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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (5 page)

BOOK: El rey del invierno
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Tres años más tarde seguía soñando con matar sajones. Quizá parezca extraño que un joven sajón con el cabello del color de los sajones, profesara tan ferviente lealtad a Britania, pero es que, desde mi más tierna infancia me había criado entre britanos, y mis amigos, mis amores, mis conversaciones cotidianas, mis historias, mis enemistades y mis sueños eran enteramente britanos. Tampoco mi color natural resultaba tan ajeno. Los romanos dejaron entre los britanos extranjeros de todas clases, como dos hermanos de los que me habló Pelinor en una ocasión y que, según él, eran negros como el carbón; siempre pensé que sus palabras eran producto de su locura embellecida por la imaginación; hasta que conocí a Sagramor, el comandante númida de Arturo.

El Tor se llenó de gente con la llegada de Mordred y su madre, pues Norwenna trajo consigo no sólo a las mujeres que la atendían sino también a una tropa de guerreros cuya misión consistía en proteger la vida del Edling. Dormíamos en las cabañas de cuatro en cuatro o de cinco en cinco; sólo Nimue y Morgana tenían acceso a las estancias interiores de la fortaleza. Eran las habitaciones de Merlín y solamente Nimue podía dormir allí. Norwenna y su corte habitaban la fortaleza misma, llena siempre de humo a causa de los dos fuegos que ardían día y noche. La fortaleza se apoyaba en veinte troncos de roble y tenía las paredes de adobe revocado y la techumbre de paja. El suelo era de tierra cubierta de juncos, que a veces se incendiaban causando el consiguiente pánico, hasta que apagaban el fuego a pisotones. Las habitaciones de Merlín estaban separadas del conjunto por un tabique de adobe y escayola en el que sólo se abría un portillo de madera. Sabíamos que Merlín dormía, estudiaba y soñaba en esas estancias, que culminaban en una torre de madera construida en el punto más elevado del Tor. Lo que sucedía en el interior de la torre era un misterio para todos excepto para Merlín, Morgana y Nimue, y ninguno de ellos lo contaría jamás, aunque las gentes del campo, que veían la torre desde muchas millas de distancia, juraban que allí se almacenaban tesoros robados de los túmulos funerarios del pueblo antiguo.

El jefe de la guardia de Mordred era un cristiano llamado Ligessac, un hombre alto, delgado y codicioso cuya principal habilidad era el tiro con arco. Era capaz de partir una rama a cincuenta pasos cuando estaba sobrio, cosa que raramente sucedía. Me enseñó los rudimentos de su oficio, pero enseguida se aburría de tener a un crío por compañía y prefería irse con sus hombres a jugar a las apuestas. Con todo, llegó a relatarme cómo murió realmente el príncipe Mordred y por qué, a raíz de su muerte, el rey Uter desterró a Arturo.

—Arturo no fue culpable —me dijo Ligessac al tiempo que echaba un guijarro a la tabla. Todos los soldados tenían una tabla semejante, algunas eran auténticas joyas talladas en hueso—. ¡Seis! —exclamó, mientras yo aguardaba la continuación de la historia de Arturo.

—Te doblo —dijo Menw, soldado de la guardia del príncipe, y echó a rodar su piedra, que chocó con los bordes del tablero y se detuvo en un uno.

Con un dos ya habría ganado, de modo que recogió sus guijarros y soltó una blasfemia.

Ligessac mandó a Menw a buscar la bolsa para pagarle la apuesta y siguió contándome que Uter llamó a Arturo, que se encontraba en Armórica, para que le ayudara a expulsar a un gran ejército de sajones que se había adentrado mucho en nuestra tierra. Arturo acudió a la llamada con sus hombres, me dijo Ligessac, pero sin sus famosos caballos, porque habida cuenta del carácter perentorio de la llamada, ni tiempo tuvieron de encontrar naves suficientes para hombres y bestias.

