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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (4 page)

BOOK: El rey del invierno
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Tratábase de un lugar realmente curioso, y Merlín era el más extraño personaje de cuantos habitaban Ynys Wydryn, por más que viviera rodeado, por su gusto, de una verdadera tribu de gentes lisiadas, contrahechas, desfiguradas o medio locas. El capitán de la casa y comandante de la guardia era Druidan, un enano. No levantaba del suelo más que un niño de cinco años, aunque poseía la furia de un guerrero adulto y vestía a diario sus grebas, coraza, casco, manto y armas. Maldecía constantemente la atrofia que le había reservado el destino y se vengaba con las únicas criaturas aún más pequeñas que él: los huérfanos que Merlín recogía como al descuido. Eran pocas las niñas que escapaban al acoso fanático de Druidan, aunque cuando intentó arrastrar a Nimue a su catre recibió una furibunda paliza en pago a sus esfuerzos. Merlín le golpeó la cabeza, le rompió las orejas, le partió los labios y le puso los ojos morados para regocijo de huérfanos y soldados. Los soldados que estaban a las órdenes de Druidan eran todos tullidos, ciegos o locos, y algunos las tres cosas, pero ninguno tan insensato como para profesarle carino.

Nimue, mí amiga y compañera de la infancia, era irlandesa. Los irlandeses eran britanos pero jamás cayeron en poder de los romanos, motivo por el cual se sentían superiores a los de la isla grande y contra ellos organizaban sus incursiones de saqueo; los acosaban, los esclavizaban y los colonizaban. De no haber sido los sajones tan feroces enemigos, habríamos tenido a los irlandeses por las peores entre las criaturas de Dios, a pesar de las alianzas que con ellos establecíamos en ocasiones para defendernos de otras tribus britanas. A Nimue la raptaron en su casa durante un ataque lanzado por Uter contra los asentamientos irlandeses de Demetia, al otro lado del ancho mar donde desembocaban las aguas del río Severn. En aquel ataque se tomaron dieciséis cautivos que fueron enviados a Dumnonía como esclavos, pero cuando las naves cruzaban el mar Severn, un gran temporal cayó desde el oeste y el navío que transportaba a los esclavos zozobró frente a las costas de Ynys Wydryn. Sólo Nimue sobrevivió y, según cuentan, salió de las aguas por su propio pie sin haberse mojado siquiera. Merlín dijo que era una señal de amor de Manawydan, dios del mar, aunque la niña aseguró que su salvadora había sido Don, la diosa más poderosa. Merlín quiso llamarla Viviana, apelativo atribuido a Manawydan, pero Nimue, lejos de responder jamás a ese nombre, conservó el suyo propio. Nimue solía salirse siempre con la suya. Creció en la demencial fortaleza de Merlín y desarrolló una curiosidad penetrante y una serena confianza en si misma; cuando al cabo de trece o catorce veranos de su llegada Merlín le ordenó que acudiera a su lecho, ella acudió como si desde siempre hubiera sabido que el destino le reservaba tal puesto, es decir, convertirse en su amante y por tanto, obedeciendo el orden de las cosas, en la segunda persona en importancia de todo Ynys Wydryn.

