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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el gran amor (3 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el gran amor
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Señaló el viejo muro gris del cementerio, que estaba delante de ellos.

El rostro de Anna adoptó una expresión tirante.

—¡Debemos tener cuidado! —dijo cogiendo la mano de Anton.

Aminoraron la velocidad de su vuelo y aterrizaron sobre la alta hierba que había tras el muro del cementerio.

El regalo

Era el último rincón del cementerio. Allí ya no había tumbas bien cuidadas, ni setos podados con esmero, ni caminos rastrillados..., solamente cruces torcidas y lápidas volcadas. Todo estaba abandonado y descuidado.

Lleno de malestar, Anton miró el alto abeto bajo el que se encontraba el agujero de entrada a la cripta. ¡Ojalá tuviera razón Anna y de verdad se hubieran marchado todos los vampiros!

—¡Seguro que no hay nadie en la cripta! —oyó entonces decir a Anna.

Se estremeció sorprendido.

—¿Es que sabes leer el pensamiento?

Ella se rió en voz baja.

—No. Pero la expresión de tu cara me ha dicho en qué estabas pensando.

—¿Y si Tía Dorothee está otra vez desmayada en el ataúd? —objetó Anton..., con la esperanza de lograr quizá disuadirla a pesar de todo su empeño en recoger el regalo.

—No. Está dando clases a Olga en el parque de la ciudad. Pero eso te lo contaré todo en la cripta.

—¿Y Geiermeier? ¿Y Schnuppermaul? —intentó evitarlo una vez más Anton.

—Están al otro lado del cementerio. Puedo oír sus pasos en el camino de grava.

—¿Y..., Rüdiger? ¿Dónde está?

Era el último intento de hacer desistir a Anna de entrar en la cripta.

—¡Rüdiger! ¡Rüdiger! ¡Yo te soy indiferente! ¿No? —exclamó ella.

—Claro que no —aseguró él.

—Para que lo sepas: ¡Rüdiger tiene ahora a alguien más! —declaró con voz áspera.

—¿Qué..., qué quieres decir con eso?

—Eso lo vas a saber en seguida. ¡Vamos!

Sin esperar la respuesta de Anton, corrió hacia el abeto y echó a un lado la piedra que ocultaba el agujero de entrada.

Luego desapareció.

Anton la siguió temblándole las rodillas... ¡Pero era mejor entrar con ella en la cripta que quedarse solo en el cementerio y caer, quizá, en manos de Geierraeir y Schnuppermaul!

Seguro que creerían que era un vampiro..., al fin y al cabo llevaba puesta la capa de Tío Theodor.

Se dejó resbalar con precaución dentro del estrecho pozo y aterrizó en una pequeña caverna: la antesala de la cripta. Apresuradamente volvió a correr la piedra sobre el agujero y llegó a la escalera que conducía abajo.

De la cripta venía un débil resplandor y olía a podredumbre y a moho.

—¿Anna? —exclamó.

—¡Sí! —oyó la voz de ella—. Aquí no hay nadie..., sólo nosotros dos.

Anton suspiró aliviado y siguió andando lentamente. A cada paso el olor a moho se hacía más fuerte.

Vio finalmente a Anna. Estaba sentada encima de su ataúd, había encendido una vela de la pared y le miraba expectante. Sus labios estaban un poco abiertos..., pero no tanto como para que no quedaran cubiertos sus afilados colmillos.

Seductoramente, le señaló el sitio que había a su lado.

—¡Pero siéntate!

—En..., en seguida —tartamudeó Anton, que prefería no acercarse tanto a ella—. ¡Yo..., voy a echar primero un vistazo por la cripta! ...¡Parece tan cambiada...! —añadió.

Aquello además era cierto: ahora había un ataúd completamente solo en la esquina. ¡Era..., el ataúd del pequeño vampiro!

—¿Por qué no está el ataúd de Rüdiger con los demás? —preguntó—. ¿Ha hecho algo?

—Sí —corroboró Anna riéndose entre dientes—. Si te sientas a mi lado te lo contaré, ¿vale?

Pero Anton prefirió quedarse de pie. Señaló un extraño armazón de madera que estaba apoyado en la pared.

—¿Qué es eso?

—Un ataúd plegable.

—¿Un ataúd plegable?

Observó con curiosidad el armazón negro, que le recordaba el biombo de su abuela.

—¿Y de quién es este chisme?

—De Olga —contestó ella con voz de ultratumba.

—¿Puedo montarlo? —preguntó Anton acariciando las viejas y herrumbrosas bisagras.

