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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El problema de la bala (7 page)

BOOK: El problema de la bala
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Mientras hablaba se acercó a mí, como para indicar al jurado que se fijara en mi calavera y en los trozos de carne que aún se agarraban a ella.

—Este joven es una excelente persona. Sí, es estudiante, pero sin maldad, no por vicio, sino porque las malas amistades nos llevan a veces por caminos regulares durante la juventud; qué les voy a contar, yo mismo sin ir más lejos fui vegetariano durante una época. Aunque comía huevos y queso. Y pescado. Y pollo. En realidad, comía de todo menos albóndigas, que nunca me han gustado. Pero centrémonos –dicho lo cual, se movió un poco a la izquierda—. Decíamos que mi cliente no es capaz de suicidarse, tal y como me han asegurado por teléfono y por correo electrónico muchos de sus amigos íntimos, como Maradona, José Luis Rodríguez Zapatero, la Madre Teresa de Calcuta, Gandhi, Tony Blair, Nicole Kidman, Esther Soto, el alto de Hidrogenesse, Bruce Willis, Philip Roth, el papa Gregorio VII y Louis Armstrong, entre otros, en algunos casos haciendo un inteligente uso del silencio administrativo. Y yo también le creo. Porque yo también aprecio a este pichabrava, como le llamamos cariñosamente sus amigos íntimos, hayamos mantenido o no relaciones sexuales con él, con esta persona que pronto volverá a emborracharse en botellones con música rap a tope, ya que ustedes harán lo correcto y tomarán nota de que no es posible condenar a mi cliente si falta la prueba fundamental, la prueba básica, la piedra fundacional sobre la que se sustenta el delicado castillo de naipes que ha armado el fiscal –y a modo de contundente punto final, mi abogado bajó el brazo y palmoteó mi hombro y mi cuerpo se ladeó y del agujero de mi cráneo cayó una bala manchada de sangre seca y de restos de materia gris en tan avanzado estado de descomposición que ya no era exactamente gris. La bala cayó al suelo y rebotó varias veces haciendo la clase de ruido que hace una bala manchada de sangre seca y de restos de materia más o menos gris. Algo así como un “tunk, tunk” flojito y sordo.

Bienvenido se quedó blanco, el juez dijo “¡Ja!” y a instancias del fiscal, un alguacil cogió la bala con un pañuelo y la metió en una de las bolsitas de plástico que habían sobrado.

—Señoría –dijo el representante de la acusación—, quiero que la bala que estaba alojada en el cerebro del acusado conste como prueba Bzu-64.

—¡Ahora sí que lo tenemos! ¡Esto se merece otro ja! ¡Ja!

—Pero, pero... La...

Mi abogado se sentó. Sin mirarme ni a mí ni a mis padres.

—¿Por qué has hecho eso? –Me preguntó, con la mirada fija en el vacío—. ¿Por qué? No íbamos tan mal. Aún teníamos posibilidades.

Preferí no contestar.

—Señoras y señores del jurado –dijo el juez—. Pueden retirarse a deliberar. Recuerden que de ustedes depende el destino de una persona. Y que si se juzga a alguien, algo habrá hecho. Aquí no perdemos el tiempo tontamente.

Mi madre lloraba y mi padre la abrazaba y los flashes buscaban el rostro de Bienvenido, que se había vuelto tan blanco que estaba dejando mi calavera en mal lugar.

El jurado se retiró a deliberar y el juez le concedió permiso al fiscal para ir a celebrarlo por adelantado con unos amigos.

—Usted, letrado —añadió Lozano, dirigiéndose a Bienvenido—, puede ir a enterrar su carrera, ¡ja! ¡El resto del mundo se queda aquí! ¡No quiero que nadie más se mueva hasta que tengamos un veredicto!

El fiscal salió agarrando el móvil y llamando a sus amigos. Bienvenido le siguió, arrastrando los pies y cogiendo una pala que le dio uno de los alguaciles.

DIECIOCHO HORAS MÁS TARDE, MI...

