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Authors: Jaime Rubio Hancock

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El problema de la bala (5 page)

BOOK: El problema de la bala
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Esta exhibición de la acusación duró casi dos meses, durante los cuales el público y los profesionales iban dando cabezaditas, vaciando orinales, enviando mensajes de texto con el móvil y comiendo los bocadillos y las pizzas que iban trayendo los alguaciles.

El abogado Bienvenido, viendo las evidencias que el fiscal acarreaba y que iba mostrando al juez y al jurado, se hundía cada vez más en su butaca. Esto es demasiado para mí, pensaba, tendría que haber seguido defendiendo a políticos y a banqueros. Por lo menos sabes todo lo que va a ocurrir con sólo leer la prensa. Encima, de vez en cuando Lozano recuperaba los ánimos, y soltaba algún “¡ja! Ya lo tenemos” y a veces incluso miraba con ojos de admiración al fiscal y añadía un “menudo cabroncete estás hecho”. Bienvenido se hundió tanto en su butaca que al cabo de un rato tuvo que pedir que alguien lanzara una cuerda para subir trepando.

El jurado tampoco manifestaba una actitud demasiado positiva hacia mí. Las señoras me lanzaban miradas de odio. Entre sudoku y sudoku, claro. Y es que el juicio se alargaba y estaban a punto de acabar sus libritos de pasatiempos. ¿Qué harían una vez los hubieran terminado? Aburrirse. Y todo por mi culpa. Los señores tampoco me miraban con buenos ojos, pero ese problema era más bien de estrabismo.

De hecho, tanto el fiscal como mi abogado intentaron en algún momento u otro pedir de nuevo un receso, pero Lozano sólo contestaba que “y dale con los recesos” y que no pensaba caer en “las típicas trampas de los abogados. Aquí estamos para trabajar y no para que me toméis el pelo”.

Lo peor era cuando los alguaciles pasaban periódicos de contrabando y deuvedés con los programas de la tele en los que se hablaba del juicio. Porque la acusación también llevaba la delantera en lo que se refería a los juicios mediáticos que se seguían celebrando. Y es que a pesar de que el juicio se celebraba a puerta cerrada, los periodistas se alimentaban de los mensajes de texto y correos electrónicos que enviaban tanto Bienvenido como el fiscal.

No ayudó mucho a mi ya de por sí difícil papel en la guerra en los medios el hecho de que Salvador Bienvenido se quedara sin batería el segundo día y comprobara con horror que se había dejado el cargador en casa. Lo único que podía hacer era enviar señales de morse con un mechero a través de la ventana, mientras el fiscal seguía mostrando sus pruebas. Al final le cogió el truco y fue capaz de enviar largas cartas al director de
La Vanguardia
, expresando su indignación por el hecho de que el Barça sólo contratara extranjeros.
[14]

Pero el bombazo llegó el último día en el que la acusación planteó su caso. Trajo a una testigo sorpresa. Como es por todos conocido, el sistema legal y procesal español, heredero de series como
Perry Mason
y
La ley de Los ángeles
, además de películas como
Algunos hombres buenos
y
Doce hombres sin piedad
, contempla la posibilidad de traer un testigo sorpresa, que se deja en el pasillo hasta el final, metido en una enorme caja con un bonito lazo y agujeros para respirar.

El testigo sorpresa de la acusación fue, para mi indiferencia,

Mireia,

cuyo testimonio llegó a las páginas de los diarios y supuso el tiro de gracia a mi presuntez.

El cada vez menos presunto suicida de Sants acabará en la silla eléctrica, de seguir así de bien el juicio, y no me extraña porque tiene cara de malo
.

ERNESTO DELCÁISER.
Barcelona

“¡Qué mal te veo!” Esos eran los gritos que se oían a las puertas de la sala en la que se juzgaba al presunto suicida de veintiún años, cuyo caso ha conmocionado a la opinión pública. Ahí la tienen, a la opinión, con la boca abierta en forma de O y las manos en las mejillas. Su situación ya era mala, la del suicida, no la de la opinión, pero es que después del as que el fiscal -que ya es un as de por sí- se sacó ayer de la manga, lo lleva claro. No en vano, el representante de la acusación aseguró que “l tnems cogido x ls uevos”, en uno de los mensajes que envió a este humilde cronista y novelista (no se olviden de comprar
La teoría de la conspiración
).

Casi nadie sabía quién era Mireia Rojo hasta que subió al estrado. Sus
excompañeros
la conocían como “esa calientabraguetas de tetas gordas”. Pero después de las primeras preguntas que le formuló el fiscal, la cosa quedó clara: Mireia fue novia del presunto suicida hasta el día de autos. Horas antes de que el acusado se volara la tapa de los sesos, Mireia le dejó por otros. Sí, otros. No entraremos en detalles en esta página reservada a la seriedad con la que ha de tratarse un asunto tan grave como la vida de un presunto y asqueroso asesino. Consulten el dominical de este domingo, donde podrán leer todo acerca de la enfermiza vida sexual de esta muchacha.