—¡No! —dijo Anna imperiosa.

—Pero..., ¡es que me interesa saber cómo se hace!

—¡Y yo no debo interesarte en absoluto! —exclamó colérica—. ¡Desde que has llegado ni siquiera me has preguntado por el regalo!

El cambió de actitud rápidamente.

—¡Ah, sí, el regalo! ¿Y qué es?

Ella saltó del ataúd y levantó la tapa.

—¡Aquí está! ¡Para ti!

Anton se acercó de mala gana al ataúd y miró dentro. Encima de la almohada roja, que estaba ya gastadísima, descubrió un pequeño paquetito envuelto en papel de plata.

Anna le observaba en tensión y sin respirar.

Al ver que él dudaba, exclamó con impaciencia:

—¿No vas a abrirlo?

—Sí...

Desenvolvió el paquete con dedos temblorosos. Apareció un chupete... ¡El chupete de Anna! Horrorizado, miró fijamente la cosa vieja y mordida.

—¿No te alegras? —exclamó Anna.

—Sss..., sí—balbució.

—Ven, te lo voy a atar —dijo diligente cogiendo el chupete.

—¡No! —gritó Anton rechazándolo.

—¿Es que no te gusta?

—Yo..., es que no lo necesito para nada —tartamudeó.

—¿Quiere eso decir que no lo quieres? —exclamó ella en voz cada vez más alta—. Te regalo lo único que tengo... ¡¿y tú no lo quieres?!

A Anton se le puso la carne de gallina. ¡Si ahora no conseguía calmar a Anna podía costarle el pellejo!

Pero, ¿qué iba a hacer?

¿Coger el chupete? ¡Con sólo pensar en ello se le revolvía el estómago!

De modo que sólo se quedó callado e indeciso viendo cómo ella volvía a poner el chupete en su ataúd y cerraba la tapa.

Luego dijo ella con voz más oscura:

—¡Venga, salimos volando!

—¿Adonde? —preguntó lleno de miedo.

—A tu casa —contestó desabrida apagando de un soplo la vela.

Anton tuvo que ir tanteando en la oscuridad detrás de ella hasta la salida.

Durante todo el camino de vuelta a casa ella no dijo ni una sola palabra.

—Buenas noches, Anna —dijo él cuando alcanzaron su ventana.

Pero ella se mordió los labios y se marchó volando de allí sin saludarle.

Cadáver de vacaciones

A la mañana siguiente había panecillos con pasas caseras para desayunar.

Otras veces Anton podía comerse cuatro o cinco, pero hoy no tenía nada de apetito. Desganado, untó un panecillo con mantequilla.

—Tienes aspecto de estar cansadísimo —observó su madre.

—Ah, ¿sí? —dijo solamente Anton.

—Sí. Tienes auténticas ojeras.

—¡Como un cadáver de vacaciones! —dijo el padre de Anton riéndose tan alto que estuvo a punto de derramar su café.

—Eso es por el colegio —gruñó Anton.

—¿Por el colegio? —contestó burlona la madre—. ¡Eso es por la televisión!

—Si tú lo dices... —dijo Anton.

Se sirvió leche, disolvió los polvos del cacao y bebió..., pero ni siquiera el cacao dulce le sabía bien.

—¡Hoy no tienes realmente el aspecto de un radiante Romeo! —se guaseó su padre.

—¡Tú y tu estúpido Romeo! —gruñó Anton.

Su padre se rió burlonamente a carcajadas.

—Seguro que te hubiera gustado la obra de teatro. Precisamente el último acto se desarrolla..., ¡en una cripta!

—¿En una cri..., cripta?

Anton estaba tan anonadado que se le cayó de las manos el panecillo con pasas.

—¿En un cementerio?

—¡Efectivamente! Con ataúdes y sudarios y muertos y muertos en apariencia...

—¿Tienes que contarle todo eso a Anton? —dijo la madre de Anton poco satisfecha.

—¿Por qué no? —Contestó el padre—. Al fin y al cabo Romeo y Julieta es una de las grandes tragedias de amor de la literatura universal.

—¿Qué es una tragedia? —quiso saber Anton.

—Un drama.

—¿No se casan entonces?

—¿Quiénes?

—Romeo y Julieta.

—No —contestó el padre—. Al final entierran a Julieta, que ha caído en un sueño semejante a la muerte, en la cripta de su familia. Romeo cree que está realmente muerta. Junto al ataúd de ella toma un veneno y muere. Cuando Julieta se despierta, encuentra a su Romeo muerto... y se apuñala con una daga.

