El susurro del diablo (30 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
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—¡Eh! ¿De qué vas, bicho raro? —dijo la joven antes de marcharse.

Las dos y cincuenta y seis.

Kazuko Takagi aguardaba en la pasarela cubierta de Yurakucho Mullion que conectaba los grandes almacenes de Seibu y Hankyu con la estación. Casi como por arte de magia, el lugar pareció abarrotarse de gente y, de repente, perdió de vista a Mitamura. Sostuvo con fuerza al hilo del globo e intentó apartarse a una zona menos concurrida. Rodeada por una muralla humana, apenas podía avanzar. Kazuko se sentía irritada. «¿Por qué no dejan de moverse?».

—Disculpe, necesito pasar. —Una pareja joven, absorta en algo, le abrió paso.

—Disculpe… Perdone… ¡Necesito pasar!

Las dos y cincuenta y nueve.

Alguien apareció por detrás de Kazuko y la agarró por la muñeca. Entonces, le susurró al oído:

—Perdona, ¿tienes hora?

Kazuko dejó escapar el globo.

Las tres en punto.

Mamoru oyó el sonido de un carrillón. Era el reloj de Yurakucho Mullion marcando la hora. Se volvió sobre sí mismo para contemplarlo. La multitud aglutinada en la esquina empezó a ponerse en movimiento cuando el semáforo del paso de peatones se puso en verde.

El carrillón seguía tocando la familiar melodía. Cada día, a ciertas horas, unos coloridos autómatas surgían desde un hueco en el muro y se movían al ritmo de la música. Eran las tres, una de las horas señaladas. Todos se detuvieron para observar el espectáculo. ¡Por eso había tantísima gente!

¿Explicaba eso la elección de aquel lugar? Eran tantas las caras, que sería imposible reconocer a alguien entre la multitud. Ese hombre quería cerciorarse de que Mamoru no pudiese encontrar a Kazuko Takagi.

—¡Mira, un globo! —exclamó una niña que pasaba, señalando un globo rojo que flotaba en el aire, sobre la multitud. Como por reflejo, Mamoru lo observó.

El semáforo de peatones se puso en rojo. Los coches emprendieron la marcha y empezaron a acelerar.

En ese preciso momento, alguien salió corriendo desde el gentío que se agolpaba bajo el reloj. Pasó a toda velocidad por su lado. Se trataba de una mujer vestida con un abrigo negro. No hizo ademán de detenerse y se dirigía hacia la barandilla que la separaba del tráfico, ya fluido, de la avenida Harumi.

Mamoru se levantó de un salto y gritó:

—¡Pare! ¡Qué alguien la detenga!

El tiempo se detuvo. Mamoru distinguió su pantorrilla blanca cuando la chica levantó la pierna y el dobladillo de su abrigo negro se alzó tras ella. En cuanto Mamoru se abalanzó hacia la multitud fue repelido por el impacto de lo que le pareció un puñetazo propinado por cien hombres a la vez. Se tambaleó hacia atrás.

Alguien más asomó de entre la gente. Era un joven que, con semblante aterrado, intentaba a la desesperada abrirse camino hacia la joven. Mamoru llegó a la barandilla justo cuando el otro hombre logró agarrar a Kazuko por el dobladillo del abrigo. Unas cuantas personas se percataron del movimiento y gritaron al ver a los dos hombres tirando con todas sus fuerzas. Finalmente, los tres cayeron hacia atrás.

La mujer, de un pálido enfermizo, abrió los ojos. Era Kazuko Takagi. No cabía duda, esa mujer era igual a la que aparecía en la fotografía de la revista. Mamoru pronunció una silenciosa oración de gracias. Era la primera vez en la vida que se sentía lo suficientemente afortunado como para hacer algo así.

—¿Qué ha sucedido? —El joven miró a la chica, después a Mamoru y de nuevo a la chica. Estaba tan pálido como ella.