DIECIOCHO HORAS MÁS TARDE, MI madre sollozaba en sueños, mi padre bostezaba muy alto y yo estaba allí, que no era poco. El abogado también descansaba, después de haber regresado con la pala al hombro y el traje perdido de tierra.

Un alguacil entró en la sala para decirle al juez que el jurado ya había tomado una decisión. Bienvenido se desperezó y se puso los zapatos y el fiscal se tomó un tercer ibuprofeno para intentar aplacar la resaca.

—Ya era hora —dijo el juez mientras pasaban—. Si estaba todo muy claro. En fin, a ver, que se ponga en pie el acusado. Que se ponga en pie, he dicho. Vamos, muchacho, no es el momento de ponerse contestatario, ¡en pie! ¡Arriba! ¡Muestra un poco de respeto, punki!

Bienvenido me dio un codazo mientras mi madre me rogaba que le hiciera caso al juez.

—¡Que te pongas en pie, te digo!

Me mantuve firme en mi impasibilidad.

—Muy bien, tú sabrás. Esta me la apunto. A ver, los del jurado, ¿van a leer el veredicto o tampoco me van a hacer caso?

—Sí, aquí lo tenemos.

—¿Me van a dar una pista?

—Er...

—¡Que lo lean, coño!

—Esto... En el cargo de suicidio en primer grado, el jurado declara al acusado culpable.

—¡Ja! Lo sabía.

Los ojos del juez brillaban de alegría, los del fiscal brillaban de orgullo, los de Bienvenido brillaban de desesperación, los de mi madre brillaban de pena y los de mi padre brillaban por la conjuntivitis. Los míos, al no existir, ya no brillaban, pero en mi favor he de decir que me mantuve impávido al oír la noticia. El público tampoco brilló, pero se puso a aplaudir, cosa que animó al juez y al fiscal, que se pusieron a bailar sobre la mesa mientras algunos coreaban sus nombres.

—A ver, a ver, un poco de calma —dijo el juez al cabo de un rato, golpeando con la maza para hacerse oír—. ¿El acusado quiere decir algo en su favor?

Mis padres y Bienvenido intentaron animarme para que dijera algunas palabras pidiendo algo de clemencia, pero no encontré ningún motivo que me impulsara a añadir nada a todo lo que se había dicho durante mi juicio.

—Chaval, te estás pasando de listo. No te levantas cuando te digo que te levantes, mostrando una falta de respeto que no es sólo achacable a tu edad, y cuando te estás enfrentando al momento que decidirá el resto de tus días, prefieres quedarte calladito probablemente con la intención de demostrar que eres el más macho de todos. Pues no, no lo eres.

Dicho esto, el juez se puso de pie sobre la mesa y se levantó la toga. Debajo de ella, no llevaba nada más de ropa, aparte de unos zapatos de charol y unos calcetines sujetados con ligueros.

—Mira —dijo—. La chorra ya está bastante bien de por sí, pero observa bien lo que cuelga. Tres. Sí. Tres. Tengo tres huevos. Soy mucho más macho que tú y que cualquiera de esta sala. Dicho lo cual, iba a conformarme con aplicarte la cadena perpetua, en consideración a tu juventud, pensando que igual cambiarías de actitud tras sesenta o setenta años en la cárcel y que al menos morirías siendo un recluso modelo, pero si a ti no te sale de los huevos mostrar un mínimo de consideración hacia la institución que represento, a mí no me sale de los huevos pensar en tu posible reeducación. De ninguno de los tres. El jurado te ha declarado culpable de suicidio en primer grado y yo, el juez Lucas Lozano, te condeno a morir en la silla eléctrica.

Tras decir esto, se agarró los huevos con la mano derecha y gruñó un ¡ja! que hizo que mi madre soltara un llanto de dolor que se oyó en diecisiete kilómetros a la redonda. Todos los perros de la zona, así como un gato con problemas de personalidad, se le unieron a alarido limpio.