Pero Morgana no cedió ese lugar sin lucha. Morgana, la más grotesca de las criaturas que moraban en la casa de Merlín, era viuda y contaba treinta veranos cuando Norwenna y Mordred fueron confiados a su tutela, misión apropiada a su alta cuna, pues era la mayor de los cuatro hijos bastardos, tres mujeres y un varón, que Uter, rey supremo, había concebido de Ygraine de Gwynned. Era, pues, hermana de Arturo, y siendo de linaje tan elevado y teniendo semejante hermano, habría cabido imaginar que los hombres de ambición fueran capaces de derribar los mismísimos muros del más allá para solicitar la mano de la viuda, pero sucedió que, al poco de casarse, Morgana quedó atrapada en un incendio de resultas del cual murió su recíen estrenado esposo, mientras que ella sufrió terribles quemaduras en el rostro. Las llamas le arrebataron la oreja izquierda, le cegaron el ojo izquierdo, le abrasaron para siempre la mitad izquierda del cuero cabelludo, le lisiaron la pierna izquierda y le retorcieron el brazo izquierdo de tal modo que, según me contó Nimue, todo el lado izquierdo de Morgana estaba arrugado, descarnado y desfigurado, mermado en unas partes y aumentado en otras, en suma, horrendo a la vista en general. Como una manzana podrida, según Nimue, pero peor. Morgana era una visión de pesadilla, pero adecuada a ojos de Merlín, para su elevada fortaleza, y la aleccionó para convertirla en su profetisa. Ordenó a un orfebre del rey que le construyera una máscara perfectamente adaptada a su cabeza, como un casco. La máscara de oro tenía un agujero para el único ojo de Morgana y una ranura para su retorcida boca, y fue forjada en una fina lámina de oro puro con espirales y dragones cincelados y el rostro de Cernunnos, el dios cornudo y protector de Merlín. Morgana, siempre ataviada de negro y tras la máscara del dios, también ocultaba su mano izquierda con un guante y adquirió fama por sus poderes curativos y su don de la profecía. Por otra parte, era la mujer de peor genio que he conocido en mi vida.

Sebile, esclava y compañera de Morgana, era una rara beldad de cabellos de color oro claro. Sajona de origen, cayó cautiva durante una incursión, sufrió violaciones continuadas a manos de la banda asaltante durante toda la campaña y llegó a Ynys Wrydyn hablando incoherentemente; allí Morgana procuró devolverle la salud mental. Su estado perduró; no estaba irremediablemente loca pero sí trastocada hasta lo inconcebible. Yacía con cualquier hombre, no porque lo deseara sino porque temía no hacerlo, y todos los intentos de Morgana por restablecerla resultaron inútiles. Dio a luz, año tras año, niños de claros cabellos de los que muy pocos sobrevivieron, y aun esos pocos Merlín se ocupó de venderlos como esclavos a hombres que los codiciaban precisamente por el color de sus cabellos. Le hacía gracia la locura de Sebile, aunque su demencia no guardaba relación alguna con los dioses.

Yo apreciaba a Sebile porque, siendo yo también sajón, me hablaba en mi lengua materna, de modo que crecí en Ynys Wydryn hablando la lengua sajona y la britana. Estaba destinado a la esclavitud, pero cuando era pequeño y apenas alcanzaba la altura de Druidan, una horda invasora de Siluria entró en Dumnonia por la costa norte y tomó el asentamiento donde mi madre vivía esclavizada. Al frente de la horda iba el rey Gundleus de Siluria. Mi madre, que, según recuerdo se parecía un poco a Sebile, fue violada y a mí me arrastraron al pozo de la muerte, donde Tanaburs, el druida silurio, sacrificó a doce cautivos al gran dios Bel en agradecimiento por el rico botín que la incursión les había procurado. íDios Santo, cuánto me acuerdo de aquella noche! Las hogueras, los gritos, las violaciones en plena borrachera, las danzas frenéticas y, luego, el momento en que Tanaburs me empujó al pozo oscuro donde ardía la enorme pira. Sobreviví completamente ileso; salí del pozo de

la muerte con la misma serenidad con que Nimue saliera de entre las aguas mortales y Merlín, al encontrarme, me llamó hijo de Bel. Me puso el nombre de Derfel, me dio un hogar y me dejó crecer en libertad.

En el Tor habitaban muchos niños de características semejantes, que habían salido bien librados de las garras de los dioses. Merlín creía que éramos especiales y que tal vez formaríamos más adelante una nueva orden de druidas y sacerdotisas con cuya ayuda podría él restablecer la antigua religión en la Britania asolada por los romanos, pero no tenía tiempo para comunicarnos sus enseñanzas y muchos de nosotros se convirtieron en campesinos, pescadores o esposas. Mientras viví en el Tor, sólo Nimue parecía realmente una elegida de los dioses y se preparaba para ser sacerdotisa. Yo únicamente deseaba hacerme guerrero.

