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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el gran amor (2 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el gran amor
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Tenía la luz encendida y estaba leyendo con la cabeza inclinada hacia delante. Sus cabellos castaños estaban cuidadosamante peinados y se la hubiera podido tomar por una chica completamente normal… ¡de no ser por el ligero olor a moho y su negra y raída capa de vampiro!

Anton entró en la habitación, tomó aire profundamente y dijo:

—¡Buenas tardes, Anna!

Ella levantó la vista del libro. Cuando reconoció a Anton, sus pálidas mejillas se tiñeron de rosa.

—¡Anton! ¡Al fin volvemos a vernos!

Dejó su libro a un lado y fue hacia él sonriendo. Anton miró fijamente su boca aterrado: ¡sus colmillos se habían vuelto largos y afilados!

Ella advirtió su mirada y enrojeció.

—No tienes por qué tener miedo —dijo—. Yo a ti nunca te haré nada.

A Anton le zumbaba la cabeza y no sabia que decir.

—¿Es que no te alegras? —exclamó ella.

—¿Alegrarme? ¿De qué?

—¡De que yo sea ahora un auténtico vampiro! Ahora Rüdiger ya no puede decirme Anna la Desdentada, la única de la familia que se alimenta de leche. Ahora me llamo ¡Anna la Valiente!

Ella se estiró riéndose.

—¡Vaya cara de vinagre que pones! —exclamo después sorprendida.

—Yo... —murmuró Anton, que había retrocedo hasta la puerta—, es que tengo que acostumbrarme primero a tus ejem... dientes de vampiro.

—Sí, yo también —asintió ella—. Todo ha cambiado tanto de repente... ¡Sólo tu..., sigues gustándome exactamente igual que antes!

Anton notó cómo se ponía colorado. Rápidamente volvió la cabeza y miró hacia la ventana. Estaba cerrada.

—¿Cómo has entrado en realidad? —Pregunto..., contento de hablar de un tema menos comprometido.

—¡Por la puerta! He subido en el ascensor y he llamado al timbre.

—¿No tenías miedo de mis padres?

—A tu madre no la he visto. Pero tu padre se ha reído irónicamente y me ha preguntado que si iba otra vez a una fiesta de disfracés. Yo le he dicho que sí, que celebrábamos hoy el carnaval en el club de gimnasia.

Se frotó las manos riéndose entre dientes.

En aquel momento llamaron a la puerta y entró en la habitación el padre de Anton.

—Ah, vosotros dos —dijo haciendo un guiño a Anton—. ¿Habéis estado charlando a gusto?

—Sí —gruñó Anton, indignándose por el tono de complicidad de su padre—, hasta que tú has venido, sí.

—Ahora tengo que marcharme —dijo Anna estirándose la capa.

—¿Marcharte? —exclamó el padre de Anton—. ¡Pero si vamos a cenar en seguida! Y he puesto a propósito taquitos de queso y un gran vaso de leche para ti... ¿No era esa tu comida favorita?

A Anton le corrieron escalofríos por la espalda. Pero Anna se quedó tan tranquila.

—Muchas gracias —dijo—. Es usted muy amable. Pero no puedo acompañarles en la cena. Es que en el club de gimnasia vamos a tener salchichas y ensaladas de patatas.

Dicho esto le estrechó la mano al padre de Anton, dijo «Adiós, hasta el próximo día», y se marchó.

Anton la acompañó hasta el ascensor.

—¿Volvemos a vernos mañana? —preguntó ella con una sonrisa cariñosa.

—No..., no sé —tartamudeó.

—¡Mañana es sábado! —dijo—. ¿No se van tus padres siempre los sábados?

Asintió titubeando.

—Sí.

—Entonces también nosotros dos podemos hacer algo —opinó ella—. Al fin y al cabo tenemos un motivo para celebrarlo.

Llegó al ascensor y ella se montó.

—¿Para celebrar qué? —preguntó Anton.

—Que ya no soy Anna la Desdentada —contestó radiante, y antes de que Anton pudiese replicar algo, cerró la puerta del ascensor.

Figuras de barro de fabricación propia

Cuando Anton entró en la cocina, sus padres ya estaban sentados a la mesa comiendo.

—¡Helga, hay que ver lo que te has perdido! —dijo el padre de Anton.

La madre levantó la vista de su plato.

—Ah, ¿sí? ¿El qué?

—¡Anton ha tenido visita!

—¿Visita?

—Sí. Si no hubieras estado tan enfrascada en tu habitación con las redacciones, habrías podido ver a la novia de Anton.

—¿La novia de Anton? —repitió asombrada—. No sabía que tuviera novia.

—¡Es que no la tengo! —dijo Anton colérico.

El padre disfrutaba visiblemente con la indignación de Anton.

—¡Tenías que haberles oído a los dos! Se han arrullado como dos tortolitos.

—¡Ja, ja, ja! —dijo simplemente Anton.