—¡Recurriremos! —Gritó mi padre, cosa que a su vez llevó al abogado Bienvenido a unirse al sollozo de mi madre.

El público volvió a alborotarse. Se oían gritos pidiendo mi muerte, mi tortura, mi castración, mientras se coreaban de nuevo los nombres del fiscal y del juez, haciendo mención a sus tres huevos, esos tres huevos que seguía sujetando con su mano derecha, mientras enseñaba los dientes en un gesto de rabia y, todo hay que decirlo, también unas piernecillas como alambres, blancas y llenas de venas varicosas.

Unos alguaciles me agarraron y me pusieron en pie.

—¿Dónde se llevan a mi hijo? ¿Qué van a hacer con él?

—Nos lo llevamos a la cárcel. Al corredor de la muerte de la Modelo.

—¡Asesinos! ¡No a la guerra! ¡No a la guerra! ¡Otan no, bases fuera! ¡La tortura no es arte ni cultura!

—Cariño, no te preocupes, recurriremos la sentencia, la recurriremos.

Aquella noche, mientras yo ingresaba en prisión y mis padres miraban entre lágrimas un programa de cotilleo, el abogado Bienvenido vagaba por las calles de Barcelona, pensando en si debía renunciar al caso y dejar que fuera otro quien se encargara de la apelación. La sola idea de seguir con aquello hacía que le vinieran a la mente impulsos suicidas.

Si seguía así, acabaría desquiciado o incluso juzgado por el mismo cargo que su cliente.

Estaba sumido en aquellas dudas cuando al pasar por delante de un bar, vio al fiscal, que celebraba junto a sus amigotes la victoria. Entre el grupo de gente que pedía cubatas y cervezas, reconoció a dos o tres miembros del jurado, a siete u ocho del público y por supuesto al juez Lozano, que justo en ese momento se subía a la mesa, se bajaba los pantalones (se había quitado la toga y puesto unos tejanos) y hacía asomar por el lado de su slip blanco de algodón aquellos tres testículos que me habían acabado de condenar a muerte.

Bienvenido enfureció. No mucho, porque él tampoco era de enfurecerse. Y decidió que seguiría con el caso, costara lo que costara (a mis padres). Y que lo llevaría ante el Tribunal Supremo. Y que probablemente lo perdería, pero recordó que él no se había metido en la abogacía para ganar casos, ni para luchar por la justicia, ni por salir en las portadas de los periódicos, ni para lograr una reputación intachable, sino por dinero. Y cuando uno está exprimiendo un limón, tiene que seguir hasta que entre sus manos no quede más que un trozo de piel amarillo y estrujado. Y es entonces cuando puede seguir con el siguiente limón. O mejor una naranja. Puestos a hacer zumo. Más sabroso. No tan ácido. Y las naranjas son más grandes. Ya puestos, ¿por qué no una sandía? Exprimir sandías hasta que no quedara nada.

En un arranque de orgullo, llamó a su secretaria. De nuevo desde una cabina, ya que aún no había puesto el móvil a cargar.

—Mañana comenzamos el papeleo para la apelación. Dile a uno de los becarios que me prepare un informe, para ver cómo se hace eso de apelar, que no me acuerdo. No sé, que lo mire por internet, que ahí seguro que sale.

—LA FECHA DE MI EJECUCIÓN...

LA FECHA DE MI EJECUCIÓN se había fijado a tres meses vista. No me interesaba mucho el asunto, pero de todas formas Bienvenido me había explicado que la fecha real dependía del éxito que tuviera con las apelaciones y retrasos, y sobre todo de la necesidad de celdas sin ocupar y de la agenda de los verdugos, que habitualmente intentaban dejarse las vacaciones libres para no tener problemas con los turnos. En todo caso, todo apuntaba a que al menos pasaría las navidades en el corredor de la muerte de la Modelo. Este módulo no era muy diferente a donde había estado antes. Pero sí que era más cómodo: todos los presos disponíamos de una habitación individual. También era mucho más estricto. Por ejemplo, si queríamos ir a la biblioteca fuera del horario estipulado, debíamos pedir permiso.