En todo caso, avanzaremos que a la pregunta del fiscal: “¿Era usted amante del acusado?”, ella contestó que no, “pero que le quería mucho como amigo”. Preguntada acerca de si tenía muchos amigos, la testigo contestó que “sí, claro, como todo el mundo”. El fiscal repitió: “¿Usted tiene muchos
amigos
?” La testigo no se dio cuenta del uso de la cursiva en la palabra “amigos” y cayó de bruces en la hábil treta retórica del fiscal, que sacó a relucir la calidad de zorra de la señorita Rojo. El abogado de la defensa protestó, pero el juez se limitó a llamarle “quejica”.

Dejemos ahí su depravación y no nos sumerjamos más en el fango. El domingo lo tendrán todo, ya les digo. Con fotos robadas de su perfil de Facebook.
[15]

En cuanto al acusado, ya se ha confirmado que la sangre que le salió de la cabeza era suya. También se ha demostrado que está muerto, tal y como ha asegurado el médico forense encargado del caso, que además me ha hecho una chaqueta preciosa. Ahora incluso hay un móvil: podríamos estar ante un crimen pasional. Un sucio crimen por amor. Sí, a nosotros también se nos revuelven las tripas y se nos ocurren pocos motivos más repugnantes para cometer un crimen: si has de matar, al menos hazlo por dinero o por sexo.

Se trata por tanto de un crimen execrable que merece el más terrible de los castigos. Dicho sea desde la objetividad, moderación y centralidad que caracteriza a este medio objetivo y partidario de la muerte lenta y dolorosa de ese maldito suicida a quien aún no se ha condenado porque la justicia es lenta, pero por desgracia no dolorosa.

En todo caso, el abogado Bienvenido necesita algo más que el prestigio que le otorgan sus elevadas minutas si quiere sacar este caso adelante. Mientras ustedes leen esto, el letrado comenzará a sacar a la luz sus inútiles argumentos, interrogar a sus testigos, si es que consigue reunir a alguno, y la grande y joven institución del jurado, adalid de la democracia, podrá hacer su trabajo, que siempre será justo, por supuesto, ya que los jurados igualitarios y democráticos siempre son justos, sobre todo si acaban con un veredicto de culpabilidad del acusado. En caso contrario, no nos quedará más remedio que poner en duda su legitimidad y escribir un editorial muy serio al respecto. De los de pensar.

—BUENO –SUSPIRÓ EL JUEZ, HOJEANDO...

—BUENO –SUSPIRÓ EL JUEZ, HOJEANDO los diarios de la sexagésima novena mañana consecutiva de juicio, recordemos, sin interrupción—. Para comenzar no ha estado mal. Lo de la Mireia esta ha estado formidable. Genial lo de dejarla como testigo sorpresa, muy buena idea. Por cierto, yo no debería estar leyendo esto, ¿no? Se supone que no debo. Bah, qué cojones, ¿para qué soy juez, si no? ¿Para obedecer órdenes? ¡Ja! A ver, el abogado de la defensa puede comenzar, a ver si es capaz de igualar el paseo militar del señor fiscal, cosa que dudo. No sé por qué coño tenemos que gastar el dinero del contribuyente juzgando a asesinos.

Bienvenido oyó un cloc-cloc y se agachó a recoger sus testículos, mientras el juez se quejaba del gasto en luz que también suponía la silla eléctrica. “Y pensar que nosotros los españoles contamos con esa tradición tan noble y entrañable que es la del garrote vil”.

Mientras se volvía a colocar las gónadas, Bienvenido pensó que tenía que sobreponerse a aquella aparente ojeriza que le tenía el juez. Simplemente tenía que motivarse, recordar la causa por la que se había dedicado a la abogacía. El dinero.

Bienvenido se incorporó, decidido a darle al magistrado una lección de derecho penal. Se abrochó la chaqueta, se ajustó el nudo de la corbata y se volvió a atusar la melena, no sin prometerse a sí mismo que buscaría la palabra “atusar” en el diccionario. Llamó a declarar a mis padres, que subieron juntos al estrado y contestaron al unísono, permitiéndose alguna que otra incursión en la polifonía.

—¿Qué opinión tienen de las acusaciones que se han hecho a su hijo? ¿Tienen alguna base?

—No, ¡pero bueno!, no, qué va, qué dice, si nuestro hijo es incapaz de hacer algo así. Se trata de un error. Se lo aseguramos, es inocente, nuestro hijo es inocente.

—¿Ustedes le vieron dispararse?

—No, ¡pero bueno!, no, qué va, qué dice, si nuestro hijo es incapaz de hacer algo así. Se trata de un error. Se lo aseguramos, es inocente, nuestro hijo es inocente.

—¿Manifestó alguna vez intenciones suicidas?

—No, ¡pero bueno!, no, qué va, qué dice, si nuestro hijo es incapaz de hacer algo así. Se trata de un error. Se lo aseguramos, es inocente, nuestro hijo es inocente. Inocente e incapaz.

—No hay más preguntas.

El fiscal se puso en pie, sin atusarse el cabello a pesar de que conocía perfectamente el significado de la palabra.

—Señores, permitan que les dé el pésame por su pérdida.

—Gracias.

—De nada.

