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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (8 page)

BOOK: El sueño más dulce
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—Quiere que Julia se vaya a vivir a su piso y cuide a Phyllida mientras él está en Cuba —explicó Andrew.

Todos se volvieron hacia Frances, para ver su reacción. Ella reía.

—Ay, Dios... —Suspiró—. Realmente, no tiene remedio.

Todos intercambiaron miradas de desaprobación. Todos, salvo Andrew. Sentían admiración por Johnny y pensaban que Frances estaba resentida.

—Sencillamente, es imposible —dijo Andrew con seriedad—. No es justo pedirle algo así a Julia.

Solían hablar en tono burlón de la planta superior y de Julia, a quien llamaban «la vieja». No obstante, desde que Andrew había regresado y había trabado amistad con su abuela, se sentían obligados a seguir su ejemplo.

—¿Por qué iba a cuidar de Phyllida? —prosiguió—. Está muy ocupada con nosotros.

Esta nueva perspectiva de la situación suscitó un silencio reflexivo.

—Phyllida no le cae bien —dijo Frances, apoyando a Andrew, y se contuvo para no añadir: «Y yo tampoco. Nunca le han gustado las mujeres de Johnny.»

—¿Cómo iba a caerle bien? —preguntó Geoffrey, y Frances lo observó con expresión inquisitiva: aquello era nuevo—. Phyllida ha estado aquí esta tarde.

—Te buscaba —señaló Andrew.

—¿Phyllida? ¿Aquí?

—Está chalada —terció Rose—. Yo la vi. Está como una cabra. Como una regadera. —Rió.

—¿Qué quería? —preguntó Frances.

—La eché —explicó Andrew—. Le dije que no debía venir a esta casa.

Arriba se oyeron portazos y los gritos de Johnny, que bajó corriendo la escalera, seguido por una sola palabra de Julia: «¡Imbécil!»

Johnny irrumpió echando chispas.

—Vieja puta —espetó—. Puta fascista.

«Los críos» miraron a Andrew, buscando orientación. Estaba pálido, con aspecto enfermizo. Gritos, peleas... aquello era demasiado para él.

—Qué pasada —comentó Rose, fascinada por la violencia de la situación.

—Tilly se alterará otra vez —dijo Andrew.

Hizo amago de levantarse, y Frances, temiendo que utilizara lo ocurrido como excusa para no comer, le rogó:

—Siéntate, Andrew, por favor.

Él se sentó, y ella se sorprendió de que la obedeciera.

—¿Sabías que tu..., que Phyllida ha estado aquí? —le preguntó Rose a Johnny, riendo. Tenía la cara encendida, y sus pequeños ojos negros relampagueaban.

—¡Qué! —exclamó Johnny con voz estridente, mirando de refilón a Frances—. ¿Ha estado aquí?

Nadie respondió.

—Hablaré con ella —afirmó Johnny.

—¿No tiene padres? —inquirió Frances—. Podría irse con ellos mientras estás en Cuba.

—Los odia. Y con razón. Son escoria lumpen.

Rose se tapó la boca con el dorso de la mano, conteniendo una carcajada.

Entretanto, Frances echó una ojeada alrededor para ver quiénes eran los comensales esa noche. Además de Geoffrey..., bueno, y de Andrew y Rose, por supuesto, estaban Jill y Sophie, esta última llorando. Había también un chico a quien no conocía.

En ese momento sonó el teléfono; era Colín otra vez.

—He estado pensando... —dijo—. ¿Está Sophie? Debe de sentirse muy afectada. Ponme con ella.

Eso le recordó a todo el mundo que Sophie tenía que estar afectada, porque su padre había muerto de cáncer el año anterior y la razón por la que pasaba la mayor parte de las noches allí era que en su casa su madre no paraba de llorar y le contagiaba su sufrimiento. Sin duda la muerte de Kennedy...

Sophie prorrumpió en sollozos al teléfono y los demás oyeron:

—Ay, Colin, gracias, tú me entiendes, ay, Colin, sabía que lo harías, ay, vendrás, gracias, muchas gracias.