La melodía llegó a su fin y la multitud empezó a dispersarse. Unas cuantas personas les lanzaron miradas de desaprobación mientras los tres permanecían en el suelo, a un lado de la carretera. La mayoría, sin embargo, siguió su camino sin inmutarse.

La voz del joven pareció despertar a Kazuko que empezó a agitarse, a parpadear y por fin a mirarlo.

—Has estado a punto de meterte en la carretera —dijo el hombre entre jadeos.

—¿Yo?

—Es usted Kazuko Takagi, ¿verdad? —Mamoru logró por fin tomar aliento y articular palabra.

Ella volvió la cabeza para mirar al chico y asintió.

—¿Qué me ha pasado?

—Ahora estás a salvo. Soltaste el globo y no podía encontrarte —explicó el hombre—. Pero oí a este chico gritar y ambos salimos corriendo tras de ti.

—¿Me has salvado? —preguntó a Mamoru.

—El también. ¿Se conocen, entonces?

El hombre asintió.

—Un chico… ¿Fuiste tú el chico que estuvo en casa de Nobuhiko Hashimoto? —preguntó Kazuko mientras tendía la mano para agarrar a Mamoru de la manga—. Después de que muriera en esa explosión. ¿Eras tú, verdad?

—Sí, fui allí y, desde entonces, he estado buscándola.

—Yo también quería conocerte. ¿Quién eres? ¿Qué relación tenías con Hashimoto? ¿Sabes algo? ¿Fuiste tú quien escribió la carta para citarme hoy aquí?

—¿Una carta? —Mamoru se apresuró a añadir—: ¿Alguien le dijo que viniese aquí?

—Eso es —repuso el hombre—. El autor del mensaje dijo que podía ayudarla.

Mamoru se puso en pie, y después ayudó a Kazuko a levantarse. Miró al hombre.

—¡Sujete a la señorita Takagi y márchense de aquí ahora mismo! ¿Tienen algún lugar al que ir? ¿Cómo podré contactar con ustedes?

—Ven a mi local —respondió el joven, sujetando ya a Kazuko. Dio al chico las señas para llegar hasta el Cerberus.

—Hablaremos más tarde. Pero ahora tiene que sacarla de aquí.

Cuando se marcharon, Mamoru seguía registrando los alrededores en busca de cualquier pista. Quienquiera que fuese aquel desconocido, no podía andar muy lejos. Debía de haber presenciado toda la escena.

Mamoru sintió que la mano de alguien se aferraba a su brazo derecho.

Estaba enfermo. Era extraño, pero esa fue la primera impresión que tuvo Mamoru. La persona que le había inferido una sensación de miedo permanente no era más que un anciano enfermo.

—Chico, por fin nos conocemos.

Se trataba de la misma voz afónica. No era más alto que él. El tamaño de su cabeza parecía desproporcionado en comparación con el resto de su cuerpo. Quizás se debiera a la enfermedad que padecía. El traje holgado que vestía tenía el mismo color ceniciento que su pelo. Tenía profundas ojeras con los ojos hundidos en las cuencas, las arrugas típicas de su edad, y la enfermiza palidez de alguien al que le consume una grave afección. Solo sus ojos, clavados en Mamoru, irradiaban todavía una chispa de vida.

—Chico, sabes quién soy, ¿verdad?

Mamoru asintió con mesura.

—No has podido con la cuarta, ¿verdad?

—Hiciste tu trabajo y yo sabía que lo harías —sonrió débilmente—. Ya no me importa Kazuko Takagi. ¿Vamos?

—¿Ir? ¿Adónde?

—No temas. Me gustas, y tengo muchas cosas que contarte.

Acompáñame.

Mamoru siguió al anciano hasta un taxi. Tras una carrera de treinta minutos, llegaron a una zona de viviendas y oficinas, sobre la cual desfilaba el expreso de Tokio. La puesta de sol invernal teñía la fachada de los edificios de un bellísimo tono rosa rojizo.