—Pero no le hacían falta caballos —comentó Ligessac con admiración—, porque encerró a los mal nacidos sajones en el valle del Caballo Blanco. Y entonces Mordred creyó ser más artero que Arturo. Quería todos los honores para sí, ¿comprendes? —Ligessac se limpió los mocos con el puño de la camisa y echó un vistazo alrededor por si alguien escuchaba—. Mordred ya estaba borracho —prosiguió en voz baja— y la mitad de sus hombres deliraban desnudos y juraban que podían matar a diez por barba. Tendríamos que haber esperado a Arturo, pero el príncipe nos ordenó cargar.

—¿Vos estabais allí? —pregunté lleno de admiración juvenil.

—Con Mordred —asintió—. ¡Dios mio, cómo lucharon! Nos rodearon y de pronto éramos cincuenta britanos que si no recobrábamos la sobriedad al punto encontraríamos la muerte allí mismo. Yo disparaba flechas tan rápidamente como podía y los lanceros estaban formando una línea de defensa, pero los guerreros enemigos se abrían paso hacia nosotros con espadas y hachas. Sus tambores retumbaban, sus magos aullaban y me di por muerto. Me quedé sin flechas y me defendí con una lanza; no creo que sobreviviéramos más de veinte, todos en el límite de nuestras fuerzas. La enseña del dragón había caído en sus manos, Mordred moría desangrado y los demás nos limitamos a colocarnos muy juntos esperando el final, cuando llegaron los hombres de Arturo. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza en un gesto de arrepentimiento—. Los bardos cantarán que Mordred anegó la tierra con sangre sajona aquel día, muchacho, pero te aseguro que no fue Mordred sino Arturo. Mataba y mataba sin parar, recuperó la enseña, dio muerte a los magos, quemó los tambores de guerra, persiguió a los supervivientes hasta el anochecer y acabó con el cabecilla enemigo en Edwy’s Hangstone a la luz de la luna. Por eso ahora los sajones son vecinos cautelosos, muchacho, no porque Mordred los venciera, sino porque creen que Arturo ha vuelto a Britania.

—Pero no es así —repliqué con tristeza.

—El rey supremo no se lo permite. El soberano lo considera culpable. —Ligessac se detuvo y volvió a mirar alrededor por si alguien le escuchaba subrepticiamente—. El rey cree que Arturo deseaba la muerte de Mordred para convertírse en rey a su vez, pero no es cierto. Arturo no es de esa calaña.

—¿Cómo es? —pregunté.

Ligessac se encogió de hombros dando a entender que resultaba difícil de explicar; en ese momento, vio que Menw regresaba y no pudo decir nada más.

—Ni una palabra, chico —me advirtió—, ni una sola palabra.

Todos habíamos oído relatos parecidos, aunque Ligessac era el primero que decía haber estado presente en la batalla del Caballo Blanco. Más tarde llegué a pensar que no era cierto, que se había inventado un cuento para ganarse la admiración de un chiquillo crédulo, aunque su versión resultó ser bastante fiel. Mordred se comportó como un borracho insensato y Arturo obtuvo la victoria, a pesar de lo cual Uter le ordenó retirarse al otro lado del mar. Los dos eran hijos suyos, pero Mordred era el heredero bienamado y Arturo el bastardo arribista. Con todo, el destierro de Arturo no impidió que Dumnonia entera viera en el bastardo la máxima esperanza del país, el joven guerrero de allende el mar que nos salvaría de los sajones y reconquistaría las Tierras Perdidas de Lloegyr.

La segunda mitad del invierno fue suave. Se avistaban lobos al otro lado del muro de barro que protegía el puente de tierra de Ynys Wydryn, pero no se acercaban al Tor, aunque algunos preparaban hechizos lobunos y los escondían bajo la cabaña de Druidan con la esperanza de que una enorme bestia con la boca llena de espuma saltara la empalizada y se llevara al enano para cenar. Los encantamientos no funcionaron y a medida que el invierno terminaba, todos empezamos los preparativos de la gran fiesta de primavera, Beltane, con sus impresionantes hogueras y sus festejos a media noche; pero entonces sucedió en el Tor una cosa mucho más emocionante.