Lo que sí puedo decir es que este ingreso en prisión no supuso ningún trauma para mí, y más teniendo en cuenta que era el segundo: ni lloré al oír la noticia, ni llegué asustado a la cárcel, ni temblé cuando me vistieron con el uniforme que me dieron, ni se me cayó ninguna parte del cuerpo cuando me arrastraron hasta mi celda, pasando por el corredor desde el que los que iban a ser mis compañeros de módulo me intentaron amedrentar a gritos, soltándome insultos como “tonto”, “feo” y haciéndome burla con la lengua.

Después de una primera noche por lo demás tranquila, vino a visitarme el alcaide. Un hombrecito rechoncho, de unos cuarenta y tantos años, calvo y de menos de metro sesenta. Entró en mi celda sin decir una sola palabra y acompañado de dos funcionarios, quienes nada más entrar se dedicaron a registrar la habitación, levantando el colchón sin usar y tirando por los aires el contenido de la maleta que me había preparado mi madre, básicamente ropa interior y embutidos.

Cuando hubieron acabado, el alcaide les hizo una señal para que salieran y esperaran fuera. Se sentó en el catre, frente a mí.

—Soy Roca, el alcaide.
[18]
¿Qué tal, cómo va? Bien, bien, me alegro. Disculpa el registro, pero siempre lo hacemos cuando llega uno nuevo. Es el procedimiento. Te hemos puesto en una buena celda, ¿no? Con vistas a... A ver... A un muro. Vistas a un muro, nada menos. Estás cómodo, ¿no? Bien, me alegro porque tengo una propuesta que hacerte.

Le miré sin mover un solo músculo, aunque aún me quedaba parte de alguno, dándole a entender, supongo, que le escuchaba, aunque no creo que se pueda decir que hiciera algo más aparte de estar ahí delante.

—Verás, a ver cómo te lo explico. No sé si estás al corriente de que en la cárcel uno puede, digamos, trabajar. Y que cuando uno trabaja consigue rebajas en la condena, además de poder incluso aprender cosas que le sirvan a uno para reintegrarse en la sociedad. Pero claro, las cosas siempre han sido diferentes en el corredor de la muerte: lo de la reinserción no le ha importado mucho a nadie, al no haber ninguna sociedad al menos terrenal a la que volver. Y lo de la rebaja de condena hasta hace poco no era ni siquiera factible. Conclusión, incluso hoy en día, me sabe mal decirlo, todos los presos de este módulo se dedican simplemente a tumbarse, a jugar al fútbol, a escribir poemas y a leer novelas sobre todo de Angela Carter y de Leonora Carrington, que por algún motivo son las señoras que se estilan por aquí. Pero yo tuve una idea hace unos meses. En realidad, dos ideas. Verás, estoy en esto del funcionariado porque me deja tiempo libre para mis cosas y yo tengo muchas cosas mías porque soy todo un emprendedor,
[19]
como demuestra el hecho de que además de estar suscrito a
El emprendedor
, que lleva por subtítulo “la revista de los emprendedores” —guiño, guiño— voy actualizando mi blog y mi Twitter, hablando de una idea que tengo para un negocio. La idea consiste en usar presos como mano de obra barata para hacer cosas. Lo que no tengo claro es qué tipo de cosas, pero algo en internet, seguro, porque internet es el futuro y amigo mío, el futuro no es que sea hoy, es que ya es casi casi ayer. Y más a estas horas. Tengo una página registrada y el tema es ponerse ahí a trabajar en el tema, hablando mucho de la página, puede que incluso haciendo algo, hasta que Google compre la empresa y entonces pueda dedicarme por entero a la que realmente es mi vocación, que no es ni alcaide, ni alcalde, ni emprendedor, sino dar conferencias explicando lo mucho que sé acerca del mundo de los negocios en el cambiante y apasionante momento actual.

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