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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el enigma del ataúd (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el enigma del ataúd
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¡Eso hablaba en favor de que Igno Rante tenía que estar allí, en Villa Vistaclara!

Anton dejó la linterna en el suelo y volvió a correr con energía la enorme tapa encima del ataúd. Luego cogió la linterna y se fue hacia la puerta.

Aunque la sola idea de hacerlo no le resultaba muy agradable, él había decidido buscar otros ataúdes por toda la lúgubre casa: si era preciso, buscaría hasta en la buhardilla.

Razones de fuerza mayor

Anton no llegó muy lejos. Debajo de la escalera del sótano encontró otra puerta de hierro pequeña y muy oxidada, pero estaba cerrada con llave. Y la puerta del sótano, arriba, al principio de la escalera de piedra, tampoco se podía abrir. La decepción que Anton sintió en un primer momento dejó paso rápidamente a una sensación de alivio.

¡Ahora había «razones de fuerza mayor» que le impedían seguir buscando!

Y por lo que se refería a las muchas puertas cerradas con llave, el abuelo de Anton guardaba en su sótano docenas de llaves viejas. Anton volvería lo antes posible con aquellas llaves… ¡y no lo haría solo, sino con Anna o con el pequeño vampiro!

Además ya era tarde…, ¡demasiado tarde!, comprobó asustado Anton tras echarle un vistazo a su reloj de pulsera: las doce pasadas. Si no se daba prisa, no llegaría a su casa antes que su madre. Y prefería no imaginarse qué podría pasar entonces…

A la una y media Anton ya estaba otra vez en su cama, con su nuevo libro —«La dama de la mirada de plata»— delante. Pero apenas lo había abierto por la página oportuna empezaron a bailarle las letras delante de los ojos y se quedó dormido.

¡Pero es que los enfermos…, o mejor dicho, los convalecientes, necesitaban dormir! Aquélla pareció ser también la opinión de su madre. Cuando Anton se despertó a media tarde tenía en su mesilla de noche una bandeja con bocadillos, manzanas peladas y uvas, y al lado había una nota que decía:

Querido Anton:

Estabas tan profundamente dormido que no he querido despertarte. Ahora tengo que irme otra vez al colegio.

Tenemos junta de profesores, por desgracia. ¡Descansa bien y que te aproveche!

Hasta esta noche, Mamá.

«¡Vaya!», pensó Anton. No era sólo que su madre, al parecer, no estaba nada enfadada por su recorrido en bicicleta de por la mañana, sino que ahora incluso podía leer historias de vampiros sin nadie que le molestase. ¡Y seguro que después de la junta de profesores su madre estaría demasiado cansada para sonsacarle!

Cogió uno de los bocadillos, que estaba bien lleno de su queso favorito, y lo mordió con un hambre voraz. ¡Por primera vez desde que tenía la varicela volvía a sentir un sano apetito!

Como Anton había supuesto, su madre por la noche sólo le preguntó si la excursión no había sido demasiado agotadora y si había cumplido lo de no acercarse demasiado a nadie. Cuando Anton respondió que no a la primera pregunta y que sí a la segunda, ella suspiró satisfecha y anunció con una sonrisa de disculpa que ahora se iba a dormir.

—Si tienes ganas, puedes sentarte con papá a ver la tele en el cuarto de estar —dijo ella por último, pero Anton rechazó la propuesta dando las gracias. ¡Y es que esperaba tener todavía visita aquella noche!

Realmente afable

Y efectivamente: cuando fuera se hizo de noche una negra figura aterrizó en el alféizar de la ventana y se metió por la ventana abierta en la habitación con un rechinante «¡buenas noches!».

¡Era el pequeño vampiro!

—¡Hola, Rüdiger! —dijo Anton, que estaba sentado en la cama con sus viejos pantalones vaqueros azules leyendo «Sombras pegajosas», una terrorífica y bastante sangrienta historia de su nuevo libro.

El pequeño vampiro se acercó sonriendo amablemente.

Parecía que estaba de un buen humor sorprendente… «¡Realmente afable!», pensó Anton, que vio brillar algo amarillo por debajo de la agujereada capa de vampiro. ¡Eran los pantalones del chándal de Anton!

El pequeño vampiro tomó asiento a los pies de la cama y dijo:

—¡Qué habitación más agradable!

Anton le miró sorprendido. ¿Le estaría tomando el pelo el pequeño vampiro? ¿O habría alguna treta escondida en aquel comentario?

—¡De verdad, es extraordinariamente agradable! —siguió diciendo el vampiro en tono ensoñador—. ¡Creo que hacía ya media eternidad que no estaba aquí!

—¿Media eternidad? —repitió anonadado Anton.

Echó cuentas: Rüdiger había estado en su casa exactamente hacía cinco días.

—¡Sí señor! —tronó el vampiro… irritado porque Anton se atreviera a poner en duda lo que él había dicho.