Vino Gundleus de Siluria.

El primero en llegar fue el obispo Bedwin. Era el consejero de Uter de mayor confianza y su llegada anunciaba grandes acontecimientos. Las sirvientas de Norwenna tuvieron que salir de la fortaleza y se colocaron alfombras sobre los juncos del suelo, señal segura de que estaba a punto de visitarnos una persona muy importante. Todos pensábamos que seria Uter en persona, pero la enseña que asomó por el puente de tierra una semana antes de Beltane representaba el zorro de Gundleus, no el dragón de Uter. Brillaba la mañana cuando vi desmontar a los caballeros al pie del Tor. El viento agitaba sus capas y hacía volar la enseña en la que vi la odiada máscara de zorro que me arrancó un grito de rabia y un gesto contra el diablo.

—¿Qué sucede? —preguntó Nimue.

Estaba conmigo en la plataforma de vigilancia del este.

—Es la enseña de Gundleus —dije, y vi la sorpresa reflejada en sus ojos, pues Gundleus era rey de Siluria y aliado del rey Gorfyddyd de Powys, eterno enemigo de Dumnonía.

—¿Estás seguro? —insistió Nimue.

—Él se llevó a mi madre —dije— y su druida me arrojó al pozo de la muerte.

Escupí por encima de la muralla sobre los doce hombres que habían empezado a subir hacia el Tor por una cuesta demasiado empinada para los caballos. Entre ellos estaba Tanaburs, druida de Gundleus y demonio de mis pesadillas. Era un hombre alto y viejo, con la barba trenzada y el cabello largo y blanco rasurado en la mitad superior del cráneo, según la tonsura tradicional común a druidas y sacerdotes cristianos. A mitad de la cuesta se quitó la capa y comenzó una danza protectora por sí Merlín había dejado espíritus guardando las puertas. Nimue, al ver al viejo brincando torpemente a la pata coja en la empinada pendiente, escupió al viento y echó a correr hacia las habitaciones de Merlín. Fui tras ella, pero me echó a un lado so pretexto de que no entendería el peligro.

—¿Peligro? —pregunté, pero ella ya había desaparecido.

Al parecer no había peligro alguno, pues Bedwin había ordenado abrir las puertas de par en par y en ese momento se esforzaba por organizar un comité de bienvenida en el agitado caos que conmocionaba la cima del Tor. Morgana había salido ese día al templo de las colinas de levante, donde interpretaba sueños, pero todos los demás se aprestaron a recibir a los recién llegados. Druidan y Ligessac hacían formar a sus respectivas tropas; Pelinor, desnudo, aullaba a las nubes. Gwendolin escupía desdentadas maldiciones contra el obispo Bedwin y un tropel de críos se peleaba por ocupar los mejores sitios. La intención era dispensarles una acogida digna, pero Lunete, una huérfana un año menor que Nimue, soltó un cerdo de la piara de Druidan, de modo que Tanaburs, que encabezaba el desfile de entrada, fue recibido por un puerco que gruñía exaltado.

Pero hacía falta algo más que los gruñidos de un pobre lechón asustado para inmutar a un druida. Tanaburs, ataviado con una sucia túnica gris con bordados de liebres y medias lunas, se plantó en la entrada y levantó los brazos por encima de su cabeza tonsurada. Llevaba una vara con una luna en la punta y la hizo girar tres veces en el sentido del sol; luego lanzó unos gritos hacia la Torre de Merlín. Otro lechón pasó rozándole las piernas y, tras resbalar en el barrizal que había a la entrada, echó a correr colina abajo. Tanaburs volvió a gritar, inmóvil, para comprobar si había en el Tor enemigos ocultos.

Durante unos momentos sólo se oyó el ondear de las enseñas al viento y la pesada respiración de los guerreros que habían trepado por la colina detrás del druida. Gudovan, escribano de Merlín, se colocó a mi lado con las manos envueltas en tiras de paño manchadas de tinta para protegerlas del frío.