Los comentarios de su padre no le parecían nada graciosos.

—¿Y quién es la chica? —preguntó la madre.

—Anna —contestó el padre—. La de la capa de vampiro.

Se rió como si se tratara de un buen chiste. Pero la madre de Anton permaneció seria.

—¿Anna...? ¿Aquella chica fantasmagóricamente pálida que estuvo aquí una vez con su hermano? ¿La de los dedos huesudos y los oscuros cercos en los ojos?

—¡Pero si eso forma parte de su disfraz de vampiro!... —dijo despreocupado el padre.

—¡Exacto! —dijo apresuradamente Anton—. Y además, no puedo soportar que metáis las narices en mis asuntos.

—¿En tus asuntos? —repuso su madre fríamente—. Tendremos que hablar aún un par de palabritas en cuanto a las amistades de nuestro hijo. Sobre todo si se trata de esos hermanos con sus horribles capas. ¡Para ti ésa no es precisamente la compañía adecuada! —¿Y por qué no?

—Porque lo único que hacen ellos es empeorar tu manía por los vampiros.

—¿Manía por los vampiros? —dijo Anton desconcertado.

—¡Sí, señor! Vampiros, se mire por donde se mire en tu habitación, siempre ve uno lo mismo: ¡cuadros de vampiros en la pared, libros de vampiros en la estantería, y si pudieras estarías viendo películas de vampiros desde la mañana hasta la noche!

Anton tuvo ahora que reírse irónicamente contra su voluntad.

—Sí, ¿y qué? —dijo.

—¿Es que no podemos hablar de otra cosa? —dijo el padre—. Cuéntanos, Anton, qué tal fue la cerámica.

—¿La cerámica? ¿Cómo quieres que haya ido...?

—¿No te has traído ningún trabajo?

—Sí...

—¿Y bien? ¿No nos lo vas a enseñar?

—No sé...

—¿Porqué?

—No creo que le guste a mamá —dijo Anton reprimiendo una risa.

—¿Por qué no iba a gustarme? —contestó su madre—. A mí me gustará todo lo que hayas hecho tú mismo.

—¿Tú crees? —dijo Anton.

Sacó de su chaqueta dos figuras de barro y las colocó encima de la mesa, exactamente frente a la fuente de los pepinos.

Su madre pegó un grito.

—¿Vampiros?

—¡Vampiros! —corroboró Anton observando orgulloso las dos figuras de barro.

Llevaban capas negras y tenían rostros blancos como la cal. Entre sus labios, que Anton había pintado de un rojo reluciente, asomaban agudos dientes de vampiro.

Su madre suspiró en voz baja.

—Y yo que pensaba que modelarías algo razonable...

—¿Por qué? Si me han salido estupendos... ¡Nuestro profesor de arte me pondría un sobresaliente por ellos!

—Me habría gustado tanto un florero...

—Sí... —dijo Anton.

Echó una mirada a su padre y con una alevosa risa irónica añadió:

—Además, ¿para qué necesitas un florero? ¡Si a ti nadie te regala flores...!

Silbando de buen humor se fue a su habitación.

Romeo y Julieta

La tarde siguiente, los padres de Anton se pusieron en marcha poco después de las seis.

Querían ver «Romeo y Julieta» y aún no tenían entradas para el teatro.

Anton estaba en el pasillo mientras ellos se ponían los abrigos.

—¿Vosotros no sois ya demasiado viejos para eso? —preguntó.

—¿Demasiado viejos? ¿Para qué? —contestó su padre.

—Bueno... Romeo y Julieta eran una pareja muy joven de enamorados...

Su padre se rió.

—Seguro que piensas que el amor es solo para la gente joven.

—Además, nosotros vamos a verlo y no a salir al escenario —completó la madre de Anton yendo hacia la puerta—. ¡Buenas noches!

El padre la siguió.

—¡Que duermas bien..., Romeo! —dijo, y cerró la puerta.

Anton estuvo a punto de atragantarse.

Menos mal que su padre no sabía cuánta razón tenía: desde la visita de Anna se sentía realmente como Romeo.

Se fue a su habitación y encendió la televisión.

Una pareja, vestida de rosa, cantaba: Sólo tú, tú, tú y yo...

«¡Qué estupidez!», pensó Anton. Pero por lo menos viendo la televisión se pasaba el tiempo algo más rápido.

Cuando llamaron a la ventana saltó tan precipitadamente que estuvo a punto de caerse.

Fuera estaba Anna.

—Hola —dijo—. ¿Estás solo?

—Sí —carraspeó Anton-—. Pero entra...

—Gracias.

Ella sonrió y saltó desde el poyete de la ventana.

¿Dónde está el hombre, el hombre para mí...? Llegó una voz de mujer procedente de la televisión.

—Música... —dijo Anna embelesada.

Se puso muy cerca del aparato.

—¿La conoces?

