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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (10 page)

BOOK: El sueño más dulce
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—Déjala tranquila —dijo Andrew—. Siempre estás quejándote de que no la soportas, ¿por qué no permites que lo intentemos nosotros?

—Pero está aquí. Está aquí. ¿Qué pasa conmigo? ¿Quién cuidará de mí?

El ciclo amenazaba con reiniciarse.

—No puedes pretender que Frances te cuide —respondió Andrew en voz baja pero temblorosa—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pero ¿qué pasa conmigo? ¿Qué pasa conmigo? —Ahora era casi un gemido, y por primera vez los furiosos ojos parecieron ver realmente a Frances—. No eres precisamente Brigitte Bardot, ¿verdad? Entonces, ¿por qué Johnny pasa tanto tiempo aquí?

La situación adquirió un cariz inesperado. Frances se quedó sin habla.

—Viene a menudo porque nosotros vivimos aquí, Phyllida —contestó Andrew—. Colin y yo somos sus hijos, ¿recuerdas? ¿Lo habías olvidado?

Por lo visto sí. Al cabo de unos momentos bajó el dedo acusador y parpadeó como si acabara de despertar. A continuación dio media vuelta y se marchó dando un portazo.

Frances experimentó una flojera generalizada. Tuvo que apoyarse contra la pared. Andrew permaneció inmóvil, con una sonrisa estúpida en los labios. «Es demasiado joven para afrontar esta clase de situaciones», pensó Frances. Se encaminó con paso vacilante hasta la cocina, se agarró a la puerta mientras entraba y vio a Colin y a Sophie sentados a la mesa, comiendo tostadas.

Enseguida advirtió que Colin iba a criticarla. Sophie había estado llorando otra vez.

—Bueno —soltó Colin con frío rencor—, ¿qué esperabas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Frances. Era una pregunta absurda, pero intentaba ganar tiempo.

Se sentó con la cabeza apoyada en las manos. Sabía bien a qué se refería Colin. Se trataba de una acusación general: le echaba en cara que ella y su padre lo hubieran echado todo a perder; que Frances no fuese una cómoda madre convencional, como las demás, y que llevaran una vida bohemia, que a él le molestaba profundamente por temporadas, aunque en ocasiones reconocía que le gustaba.

—Se presenta aquí—prosiguió Colin—, aparece como si tal cosa y monta un escándalo, y ahora tenemos que cargar con Tilly.

—Quiere que la llamemos Sylvia —puntualizó Andrew, que se había acercado a la mesa.

—Me da igual cómo se llame —replicó Colin—. ¿Qué diablos hace aquí?

Se le habían humedecido los ojos, y con sus gafas de montura negra parecía un pequeño búho con las plumas erizadas. Andrew, larguirucho y delgado, era la antítesis de Colin, redondo, con una cara tersa y franca que en este momento estaba hinchada por el llanto. Frances cayó en la cuenta de que aquellos dos, Colin y Sophie, debían de haber pasado la noche abrazados llorando, ella por su padre muerto, él por su angustia ante..., bueno, ante todo.

—¿Por qué la tomas con mamá? No es culpa suya —señaló Andrew, que al igual que Frances seguía conmocionado y tembloroso.

Si Frances no hacía algo para evitarlo, los dos hermanos se enzarzarían en una pelea. Discutían a menudo, siempre porque Andrew defendía a Frances cuando Colin le hacía reproches.

—Por favor, Sophie, prepárame una taza de té —pidió Frances—. Y estoy segura de que a Andrew también le vendría bien una.

—Ya lo creo—admitió Andrew.

Sophie se levantó, contenta de que le pidieran un favor. Al perder el apoyo de su presencia delante de él, Colin miró alrededor parpadeando, tan descontento que Frances habría querido abrazarlo..., aunque él jamás se lo hubiera permitido.