Cuando el taxi se alejó, Mamoru sintió que el miedo volvía a encogerle el corazón. El vehículo parecía llevarse consigo el último lazo que lo vinculaba a un mundo cuerdo. El anciano lo condujo hasta un edificio de fachada blanca, algo apartado de la calle principal. Mamoru echó un buen vistazo a su alrededor, en un intento por memorizar la ubicación. En la acera de enfrente, avistó el canal que pasaba detrás de algunos edificios. Delante del chico, se levantaba un aparcamiento de varias plantas. En un poste se leía una dirección. No importaba lo que sucediese a continuación, quería hacerse una idea del lugar donde se encontraba.

Subieron hasta la quinta planta, y el anciano se detuvo frente a la puerta del apartamento 503.

—Hemos llegado.

El letrero que colgaba sobre la puerta rezaba: «Shinjiro Harasawa». No sabía por qué, pero le asombró que un hombre tan misterioso tuviera un apellido tan ordinario.

—¿Harasawa? —masculló Mamoru.

—Ese es mi apellido —repuso el hombre—. Ha sido una grosería no haberme presentado.

Entraron en el apartamento y se encaminaron hacia un cuarto en el que tal vez no habitase nadie. Acto seguido, el anciano abrió la puerta de otra habitación que quedaba al fondo. Dejó que Mamoru entrase primero y encendió la luz antes de cerrar la puerta tras ellos.

El chico se sintió abrumado ante lo que vio.

Una de las paredes quedaba totalmente cubierta por lo que parecía un equipo de sonido. Mamoru reconoció tres pletinas en el centro, y unos altavoces y sintonizadores a ambos lados. ¿Sería un osciloscopio? Avistó una especie de amplificador. Había otras máquinas parecidas a las que utilizaron para comprobar el pulso y los latidos de su madre cuando estuvo ingresada en la unidad de cuidados intensivos del hospital.

Una pesada cortina tapiaba la ventana e impedía el paso de la luz. La pared opuesta quedaba oculta por una estantería empotrada llena a rebosar de libros. La moqueta silenciaba el sonido de sus pasos. El centro de la habitación lo ocupaba una solitaria silla.

—Dime, ¿qué te parece? —preguntó Harasawa. En esta habitación cerrada e insonorizada, su voz sonaba terriblemente humana.

—¿Qué haces aquí dentro?

El anciano se quitó la chaqueta y la dejó sobre una de las máquinas cercanas.

—Es una larga historia. ¿Por qué no tomas asiento?

—No, gracias. —Mamoru se apoyó contra la ventana—. Siéntate tú. Eres tú quien está enfermo.

—¿Es eso lo que piensas?

—Es obvio.

—Entiendo. Si el tiempo apremia, no lo malgastemos entonces. ¿Por dónde debería empezar? —Con los brazos en jarras, caminó lentamente frente al muro erigido de equipo electrónico y se detuvo junto a las pletinas—. Primero, deja que te dé un nombre.

En cuanto encendió el aparato, destelló un diodo rojo. El sonido de una grabación manó de los altavoces seguido por la voz de Harasawa que anunciaba la fecha y la hora de la grabación.

—El sujeto es Maki Asano. Mujer. Veintiún años.

Mamoru se enderezó de golpe y se apartó de la ventana. La reproducción siguió su curso.

—¿Cómo te llamas?

—Maki Asano.

Era la voz de su prima aunque más serena y relajada que de costumbre. Maki respondía con claridad a las preguntas del anciano: fecha de nacimiento, familia, profesión, estado de salud…

—Tu hermana que, en realidad, es tu prima, es altamente propensa a la sugestión. Se muestra flexible y cooperativa. Un sujeto ideal para la hipnosis.

—¿Hipnosis? —Mamoru se acercó a él y lo agarró por la camisa—. ¿Hipnotizaste a mi hermana?