—¿Quién es? —me preguntó, y en ese momento resonó un aullido lastimero en respuesta a las amenazas de Tanaburs y éste se estremecio.

El grito provenía del interior de la fortaleza, yo sabia que era Nimue.

Tanaburs parecía furioso. Ladró como un zorro, se tocó los genitales, hizo la señal del diablo y luego se dirigió a la fortaleza saltando a la pata coja. Se detuvo a los cinco saltos y repitió su chillido amenazador, pero en esa ocasion no obtuvo respuesta alguna y, colocando el otro pie en el suelo, hizo señas a su amo para que cruzara las puertas.

—Podéis pasar —le dijo—. Acercaos, lord rey, acercaos.

—¿Rey? —me preguntó Gudovan.

Le dije quiénes eran los recién llegados y de paso le pregunté qué razones empujarían a un enemigo como era Gundleus a presentarse en el Tor. Gudovan aplastó un piojo que le picaba bajo la camisa y se encogió de hombros.

—Política, rapaz, política.

—Contadme —le dije.

Gudovan suspiró como sí acabara de proporcionarle la prueba de mi incurable estupidez, reacción habitual en él frente a cualquier pregunta; no obstante, me respondió.

—Norwenna está en condiciones de contraer matrimonio de nuevo, Mordred es un infante necesitado de protección y, ¿quién mejor que un rey para proteger a un príncipe? ¿Y quién mejor que un rey enemigo para convertirlo así en amigo de Dumnonia? En realidad es muy sencillo, rapaz; si te hubieras detenido a pensarlo un momento, habrías deducido tú solo la respuesta sin necesidad de robarme tiempo. —Me dio un ligero manotazo en la oreja como castigo—. Pero fijate —añadió socarronamente—, tendría que renunciar a Ladwys por un tiempo.

—¿Quién es Ladwys? —pregunte.

—Su amante, tonto. ¿Crees que los reyes duermen solos? Aunque se dice que Gundleus siente tal pasión por Ladwys que se ha casado con ella. Dicen que se la llevó a Lleu’s Mound para que el druida los uniera, pero dudo que su insensatez llegue a tal extremo. Ella no es de sangre real. ¿Y tú no tenias que estar hoy cuadrando las cuentas de Hywel?

Pasé la pregunta por alto y me quedé mirando a Gundleus y a su guardia, que cruzaban con precaución el resbaladizo lodazal que se había formado a las puertas. El rey de Siluria era alto y bien proporcionado, de unos treinta años de edad. Cuando sus hombres capturaron a mí madre y me arrojaron al pozo de la muerte, él no era más que un jovenzuelo, pero los once o doce años transcurridos desde aquella noche oscura y maldita le habían tratado con dulzura, pues aún resultaba atractivo y conservaba el cabello negro y largo, con una barba dividida en la que no blanqueaba ni una cana. Llevaba capa de piel de zorro, botas de cuero hasta la rodilla, túnica anaranjada y la espada envainada en una funda roja. La guardia iba vestida de manera semejante; eran todos soldados altos que miraban desde arriba la patética colección de lanceros tullidos de Druidan. Los de Siluria llevaban espada, pero no lanzas o escudos, prueba de que venían en son de paz.

Me oculté al paso de Tanaburs. Cuando me arrojó al pozo, era yo un niño que apenas sabía andar y no había la menor posibilidad de que el viejo me reconociera como el burlador de la muerte, como tampoco tenía yo por qué temerle, después de su fracaso conmigo; y sin embargo, me intimidaba la presencia del druida silurio. Tenía los ojos azules, la nariz larga y la boca relajada y babosa. En la punta de sus lacios cabellos blancos llevaba huesos pequeños trenzados que entrechocaron haciendo ruido cuando abrió paso a su rey arrastrando los pies. El obispo Bedwin se situó junto a Gundleus, le dio la bienvenida oficialmente y le dijo que el Tor se sentía honrado con su real presencia. Dos hombres de la guardia transportaban un pesado cofre que debía de contener presentes para Norwenna.

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