Anton no repuso nada. «¡En cierto sentido el pequeño vampiro lleva razón!», pensó. Hacía realmente media eternidad que Rüdiger no había ido a ver a Anton
como amigo
. Desde que era seguro que Olga volvería pronto, el pequeño vampiro sólo
utilizaba
a Anton de peluquero gratuito, de recadero y de proveedor de crema solar, lápices de colores y muchas otras cosas. El que Rüdiger se volviera a interesar por Anton y por su habitación podía significar dos cosas: o bien había pasado algo con Olga que había curado al pequeño vampiro de su ceguera de amor…, o bien tenía algo que ver con el programa de entrenamiento del señor Schwartenfeger…

Anton preguntó cautelosamente:

—¿Necesitas algo más?… Para el programa, quiero decir.

—¿Para el programa? ¡No! —contestó apagado el pequeño vampiro. Tal como lo dijo, a Anton le sonó casi resignado.

—¿Habéis interrumpido el programa acaso? —preguntó preocupado.

—¿Interrumpido? —bufó el pequeño vampiro—. ¡¿Por quién me has tomado?! ¡

en mi lugar seguro que habrías arrojado la toalla en el ataúd, pero yo no! —dijo, y tosió broncamente—. Interrumpido… ¡Todo lo contrario!

—¿Lo contrario? —preguntó Anton, sintiendo cómo el corazón le latía más deprisa—. ¿Entonces ha tenido éxito el tratamiento del señor Schwartenfeger?

—¡Por supuesto!

—¿Y ahora ya has superado definitivamente el miedo a los rayos del sol? —preguntó Anton.

A la vista de la posibilidad de que lo imposible se hubiera hecho realidad, le tembló la voz de excitación.

—¿Superado? —dijo el vampiro alargando la palabra—. No exactamente…, ¡pero he hecho progresos fabulosos desde que

no vienes conmigo al entrenamiento! —añadió con fanfarronería después de una pausa—. ¡Ahora me puedo concentrar tremendamente bien!

—Ah, ¿sí? —dijo Anton.

—¡Y de qué manera! El señor Schwartenfeger dice que hago enormes progresos en mi aprendizaje desde que

no estás en medio soltando estupideces o armando constantemente broncas conmigo aprovechando el menor cementerio, digo… el menor pretexto.

—¿Eso dice? —gruñó Anton costándole mucho trabajo reprimir su furia por la forma tan poco amistosa que Rüdiger tenía de echarle a él, Anton, la culpa de todo. En cualquier caso, había una cosa clara: ¡su juicio inicial de que el pequeño vampiro había ido a verle aquella noche
como amigo
había sido muy precipitado!

A pesar de todo, Anton, naturalmente, ardía en deseos de enterarse de los detalles de los progresos en el aprendizaje de Rüdiger…

El mejor pintor que hay bajo el sol

—¿No me vas a contar los progresos que has hecho? —preguntó después de titubear un poco.

—Pues claro que sí —dijo el pequeño vampiro—. ¡Si me lo pides educadamente, sí!

Anton frunció la comisura de los labios.

—Está bien: ¡
Por favor
, cuéntame los progresos que has hecho!

—Primero te voy a dejar que veas una cosa —declaró con arrogancia el pequeño vampiro. Metió la mano debajo de su capa y sacó un montón de sobres de color crema atados con una cinta de color amarillo yema de huevo.

Por la sonrisa orgullosa del vampiro Anton dedujo que debía de tratarse de cartas de Olga.

Pero Anton no quería de ninguna manera leer cartas «de amor» de Olga, pues, ¿qué podían contener sino burdos elogios de sí misma con un solo objetivo: ¡aumentar aún más la ceguera de amor del pequeño vampiro!?

—Eh, ¿no vas a mirar el paquetito? —siseó el vampiro al no inmutarse Anton.

—No creo que Olga estuviera de acuerdo —repuso Anton.

—¿Olga? —preguntó el pequeño vampiro mirando a Anton de mal humor—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar en Olga?

—Bueno, porque… —dijo Anton señalando las hojas amarillas—. Las cartas son de Olga, ¿no?

—¡No! —le espetó el vampiro—. No son cartas, sino pinturas, ¡pinturas originales mías!

—Ah… —murmuró Anton.

Rápidamente empezó a deshacer el nudo.

De todas formas, lo que vio entonces Anton no eran «pinturas», sino más bien garabatos. En las primeras hojas había soles con caras que reían y caras que lloraban. A continuación había soles con las mejillas coloradas y con pecas. ¡El remate, sin embargo, eran soles con dientes de vampiro!

—Es estupendo, ¿verdad? —fantaseó el pequeño vampiro.

—Hum…, muy impresionante —dijo Anton.

Estaba ciertamente impresionado de la diversidad de soles que Rüdiger, sin duda bajo la dirección del señor Schwartenfeger, había llevado al papel.