—Iré a ver a Phyllida más tarde —anunció Andrew—, cuando se haya tranquilizado. No es mala persona cuando está serena. —Se puso en pie de un salto—. Dios, me había olvidado de Tilly, quiero decir de Sylvia, y seguramente lo ha oído todo. Cada vez que su madre se mete con ella, la deja hecha polvo.

—A mí también me ha dejado hecha polvo —reconoció Frances—. No puedo parar de temblar.

Andrew salió corriendo de la cocina y no volvió. Julia había bajado a ver a Sylvia, que estaba escondida debajo de las mantas, gritando: «Que no se me acerque, que no se me acerque», al tiempo que Julia repetía una y otra vez: «Calla, calla. Se marchará enseguida.»

Frances bebió el té en silencio mientras los temblores remitían. Si hubiera leído en un libro que la histeria era contagiosa, habría comentado: «Pues sí, es lógico.» Sin embargo, no lo había experimentado en carne propia hasta ese momento. «No me extraña que Tilly esté hecha un lío si ha vivido en un ambiente así», pensó.

Sophie se había sentado junto a Colin y se habían rodeado mutuamente con un brazo igual que un par de huérfanos. Al cabo de un rato salieron a tomar el tren para regresar al instituto, y antes de marcharse Colin miró a su madre y le sonrió con aire contrito. Sophie la abrazó.

—Ay, Frances, no sé qué sería de mí si no pudiera venir aquí.

Frances ya no podía evitar escribir su artículo.

Dejó a un lado las cartas sobre robos y buscó otro tema. «Querida Tía Vera, estoy tan preocupada que no sé qué hacer.» Su hija de quince años se acostaba con un chico de dieciocho. «Estas niñas piensan que son como la Virgen María, que no corren ningún riesgo.» Aconsejó a la ansiosa madre que consiguiese anticonceptivos para su hija. «Consulte a su médico de cabecera —escribió—. Los jóvenes de hoy empiezan a mantener relaciones sexuales mucho antes de lo que nosotros lo hicimos. Pregunte por la nueva píldora. Surgirán problemas. No todas las adolescentes son responsables, y la píldora debe tomarse con regularidad, todos los días.»

Así fue como el primer artículo de Frances suscitó una tormenta de indignación moral. Llegaron montones de cartas de padres asustados, y Frances temió que la despidieran, pero Julie Hackett se mostró encantada. Frances estaba haciendo aquello para lo que la habían contratado, lo que se esperaba de alguien lo bastante valiente para afirmar que Carnaby Street era un vulgar espejismo.

Los refugiados que habían llegado a Londres huyendo de Hitler, y después de Stalin, eran muy pobres, a menudo paupérrimos, y vivían como podían de una traducción por aquí, una reseña literaria por allá y alguna que otra clase de idiomas. Trabajaban de conserjes en hospitales, o en la construcción o haciendo faenas domésticas. Algunos bares y restaurantes tan miserables como ellos les ayudaban a satisfacer la nostálgica necesidad de sentarse a tomar un café y hablar de política y literatura. Habían estudiado en universidades de toda Europa y eran intelectuales, una palabra que inevitablemente despertaba desconfianza entre los xenófobos e ignorantes británicos, que cuando admitían que los recién llegados eran mucho más cultos que ellos no lo decían precisamente como un elogio. Cierto café en particular servía gulash, bolas de masa hervida, sopas espesas y otros sustanciosos platos a esos inmigrantes abandonados a su suerte que pronto aumentarían la riqueza y el prestigio de la cultura nacional. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta había por allí editores, escritores, periodistas, artistas e incluso un premio Nobel, y un extraño que entrara en el Cosmo se llevaría la impresión de que ése era el lugar más moderno del norte de Londres, pues todo el mundo vestía con el uniforme del anticonvencionalismo: jerséis de cuello cisne, tejanos caros, chaquetas estilo Mao o cazadoras de cuero, y llevaban largas melenas o el popular corte de pelo que imitaba al de los emperadores romanos. También había unas pocas mujeres con minifalda, las novias de aquellos hombres, que asimilaban las atractivas costumbres extranjeras mientras bebían el mejor café de Londres y comían pastas de crema de inspiración vienesa.