—¿A quién?

—A la cantante.

—No.

—¡Mira qué vestido más bonito lleva! Tan blanco..., como la nieve recién caída.

—A mí me parece que va demasiado emperejilada.

—¿Emperejilada? Pero seguro que el vestido ha costado mucho dinero.

—Por eso.

—¡Y yo que creía que a ti te parecía estupenda!

—Tú me pareces mucho, mucho más estupenda —repuso Anton... y se puso colorado hasta las orejas.

—¿De veras? —preguntó Anna con ojos radiantes.

—Sí —dijo apocado apagando la televisión—. ¿Nos vamos?

—¡Nos vamos volando! —corrigió Anna sacando una segunda capa de debajo de la suya—. ¡Toma, para ti! —dijo—. ¡Del ataúd de Tío Theodor!

Anton, con un estremecimiento, reconoció la vieja capa de vampiro con olor a moho que él ya se había puesto a menudo. Aquella capa era antes de Tío Theodor..., antes de que el guardián del cementerio, Geiermeier, le hubiera atravesado el corazón con una estaca de madera.

Anton se la puso angustiado.

Luego extendió los brazos, los movió a la par arriba y abajo... y flotó.

—¡Vamos! —dijo Anna lanzándose hacia la noche.

Todavía un poco inseguro, Anton salió volando detrás de ella.

Novedades

La luna brillaba clara y el aire era limpio y fresco. Anton se sintió ligero de repente y sin quererlo soltó un pequeño grito de alegría.

—¿Tú también lo sientes? —preguntó Anna con voz conmovida.

—¿El qué? —preguntó Anton.

—Este ambiente...; como si la luna lo hubiera hechizado todo. La torre de la iglesia que hay allí..., podría ser la torre de un castillo. Y los árboles de delante parecen centinelas.

—Sí. Y aquel árbol grande y gordo parece un caballero montado en un caballo.

—No, más bien parece Tía Dorothee —dijo Anna riéndose entre dientes.

Anton se asustó.

—¿Tía Dorothee? ¿Dónde?

—En ningún sitio —le tranquilizó Anna—. Sólo que ese árbol abombado me la ha recordado. Pero eso realmente ya no es cierto, porque Tía Dorothee ha adelgazado muchísimo. ¡Ahora siempre tiene que repartir todo..., con Olga!

—¿Quién es Olga?

—Su sobrina. Pero ya te lo contaré después..., cuando estemos en la cripta.

—¿En la cripta?

Anton se sintió muy extraño.

—¿No habías dicho que íbamos a hacer algo?

—Sí. Sólo quiero darte algo antes..., ¡un regalo!

—¿Un regalo?

Anton no estaba del todo seguro de si realmente lo quería.

—Está en mi ataúd —declaró Anna.

—¿No podías habértelo traído?

Ella se rió entre dientes.

—Tienes que recogerlo tú mismo.

¡A Anton no le pareció precisamente muy tentadora la idea de ir con Anna a la cripta de los vampiros y quizá encontrarse allí con alguno de sus sanguinarios parientes!

—¿Y..., los demás vampiros? —preguntó temeroso.

—...Se han marchado.

—¿Y Tía Dorothee? ¿Y Olga?

—¡... Ellas también!

Si aquello fuera verdad... En todas las visitas que había hecho hasta entonces a la cripta había sucedido algo inesperado. Una vez estuvo a punto de atraparle Tía Dorothee...

—Yo..., yo preferiría esperar fuera —dijo.

—¿Fuera? Eso es mucho más peligroso —contestó Anna—. Geiermeir se pasea ahora casi todas las noches por el cementerio en compañía de su nuevo jardinero.

—¿Tiene un jardinero?

Anna asintió sombría.

—Schnuppermaul. Es de Stuttgart.

—¡Ahí va!... ¿Y desde cuándo?

—Desde hace exactamente tres semanas. Vi cómo delante de la casa de Geiermeir había un gran camión de muebles y cómo metían las cosas de Schnuppermaul en la casa. La noche siguiente habían puesto en la puerta un letrero de cartón: SCHNUPPERMAUL, Jardinero. Y el tal Schnuppermaul apesta también a ajo y tiene los bolsillos llenos de afiladas estacas de madera... ¡Exactamente igual que Geiermeir!

Hizo una pausa.

—¡Pero una de estas noches van a saber quién soy yo! —dijo después furiosa agitando sus pequeños puños—. Al fin y al cabo yo soy Anna la Valiente.

—¿Qué es lo que vas a hacer cuando llegue la ocasión? —preguntó Anton.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo ella, pero su voz sonó algo apocada.

—Me gustaría ayudarte —dijo Anton.

—¿De veras? ¡Oh, Anton! ¡Te daría un beso!

—Me..., mejor no —tartamudeó Anton—. Si..., si no, nos vamos a caer. Y ademas: allí delante está ya el cementerio.

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