Por otro lado, aquella profusión le parecía extraña e incluso insólita, ¡sobre todo porque procedía de un vampiro!

—¿Te parecen impresionantes? —repitió halagado el pequeño vampiro.

Anton asintió con la cabeza.

—¡Bueno, no me sorprende! —dijo el vampiro satisfecho de sí mismo—. Es que estás viendo ante ti a Rüdiger Von Schlotterstein, el mejor pintor del sol…; digo, no, el mejor pintor que hay
bajo
el sol.

Se estiró y soltó una risa atronadora.

Como Anton no hizo ningún tipo de comentario, cerró los ojos visiblemente irritado y gruñó:

—Eh, se dice así, ¿no? El mejor pintor que hay bajo el sol, ¿o no?

—Bueno, sí, pero… —a Anton le costó trabajo permanecer serio— tanto como el mejor pintor que hay bajo el sol… Me parece que también hay algún que otro pintor que…

—¿Algún otro? —siseó el vampiro—.

A mí los demás me interesan menos que… —dijo chasqueando los dedos—, ¡que la mierda de cementerio que tengo debajo de las uñas! ¡Sí señor!

—¡Oh, sí, eso es cierto! —dijo Anton de todo corazón.

Invitados de honor

De un segundo a otro desapareció la sonrisa de satisfacción del rostro del vampiro y en sus ojos apareció un destello peligroso.

—¿Qué quieres insinuar con eso? —preguntó amenazante y taladrando a Anton con la mirada—. ¿Acaso que debería limpiarme las uñas? ¡Ja, cuando alguien se inmiscuye en mi aseo personal puedo volverme diabólicamente desagradable!

Anton tosió con timidez. ¡Inmiscuirse en el aseo personal del pequeño vampiro sería probablemente lo último que se le ocurriría!

En un tono acentuadamente amable dijo:

—Yo sólo quería decir que nunca había visto tantos soles tan estupendos. ¡Deberías hacer una exposición!

—¿Una exposición? —dijo pensativo el pequeño vampiro—. Sí, la idea no está nada mal…, aunque sea tuya… Realmente es una idea extraordinaria —siguió diciendo después de una pausa—. Y también tienes sitio suficiente si quitas todos tus garabatos.

—¿A qué te refieres?

—Pues a tus ridículos cuadros de cementerios que tienes colgados por todas partes —dijo el vampiro con una risita burlona—. ¡No creo que se lleven bien con mis soles, ji, ji, ji!

—¡¿Qué?! ¡¿Quieres hacer la exposición aquí, en mi habitación?! —exclamó asustado Anton.

El pequeño vampiro se rió irónicamente, y con mucha suavidad repuso:

—¿Dónde iba a hacerla si no? ¿Crees tú que en mi casa, en la cripta? ¿O acaso en casa de Geiermeier? —preguntó riéndose con un graznido—. ¡No, haremos la exposición aquí y, si todo va bien, podré venir ya con Olga a la inauguración!

Anton casi se queda sin aliento.

—¿Inauguración de la exposición? ¿Con Olga?

—¡No hay exposición sin ceremonia de inauguración! —declaró muy chulo el vampiro—. Y sin invitados de honor tampoco —añadió frotándose complacido las manos.

—¿Es que acaso Olga ha regresado ya? —preguntó sorprendido Anton.

—¿Has dicho «acaso»? —gruñó el pequeño vampiro.

—Yo…, sólo estaba sorprendido —se disculpó Anton.

—¿Sorprendido? —repitió sonriendo ahora el pequeño vampiro—. Sí, va a ser una sorpresa enorme cuando mi Olga y yo nos volvamos a ver después de tanto y tan abnegado tiempo…

—Pero ¿no sabes exactamente cuándo será? —inquirió Anton.

—¿Cuándo exactamente? —El pequeño vampiro le lanzó una mirada furiosa. Al parecer, Anton, con su pregunta, había vuelto a poner el dedo en una de las numerosas llagas—. ¡Bah, tú siempre estás con tu «¿cuándo exactamente?»! —Y en tono grandilocuente añadió—: ¡Donde hay amor hay paciencia! ¡Pero, naturalmente,

de eso nunca has oído nada!

—No, nunca he oído nada de eso —dijo Anton haciendo rechinar los dientes.

—Y no es sólo que hagas preguntas inoportunas o descorteses —siguió diciendo el pequeño vampiro—. Además me has dejado en la estacada.

Anticuerpos en la sangre

—¿En qué?

¡Anton no era consciente de ser culpable de nada!

—¡Sí señor! —tronó el pequeño vampiro sacudiéndose los pelos de la frente—. ¿No te das cuenta?

—No. ¿De qué tengo que darme cuenta?

—¡De que yo no tengo ni el más mínimo puntito rojo! Y tú me habías prometido firmemente que me contagiarías tus granos de viento. ¡Ahora será culpa tuya y de nadie más si Olga me vuelve a llamar «biberón»!

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