Volvió a su sitio en la mesa y dijo:

—Colin tomará el último tren —les comunicó, y ocultó el rostro entre las manos, unas manos largas y elegantes con las uñas pintadas en la tonalidad de rosa prescrita para esa semana por los jueces de la moda en Saint Joseph, entre los cuales se contaba. Su larga y brillante melena negra se desparramó sobre la mesa, como si la idea de que no tendría que sufrir sola durante mucho tiempo más se hubiera hecho visible.

—Todos lamentamos lo de Kennedy, ¿no? —dijo Rose con acritud.

¿No debería estar Jill en el colegio? Claro que los alumnos de Saint Joseph iban y venían, sin preocuparse por horarios ni exámenes. Cuando los profesores reclamaban mayor disciplina, seguramente les recordarían los principios sobre los que habían fundado la institución, el más importante de los cuales era el desarrollo personal. Colin había salido hacia allí esa mañana y ya iba camino de casa. Geoffrey había anunciado que quizá fuera al día siguiente: sí, había recordado que lo habían nombrado delegado de su clase. ¿Acaso Sophie había abandonado los estudios definitivamente? Al menos pasaba más tiempo aquí que allí. Jill se había instalado en el sótano con su saco de dormir, y sólo subía a la hora de las comidas. Le había dicho a Colin, quien a su vez se lo había comunicado a Frances, que necesitaba un respiro. Daniel había vuelto al colegio, pero con toda seguridad regresaría a casa si lo hacía Colin: cualquier excusa era buena. Frances sabía que estaban convencidos de que, en cuanto se volvían, se producían acontecimientos maravillosamente espectaculares.

Al fondo de la mesa, una cara nueva le sonreía con aire conciliador, esperando que dijese: «¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?» No obstante ella se limitó a ponerle un plato de sopa delante y a devolverle la sonrisa.

—Me llamo James —se presentó él, ruborizándose.

—Ah, hola, James. Sírvete pan... o lo que quieras.

El chico tendió con ademán vergonzoso una mano grande para tomar una gruesa rebanada de (saludable) pan integral. Sin soltarla, miró en torno a sí con evidente satisfacción.

—James es amigo mío; bueno, en realidad es mi primo —señaló Rose, ingeniándoselas para mostrarse nerviosa y agresiva a la vez—. Le expliqué que no habría ningún problema si venía... a cenar, quiero decir...

Frances advirtió que se trataba de otro refugiado de una familia rota, y empezó a hacer mentalmente la lista de la compra para el día siguiente.

Esa noche sólo eran siete a la mesa, incluida ella. Johnny se hallaba de pie junto a la ventana, rígido como un soldado. Esperaba que lo invitaran a sentarse. Había un sitio libre. Frances no pensaba complacerlo; le traía sin cuidado que su reputación ante «los críos» se resquebrajase.

—Antes de irte, cuéntanos quién mató a Kennedy —dijo.

Johnny se encogió de hombros, desconcertado por una vez.

—¿Los soviéticos tal vez? —sugirió el recién llegado, atreviéndose a reclamar un lugar entre ellos.

—Tonterías —replicó Johnny—. Los camaradas soviéticos no son partidarios del terrorismo.

El pobre James se quedó compungido.

—¿Y Castro? —preguntó Jill. Johnny la miraba con frialdad—. Digo, por lo de bahía de Cochinos, o sea...

—Él tampoco es partidario del terrorismo —dijo Johnny.

—Dame un telefonazo antes de irte —le pidió Frances—. Has dicho que te marchas dentro de un par de días, ¿no?

Sin embargo, Johnny no se largaba.

—Fue un chalado —declaró Rose—. Lo mató un chalado.

—Pero ¿quién le pagó? —preguntó James, que aunque había recuperado la compostura estaba rojo de tanto esfuerzo por hacerse notar.

—No debemos descartar a la CÍA —señaló Johnny.

—Nunca hay que descartarla —convino James, y Johnny lo premió con una sonrisa y un gesto de asentimiento.

