fortuna te sonríe! —se animó a sí mismo Anton.

Miró otra vez hacia la calle. Como no vio nada sospechoso, entró por aquel pozo.

Mortalmente valiente

El pozo no era excesivamente profundo. Anton desapareció dentro de él hasta la altura de las caderas. Encendió su linterna y, por precaución, dirigió primero su luz hacia el suelo. Piedras sueltas, trozos de madera, añicos de vidrio y de cerámica cubrían el suelo. No había allí nada inusual. No había ningún jirón de tela negra de una capa de vampiro, como casi había esperado Anton. Pero luego —se le pusieron los pelos de punta— vio una araña tan negra como la pez, la más grande y más gorda que jamás se había echado a la cara.

En un primer momento Anton estuvo tentado de abandonar el pozo y darse a la fuga. Pero se obligó a quedarse quieto… y para alivio suyo la araña corrió hacia un rincón con sus peludas patas de al menos cinco centímetros de largo y se escondió allí entre las piedras. ¡Brrr! Aunque Anton era amigo de los animales y normalmente no le daban miedo las arañas… ¡aquel monstruo negro había estado a punto de ser el colmo para sus nervios, ya de por sí bastante atacados!

Se agachó para examinar la entrada al sótano. Los tablones que faltaban realmente los había arrancado Igno Rante con sus propias manos. Anton podría colarse dentro sin la menor dificultad.

Sólo que… ¿qué profundidad había al otro lado? Antes de ponerse a averiguarlo, Anton volvió a mirar de mala gana al rincón por el que había desaparecido la araña. Como la araña —¡gracias a Drácula!— seguía oculta, enfocó su linterna hacia el interior del sótano.

Debajo de él había una habitación que, excepto por una caja vieja pegada a la pared (debía de haberla colocado allí Igno Rante) se encontraba completamente vacía. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de suciedad, como si aquello antiguamente hubiera sido una carbonera.

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