—¡Puf..., eso debe haber sido horrendo! —dijo Anton—. ¿Te impresionó?

—¿Impresionarme ?

El padre se rió.

—Un poco.

—¡Pues a mí me habría dado un ataque cardíaco! —Dijo entusiasmado Anton—. Cementerio, cripta, ataúdes, muertos...

—¡Ahí tienes lo que has conseguido! —recriminó la madre de Anton—. Ya has vuelto a tocar su tema favorito.

Anton levantó las cejas y puso una cara muy digna.

—Papá sólo quería hacer algo por mi educación...; después de todo, tiene uno que estar al tanto..., ¡de la literatura universal!

—¡Bah, ya he oído bastante! —exclamó su madre poniéndose de pie.

Salió de la cocina dando un portazo. Anton miró a su padre riéndose irónicamente.

—¿Me dejas el libro?

—¿Qué libro?

—El de
Romeo y Julieta
.

—No sé si todavía es apropiado para ti…

—¡Claro que sí! ¡Si sucede en una cripta!...

Con el tiempo maduran... los dientes

Pero Anton se dio cuenta en seguida de que su padre tenía razón: no entendía una palabra.

Con un suspiro apartó el libro y cogió de la estantería
Carmilla, la mujer vampiro...
, una historia de vampiros de Sheridan LeFanu.

¡Aquello también era..., literatura universal!

Lo abrió con avidez por el primer capítulo: Un augurio inquietante.

Cuando afuera oscureció, ya se había leído el libro..., interrumpido sólo por la comida y la despedida de sus padres, que querían dar un largo paseo, de lo cual Anton no tenía la más mínima gana.

Era extraño que la historia le hubiera gustado mucho más antes, cuando aún no conocía a Anna y a Rüdiger. Quizá fuera debido al horrendo final: a Carmilla le atravesaban el corazón con una afilada estaca...

¡No, Anna y Rüdiger no podían tener nunca un final tan horrible!

Tuvo que volver a pensar en la cripta y en la cara de decepción de Anna. ¿Hubiera debido aceptar el chupete y hacer que se alegraba de ello? ¡Pero no podía mentir! ¡Por lo menos viendo aquel asqueroso regalo! Seguro que Anna estaba enfadadísima con él... Una llamada a la ventana le sobresaltó sacándole de sus pensamientos. Vio una oscura figura que acechaba el interior de la habitación... ¿Rüdiger?

Corrió alegre a la ventana y abrió.

En el poyete de la ventana estaba sentada Anna.

—¿Tú? —dijo confundido Anton—. Yo creía que...

—...que estaba enfadada contigo, ¿no? —contestó—. Pero no lo estoy, ya no. ¿Puedo entrar?

—Po..., por favor —tartamudeó Anton—. Mis padres están de paseo.

—¿Y tú? —dijo ella al estar dentro de la habitación—. ¿Aún estás enfadado conmigo?

—No… —murmuró Anton.

—Yo, naturalmente, me llevé una decepción muy grande cuando no quisiste el chupete... —declaró ella sentándose en la cama de Anton—. Pero luego volví a pensar en ello y me di cuenta de que tú, de momento, aún no puedes utilizar el chupete... y por eso tampoco te alegraste del regalo.

Anton se puso pálido.

—¿Qué quieres decir con eso de aún no?

Ella sonrió y Anton vio brillar sus afilados dientes blancos.

—Muy fácil —dijo dulcemente—. Porque tú aún no eres un vampiro. Sólo debes tener un chupete al ser un vampiro adolescente, para que tus colmillos se vuelvan largos y agudos y los de delante se queden pequeños.

—¡Pero si mis dientes de delante ya no me van a crecer! —exclamó Anton.

—¿No? —dijo sorprendida—. ¿Ya no son dientes de leche?

—¡No!

—Vaya..., entonces a ti el chupete no te sirve para nada... ¡Entonces ya se te pondrán los colmillos largos y agudos ellos solos cuando te conviertas en vampiro!

—¡Pero..., yo no quiero convertirme en vampiro! —exclamó Anton.

Anna se rió con picardía.

—¿Quién sabe...?

Anton hubiera querido soltarle una palabrota..., pero no quería volver a pelearse con ella y por eso dijo solamente:

—¡Seguro que no!

No obstante, Anna puso una cara muy expresiva.

—Con el tiempo maduran los dientes —dijo, y riéndose entre dientes añadió—: ¡Esperemos y bebamos sangre..., digo..., té!

BOOK: El pequeño vampiro y el gran amor
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