Pelinor me inculcó esa ambición. Pelinor, la criatura más amada de Merlín, era rey, pero los sajones le despojaron de su trono y le arrancaron los ojos, mientras que los dioses le privaron de la razón. Debió haber sido enviado a la isla de los Muertos, donde se confinaba a los locos peligrosos, pero Merlín ordenó que lo mantuvieran en el Tor, cerrado en una reducida barraca semejante a la que utilizaba Druidan para sus cerdos. Vivía desnudo, los largos cabellos blancos le llegaban a las rodillas y las cuencas de sus ojos, aunque vacias, derramaban abundantes lágrimas. Deliraba constantemente despotricando contra el universo a causa de sus penas, y Merlín prestaba oídos a su locura para interpretar en ella mensajes divinos. Pelinor inspiraba temor a todos. Estaba loco de atar, poseido por una ferocidad indomable. En una ocasión asó en su hoguera a uno de los hijos de Sebile. Y sin embargo, por inverosímil que parezca, a mí me apreciaba, no sé por qué. Me colaba entre las estacas de su empalizada y él me mimaba y me contaba historias de combates y de formidables partidas de caza. Nunca me pareció loco y jamás me hizo mal alguno, ni a Nimue, pero es que, tal como decía Merlín, nosotros éramos dos elegidos de Bel.

Tal vez fuéramos elegidos de Bel, pero Gwendolin nos odiaba. Era la esposa de Merlín, ya vieja y desdentada. Compartía con Morgana el conocimiento de las hierbas y los encantamientos, pero Merlín la repudió cuando su rostro quedó desfigurado por una enfermedad, hecho acaecido mucho antes de mi llegada al Tor, durante un época conocida con el nombre de los Malos Tiempos. Fue cuando Merlín regresó del norte enloquecido y presa de gran congoja, pero ni siquiera al recuperar el sentido común quiso admitir de nuevo a Gwendolin a su lado, aunque le permitió vivir en una pequeña cabaña cercana a la empalizada, donde ella pasaba los días probando encantamientos contra su esposo e insultándonos a voces a los demás. Hizo a Druidan objeto de su más enconado rencor. A veces lo atacaba con un asador; Druidan echaba a correr por entre las cabañas y ella lo perseguía tenazmente con gran regocijo de los niños, que la animábamos, ansiosos por ver derramarse la sangre del enano; pero éste siempre logró salvarse.

Tal era, pues, el extraño lugar al que Norwenna llegó con el Edling Mordred, y aunque lo haya retratado como la casa de los horrores, en realidad era un buen refugio. Eramos los niños privilegiados de lord Merlín, gozábamos de libertad, apenas trabajábamos, reíamos, e Ynys Wydryn, la Isla de Cristal, era un lugar feliz.

Norwenna llegó en invierno, cuando las marismas de Avalón estaban cubiertas de hielo. Había un carpintero en Ynys Wydryn, de nombre Gwlyddyn, cuya esposa tenía un hijo de la misma edad que Mordred, y que nos había hecho unos trineos con los que nos deslizábamos por las nevadas laderas del Tor rasgando el aire con nuestros gritos. A Ralla, la esposa de Gwlyddyn, le fue encomendada la tarea de ama de cría de Mordred, y el príncipe, a pesar de la tara del pie se hizo fuerte con su leche. Incluso la salud de Norwenna fue mejorando a medida que cedía la crudeza invernal y aparecían las primeras campanillas blancas en los zarzales cercanos a la fuente sagrada, al pie del Tor. La princesa nunca gozó de una salud fuerte, pero gracias a las hierbas que le administraban Morgana y Guendolin y a las oraciones de los monjes, podía decirse que por fin remitía la debilidad en que la había sumido el parto. Todas las semanas un mensajero llevaba noticias de la salud del Edling a su abuelo, el rey supremo, quien recompensaba al mensajero, si las nuevas eran buenas, con una moneda de oro, un cuerno de sal o un frasco de vino exótico, dádivas que solían acabar en manos de Druidan.