Era un joven robusto, corpulento, y sin duda mayor que Rose; mayor que todos los demás... ¿excepto Andrew? Rose se percató de que Frances lo inspeccionaba y reaccionó de inmediato: siempre estaba alerta ante posibles críticas.

—James está metido en política —explicó—. Es amigo de mi hermano mayor. Ha dejado los estudios.

—Vaya —repuso Frances—. Qué novedad.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Rose con ansiedad, furiosa—. ¿A qué ha venido eso?

—Vamos, Rose, estaba bromeando.

—Le gusta bromear —terció Andrew, traduciendo a su madre como si tuviese que dar la cara por ella.

—Hablando de bromas —dijo Frances. Cuando todos habían subido a ver las noticias, había visto en el suelo dos bolsas grandes llenas de libros. Se las señaló a Geoffrey, que no logró reprimir una sonrisa de orgullo—. Veo que hoy has conseguido un buen botín, ¿eh?

Todos rieron. En su mayoría robaban de manera compulsiva, pero Geoffrey había hecho de ello una profesión. Realizaba frecuentes rondas por las librerías para cometer sus hurtos. Prefería los libros de texto, pero se contentaba con cualquier cosa que pillara. Decía que los «liberaba». Se trataba de un chiste de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y de un nostálgico vínculo con su padre, que había sido piloto de un bombardero. Geoffrey le había contado a Colin que creía que desde entonces su padre había perdido interés por todo. «En particular por mi madre y por mí.» Para lo que la familia obtenía de él, bien podría haberse muerto en la guerra. «¡No eres el único! —le había contestado Colin—. La guerra, la revolución... ¿qué diferencia hay?»

—Dios bendiga a Foyle's —dijo ahora Geoffrey—. He liberado más ejemplares allí que en cualquier otra librería de Londres. Foyle's es un benefactor de la humanidad. —Miraba a Frances con nerviosismo—. Aunque ella no aprueba mi conducta.

Todos lo sabían. A menudo Frances comentaba: «Es culpa de mi nefasta educación. Me inculcaron que robar estaba mal.» Ahora, cada vez que ella o cualquier otro criticaba a los demás o no estaba de acuerdo con ellos, le coreaban: «Es culpa de tu nefasta educación», hasta que Andrew soltó: «Ese chiste ya está muy manido.»

Habían pasado media hora ideando variaciones del manido chiste sobre una educación nefasta.

Johnny atacó con la perorata de costumbre:

—Bien hecho; sacadles a los capitalistas todo lo que podáis. Ellos os han robado a vosotros en primer lugar.

—A nosotros seguro que no, ¿verdad? —lo increpó Andrew.

—A la clase trabajadora. Al pueblo. Joded a esos cabrones siempre que se os presente la oportunidad.

Andrew nunca había robado; lo consideraba una conducta degradante, propia de la escoria, y desafió directamente a su padre.

—¿No deberías volver con Phyllida?

Si bien Johnny podía hacer oídos sordos a las palabras de Frances, la reprimenda de su hijo lo empujó hacia la puerta.

—No olvidéis nunca —sentenció dirigiéndose a todos— que debéis procurar que cada uno de vuestros actos, cada palabra, cada pensamiento, concuerden con las necesidades de la Revolución.

—Bueno ¿y qué has traído? —le preguntó Rose a Geoffrey, al que admiraba casi tanto como a Johnny.

Geoffrey sacó los libros de la bolsa y los apiló sobre la mesa.

Los únicos que no aplaudieron fueron Frances y Andrew.

Frances extrajo de su maletín una de las cartas que le habían llegado al periódico y leyó en voz alta.