Frances había adquirido el hábito de ir a trabajar al Cosmo. En la sección de la casa que consideraba suya, protegida contra posibles invasiones, vivía pendiente de los pasos de Julia o de Andrew, que visitaban constantemente a Sylvia para llevarle una taza de esto o de lo otro e insistían en que dejara la puerta abierta, porque a la niña le daba miedo estar encerrada. Por otro lado, Rose deambulaba furtivamente por la casa. En una ocasión en que Frances la había pillado husmeando entre los papeles de su escritorio, se había limitado a reír y decir alegremente: «Ay, Frances», antes de salir corriendo. Julia también la había sorprendido en sus habitaciones. No robaba, o no mucho, pero era una espía nata. Julia le exigió a Andrew que la echara, y éste se lo comunicó a Frances, que, aliviada porque no le caía bien la chica, le sugirió a Rose que era hora de que regresase con su familia. Crisis nerviosa. Según los informes que llegaban del sótano, donde vivía Rose («Es mi madriguera»), se pasaba el día en la cama llorando y tenía aspecto de enferma. Cuando las cosas se tranquilizaron, la joven volvió a sentarse a la mesa para cenar, con una actitud a un tiempo desafiante, enfurruñada y conciliatoria.

Alguien podría haber aducido que quejarse de esos pequeños trastornos domésticos y luego ir a sentarse en un rincón del Cosmo, cuyas paredes retumbaban con los debates y las conversaciones, era —sin duda— un tanto retorcido, sobre todo porque las cosas que se oían casi siempre tenían que ver con la Revolución. Todos los parroquianos eran revolucionarios, aunque paradójicamente habían huido del resultado de una revolución. Representaban, en su mayoría, alguna fase del sueño, y podían pasarse horas discutiendo sobre determinada asamblea celebrada en Rusia en 1905, o en 1917; sobre lo que había ocurrido en Berchtesgaden o cuando las tropas alemanas habían invadido la Unión Soviética, y sobre el estado de los yacimientos petrolíferos rumanos en 1940. Hablaban de Freud, Jung, Trotski, Bujarin, Arthur Koestler y la guerra civil española. Y a Frances, que hacía oídos sordos cuando Johnny pronunciaba sus arengas, el ambiente se le antojaba curiosamente relajante, a pesar de que no prestaba atención a lo que decían. Es verdad que un café ruidoso y lleno de humo de cigarrillo (a la sazón un acompañamiento indispensable de la actividad intelectual) resulta más íntimo que una casa donde la gente se reúne para charlar. A Andrew le gustaba aquel sitio, y a Colin también: opinaban que irradiaba energía positiva, por no mencionar las buenas vibraciones.

Johnny acudía a menudo, pero se había ido a Cuba, por lo que ella no corría peligro.

Frances no era la única colaboradora del
The Defender
en aquel bar. Había también un hombre que escribía sobre política y a quien Julie Hackett le había presentado de la siguiente manera: «Este es nuestro principal politicastro, Rupert Boland. Es un intelectualoide, pero no es mala persona para tratarse de un hombre.»

Aunque se trataba de un tipo que no habría llamado la atención en circunstancias normales, allí destacaba porque llevaba corbata y un austero traje marrón. Tenía un rostro agradable, y al igual que ella estaba escribiendo o tomando notas con un bolígrafo. Se saludaron con una inclinación de la cabeza y una sonrisa, y justo en ese momento Frances avistó a un individuo alto, con chaqueta estilo Mao, que se levantaba para marcharse. Dios, era Johnny. Se puso un largo abrigo afgano teñido de azul, el último grito en Carnaby Street, y salió. Unas mesas más allá estaba Julia, sentada en un rincón, obviamente intentando esconderse (probablemente de Johnny). Estaba charlando con... un amigo a todas luces muy íntimo. ¿Su novio? Hacía poco que Frances había caído en la cuenta de que Julia apenas había superado la barrera de los sesenta y pocos años. Pero no, era imposible que tuviese una aventura (o una
liaison,
como con toda seguridad habría dicho ella) en una casa llena de adolescentes fisgones. Resultaba tan impensable como que la tuviera Frances.