En vano aguardábamos el regreso de Merlín; el Tor parecía vacio sin él aunque la vida cotidiana no sufriera cambio alguno. Había que mantener las despensas repletas, había que exterminar a las ratas, había que acarrear leña y agua de la fuente, colina arriba, tres veces al día. Gudovan, el escribano de Merlín, llevaba cuenta de los pagos de los arrendatarios, mientras que Hywel, el administrador, recorría las tierras para que ninguna familia se sintiera tentada de engañar al amo en su ausencia. Gudovan y Hywel eran hombres sobrios, prácticos y trabajadores; prueba viva, según Nimue, de que las excentricidades de Merlín terminaban donde empezaban sus rentas. Gudovan me enseñó a leer y a escribir. Yo no quería aprender semejantes artes, tan ajenas a las guerreros, pero Nimue insistió.

—No tienes padre —me decía— y habrás de forjarte la vida según tus conocimientos.

—Quiero ser soldado.

—Lo serás —me prometió—, pero para eso primero tienes que aprender a leer y escribir—. Y era tal la autoridad que pese a su juventud ejercía sobre mí, que creí sus palabras y aprendí el oficio de secretario antes de averiguar que no era necesario para convertirse en soldado.

Así pues, Gudovan me enseñó letras y Hywel, el administrador, el oficio de las armas. Me enseñó a manejar el simple palo, el garrote de campesino, que sirve tanto para abrir cráneos como para blandirlo a modo de espada o arrojarlo cual lanza. Hywel había sido un famoso guerrero del ejército de Uter hasta que perdió una pierna a causa de un hachazo sajón; me entrenó hasta que adquirí en los brazos la fuerza necesaria para esgrimir un espadón con la misma agilidad que el simple palo. Hywel me decía que muchos guerreros confiaban más en la fuerza bruta y en la bebida que en la pericia, que me enfrentaría a hombres que se tambaleaban empapados en hidromiel y cerveza y cuyo único talento consistía en propinar golpes tremendos capaces de matar a un buey, pero que un hombre sobrio que conociera los nueve golpes de la espada siempre estaría en condiciones de derrotar a semejante bruto.

—Yo estaba borracho —me confesó— cuando Octha el sajón me cortó la pierna. Y ahora ¡más rápido, muchacho, más rápido! Tienes que encandilarlos con la espada. íMás rápido!

Me enseñó bien, y los primeros que lo supieron fueron los hijos de los monjes que vivían en el asentamiento más bajo de Ynys Wydryn. Sentían encono hacia los niños privilegiados del Tor porque holgábamos mientras ellos se afanaban en el trabajo y corríamos libremente mientras ellos laboraban, y para vengarse nos perseguían y nos zurraban. Un día bajé a la aldea sólo con mi palo y di una paliza a tres malditos cristianos. Siempre fui más alto de lo que correspondía a mi edad y los dioses me habían concedido la fuerza de un buey, así que a ellos atribuí la victoria, aunque Hywel me azotó porque, según me dijo, los privilegiados no debían aprovecharse nunca de sus inferiores. A pesar de todo creo que le complació en gran medida, pues al día siguiente me llevó de caza y maté mi primer jabalí con una lanza de hombre. Esto sucedió en un neblinoso matorral, cerca del río Cam, cuando contaba doce años de edad. Hywel me untó la cara con la sangre del jabalí, me dio los colmillos del animal para que los luciera en un collar y después se llevó la presa al templo de Mitra, donde ofreció un festín a todos los guerreros viejos que adoraban a esa divinidad de los soldados. Yo no podía asistir a la fiesta pero Hywel me prometió que un día, cuando tuviera la barba crecida y hubiera matado en combate al primer sajón, me iniciaría en los misterios de Mitra.

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