—«Querida Tía Vera»... Esa soy yo... «Querida Tía Vera, tengo tres hijos en edad escolar. Todas las tardes vuelven a casa con objetos robados, casi siempre dulces y galletas...» —Se oyeron gruñidos—. «Pero puede ser cualquier cosa, incluso libros de texto...» —Aplaudieron—. «Hoy mi hijo mayor apareció con unos tejanos carísimos.» —Volvieron a aplaudir—. «No sé qué hacer. Cada vez que suena el timbre, pienso que es la policía.» —Frances les dio tiempo para protestar—. «Mis hijos me asustan. Le agradecería mucho que me aconsejara, Tía Vera. Estoy desesperada.» —Volvió a guardar la carta.

—¿Y qué vas a contestarle? —quiso saber Andrew.

—Quizá deberías aconsejarme, Geoffrey. Al fin y al cabo, un delegado de clase tendría que ser ducho en estos asuntos.

—No seas así, Frances —le reprochó Rose.

—Ay —gimió Geoffrey, tapándose la cara con las manos y moviendo convulsivamente los hombros, como si llorase—, se lo toma en serio.

—Claro que me lo tomo en serio —repuso Frances—. Eso es robar. Sois ladrones. —Se dirigió a Geoffrey con la libertad que le conferia el hecho de que prácticamente viviese en su casa desde hacía años—. Eres un ladrón. Eso es todo. Yo no soy Johnny.

Se produjo un silencio angustioso. Rose emitió una risita ahogada. El rostro encarnado del recién llegado, James, equivalía casi a una confesión.

—¡Vamos, Frances! —exclamó Sophie—. No sabía que reprobaras nuestro comportamiento hasta ese punto.

—Pues así es —reconoció Frances, suavizando el gesto y el tono de voz porque se trataba de Sophie—. Ya lo sabes.

—Es culpa de su nefasta educación... —empezó Rose, pero se interrumpió al advertir que Andrew clavaba los ojos en ella.

—Ahora veré si llego a tiempo de oír las noticias y después me pondré a trabajar. —Mientras se marchaba, añadió—: Buenas noches a todos. —Con ello autorizaba tácitamente a cualquiera que quisiera pasar la noche allí, como por ejemplo James.

Llegó a tiempo para las noticias, aunque por poco. Al parecer un loco había disparado contra Kennedy. Por lo que a ella respectaba había muerto otra figura pública, nada más. Probablemente se lo mereciera. Jamás se habría permitido expresar en voz alta un pensamiento tan contrario al espíritu de la época. A veces pensaba que reservarse sus opiniones era lo único que había aprendido de su larga relación con Johnny.

Antes de concentrarse en el trabajo, que esa noche consistiría en leer el centenar de cartas que había llevado a casa, abrió la puerta de la habitación de invitados. Silencio y oscuridad. Se acercó de puntillas a la cama y se inclinó sobre el bulto cubierto por las mantas, que podría haber pasado por el cuerpo de un niño. Y sí, Tilly tenía el pulgar metido en la boca.

—No estoy dormida —dijo una voz débil.

—Estoy preocupada por ti. —Frances notó que le temblaba la voz, aunque se había prometido no involucrarse emocionalmente. ¿De qué serviría?—. Si te preparo una taza de chocolate caliente, ¿te la tomarás?

—Lo intentaré.

Frances lo preparó en su estudio, donde tenía un hervidor eléctrico junto con algunos artículos de primera necesidad, y se lo llevó a la chica, que murmuró:

—No quiero que pienses que no soy agradecida.

—¿Enciendo la luz? ¿Lo beberás ahora?

—Déjalo en el suelo.

Frances obedeció, sabiendo que con toda probabilidad a la mañana siguiente encontraría la taza en el mismo sitio, y llena.

Trabajó hasta tarde. Oyó llegar a Colin, que enseguida se sentó en el amplio sofá a charlar con Sophie. Alcanzaba a oír sus voces, ya que el viejo sofá rojo se hallaba justo debajo de su escritorio. Y exactamente encima estaba la cama de Colin. Percibió que hablaban, ahora en susurros, y unos pasos sigilosos en la planta de arriba. Bueno, estaba segura de que Colin era consciente de que debía tomar precauciones. Se lo había dicho claramente a su hermano, que siempre lo sermoneaba sobre esas cuestiones.

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