Al abandonar el teatro, probablemente para siempre, Frances había sentido que cerraba las puertas a un posible romance o una relación seria.

Y Julia... Frances pensó que debía de encontrarse bastante sola en la última planta de aquella casa atestada y ruidosa, donde los jóvenes la llamaban «vieja», o incluso «vieja fascista». Escuchaba música clásica por la radio y leía. Sin embargo, de vez en cuando salía, y por lo visto iba a ese lugar.

Julia llevaba un traje azul pastel y un sombrero malva con —por supuesto—un pequeño velo de tul. Sus guantes estaban sobre la mesa. Su amigo, un señor canoso y bien conservado, presentaba un aspecto tan elegante y anticuado como ella. Se levantó y se inclinó sobre la mano de Julia, rozándola con los labios. Ella sonrió y saludó agachando brevemente la cabeza. Cuando él se hubo marchado, la cara de Julia se recompuso, adoptando una expresión que Frances habría calificado de estoicismo. Había disfrutado de una hora de libertad y ahora regresaría a casa, o quizá fuese a hacer algunas compras. ¿Quién se ocupaba de Sylvia? Andrew debía de encontrarse en casa. Aunque Frances no había vuelto a entrar en su habitación, estaba convencida de que pasaba muchas horas a solas allí, fumando y leyendo.

Era viernes. Preveía que esa noche habría un montón de sillas apiñadas alrededor de la mesa a la hora de la cena. Sería una ocasión especial, y todo el mundo lo sabía, incluida la pandilla de Saint Joseph, porque Frances había telefoneado a Colin para comunicarle que Sylvia bajaría a cenar y encargarle que se asegurase de que todos la llamaran por su nombre.

—Y pídeles que se comporten con tacto, Colin.

—Gracias por confiar tanto en nosotros —había respondido él.

Su protector afecto hacia Sophie se había convertido en amor, y en Saint Joseph todos los tenían por pareja. «Una pareja de tortolitos», había dicho Geoffrey con magnanimidad, ya que lo más probable era que estuviese celoso. De él siempre cabía esperar una actitud caballerosa, a pesar de los hurtos..., de que fuera un ladrón. No podía decir lo mismo de Rose, cuya envidia de Sophie se reflejaba en sus ojos y en su semblante lleno de rencor.

Querida Tía Vera: Nuestros dos hijos se niegan a volver al instituto. El varóntiene quince años. La chica, dieciséis. Estuvieron haciendo novillos durante meses sin que nos enterásemos. Luego la policía nos informó de que pasaban mucho tiempo con gente poco recomendable. Ahora prácticamente no vienen a casa. ¿Qué podemos hacer?

Sophie había anunciado que no volvería al colegio después de Navidad, pero quizá cambiara de idea sólo para estar con Colin. No obstante, él aseguraba que le iba mal y que no quería presentarse a los exámenes finales, previstos para el verano. Tenía dieciocho años. Se quejaba de que los exámenes eran una estupidez y él demasiado mayor para ir a la escuela. Rose —de la que Frances no era responsable— había abandonado los estudios. Y James también. Sylvia llevaba meses sin asistir a clase. Geoffrey sacaba buenas notas, como siempre, y todo parecía indicar que sería el único que se presentaría a los exámenes. Daniel lo haría sólo por imitarlo, si bien no era tan listo como su ídolo. Jill pasaba más tiempo en casa que en el instituto. Lucy, de Dartington, también se presentaría y era evidente que aprobaría con calificaciones brillantes.

BOOK: El sueño más dulce
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