—Eso es, chico. —Harasawa permaneció impasible—. Suéltame si quieres escuchar el resto.

Con la respiración alterada, lo soltó. Harasawa subió el volumen de la grabación.

—¿A dónde te gustaría ir?

—Al océano. Me encanta el océano.

—¿Pero dónde exactamente? ¿A una playa? ¿O preferirías salir en barco?

—Hum, me gustaría montar en velero algún día. Sentarme en la cubierta y sentir la salada brisa en mi cara.

La cavernosa voz del hombre prosiguió. Le dijo a Maki que se encontraba en la cubierta de un velero, que hacía sol, y que estaba relajada… muy relajada…

—Escucha con atención. ¿Puedes oírme?

—Sí, perfectamente.

—¿Hay un reloj en tu casa?

—Sí.

—¿Emite algún tipo de sonido al marcar las horas?

—Sí, es un gran reloj de pared.

—Mañana por la noche, cuando el reloj marque las nueve, quiero que le digas esto a Mamoru Kusaka.

—Mañana por la noche, cuando el reloj de pared marque las nueve, le diré a Mamoru…

—«Escúchame, chico. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono.»

Maki repitió las palabras con voz monótona.

—Eso es. Ahora voy a contar hasta tres y, entonces, te despertarás y te marcharás de este edificio. En cuanto llegues a la calle, habrás olvidado todo lo que ha sucedido aquí. No recordarás que me has conocido ni que te he dado una orden. Mañana por la noche, a las nueve, volveré a ti. Una vez que entregues el mensaje, olvidarás que lo has hecho.

—Lo olvidaré…

—¿Me entiendes? Muy bien. Voy a contar. Uno, dos, tres.

La cinta terminaba ahí.

—Se llama fenómeno post-hipnótico —empezó Harasawa—. Cuando el sujeto es llevado a un estado hipnótico se le implanta una orden en el cerebro. Una orden que puede ser activada en cualquier momento a través de una palabra clave o un sonido, o incluso algún tipo de acción. Al oír la señal, el sujeto ejecuta la orden. Y lo único que queda después en su cerebro no es más que una laguna.

Mamoru recordó que la noche previa a la «demostración» de Harasawa, Maki había salido con unas amigas y que, a la mañana siguiente, no recordaba lo que había hecho o dónde había estado.

Harasawa señaló el equipo que quedaba contra la pared.

—Utilizo este equipo para registrar la condición física de los sujetos que van a ser sometidos a hipnosis. Si te interesa, puedo enseñarte lo fascinante que llega a mostrarse una persona que ha sido hipnotizada.

Mamoru apartó la mirada de Harasawa.

—Estoy seguro de que te va a gustar escuchar esto. —Harasawa cambió de cinta. Se oyó la voz de otra mujer—. Esta es Fumie Kato. ¡Qué docilidad! Se entregó al experimento como nadie. Me explicó con pelos y señales cómo se las había ingeniado para ganar tanto dinero sucio. Estaba orgullosa de sí misma. Penetrar en el subconsciente permite tener acceso a los secretos más oscuros de la gente, a los pensamientos reprimidos por la conciencia.

—¿A qué te refieres con «subconsciente»?

—A lo que está aquí —dijo Harasawa, dándose un golpecito en la sien—. La retaguardia encefálica que está en alerta las veinticuatro horas del día. Algunos expertos estiman que el subconsciente es el alma de una persona. La conciencia sería como una pizarra: puedes borrar cualquier cosa que hayas escrito. Por otro lado, el subconsciente es más bien como una caja negra: las cosas que han sido grabadas permanecen ahí para siempre. Imagina un chico que se cae y se rompe la dentadura a los cinco años. Tanto el miedo como el dolor que marcaron ese momento quedarán registrados en su subconsciente para toda la vida hasta que muera, digamos, a la edad de ochenta años. Lo que desencadena la respuesta post-hipnótica es el contacto con el subconsciente del sujeto.

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