—Es un detalle.

—No tiene importancia.

—Siendo el fiscal, se agradece esta muestra de humanidad.

—Por favor, no lo mencionen.

—La verdad es que resulta perfectamente comprensible la fascinación que siente el juez por usted. Es usted muy apuesto, si nos permite comentarlo. Algo paticorto, pero con pantalones lo disimula mejor, mucho mejor.

—Oh, por favor, me voy a poner rojo.

—Y esa voz tan masculina…

—Déjenlo, déjenlo, que me sonrojo de verdad.

—A ver, por favor, señores, dejen que el fiscal prosiga. Además, es que me voy a poner celoso –dijo el juez Lozano, para regocijo de público, jurado, testigos y fiscal, que estallaron en sonoras carcajadas. Bienvenido en cambio refunfuñaba en su silla, preguntándose por qué no podía ser él tan popular. Si además en las películas los fiscales eran los malos y los que acababan siendo humillados por los hábiles abogados de la defensa. Qué injusto era todo.

—En fin –prosiguió el fiscal—. Lamento tener que hacerles una pregunta desagradable.

—Lo comprendemos perfectamente, es su trabajo, aunque ya le avisamos de que nuestro hijo es incapaz de hacer algo así. Se trata de un error. Se lo aseguramos, es inocente, nuestro hijo es inocente.

—Eso lo decidirá ese jurado que me mira con ojos de borrego enternecido. En todo caso, ¿ustedes ven a su hijo capaz de matarse por amor?

—No, por Dios, cómo va a matarse por amor. Por una cantidad elevada de dinero, pongamos tres mil euros, sería posible, pero ¿por amor? Qué asco.

—¿Esta es la letra de su hijo? –Preguntó el fiscal, entregándoles una hoja.

—Sí.

—¿Qué hay escrito en ese folio?

—Un poema.

—¿Quieren hacer el favor de leerlo, por favor?

—Título, dos puntos, cursiva:
Me mataría por un beso tuyo
. Primer verso, si un beso me dieras, otro verso, me cortaría las venas, otro verso, un beso me darías, otro verso, y yo tragaría pastillas, otro verso, por un beso en la mejilla, otro verso, por el balcón me arrojaría…

—Suficiente. Que conste en acta que el poema lo tenía en su poder Mireia y que fue incautado por la policía en un registro rutinario en su habitación, efectuado ayer en busca de drogas, alcohol y música descargada gratis de internet. No hay más preguntas. Bueno, sí, ¿qué hora es? Y ¿Dios existe?

—Te has lucido, fiscalillo, lo digo en serio –afirmó el juez—. Dicho lo cual, son las tres y cuarto, y la existencia de Dios no ha sido demostrada; siendo por otro lado imposible demostrar la no existencia de cualquier cosa.
[16]

El abogado Bienvenido llamó también a declarar a la única de las vecinas cuya versión era favorable a la de la defensa. Se trataba de la señora García: la pobre estaba sorda y no oyó nada, por lo que no recordaba nada destacable acerca de la noche que me suicidé, cosa que contradecía las versiones de quienes sí recordaban algo.

—¿Oyó usted algún disparo?

—¿Qué?

—Que si oyó usted algún disparo.

—Perdone, hijo, pero es que estoy sorda del todo y no oigo nada.

—¿Estaba usted sorda la noche de los hechos?

—¿Que si tengo helechos?

—No hay más preguntas, señoría.

El fiscal se levantó con rostro decidido. Aquella testigo le olía mal: le habían llegado rumores de que oía algo con el oído izquierdo. Por desgracia, el otorrino de la pobre mujer había sido vendido a un circo rumano por motivos que aún nadie entendía, pero que probablemente estaban relacionados con helecho..., perdón, con el hecho de que tuviera dos cabezas.

—Señora García, ¿no es cierto que usted oye bien con el oído izquierdo?

—¿Qué?

—Que si no es cierto o incluso menos cierto que usted es sorda.

—¿Cómo?

—Que si no es más verdad que usted no es sorda.

—¿Qué dice? Hábleme más fuerte que estoy sorda.

El interrogatorio se prolongó durante más de seis horas, hasta que finalmente el fiscal pudo romper la resistencia de la hábil testigo.

—¡DIGO! ¡QUE! ¡DICEN! ¡QUE! ¡USTED! ¡OYE! ¡ALGO! ¡CON! ¡EL! ¡OíDO! ¡IZQUIERDO!

—Ay joven, pruebe a hablarme por este oído que si no, no me entero de nada.

—¡Ja! No hay más preguntas.

—¿Qué? —En este caso no era la vieja, si no el juez Lozano, que acababa de despertar—. ¿Ya se ha acabado esto? ¿Lo electrocutamos de una vez?

Pero no. Bienvenido aún podía presentar sus pruebas. Por descontado, no podía soltar la retahíla de evidencias que había enumerado el fiscal (hasta la Bzu-63, nada menos, contando la reciente incorporación a la lista del poema de amor ). De hecho, la única prueba que podía presentar era la ausencia de una prueba. Por eso, presentó como prueba A de la defensa una bolsa de plástico vacía.

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