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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (10 page)

BOOK: El Teorema
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—¿Quién es Pierre Simón Laplace? —le preguntó Caine a la papelera vacía junto a la cama.

Estaba seguro de que había acertado; sin embargo, antes de que pudiera confirmar la respuesta, Caine se quedó dormido y desperdició lo que quizá podían haber sido sus últimos tres minutos de cordura.

Forsythe utilizó todos los eufemismos posibles para describir lo que hacían en el laboratorio de Ciencia y Tecnología, pero ninguno de ellos consiguió engañar a Nava ni por un momento. Podía resumir el cometido del laboratorio en una sola palabra: «robar», y era una palabra que Nava conocía a la perfección. Sólo esperaba que aquello que Forsythe le encomendase robar fuese de interés para el servicio de inteligencia norcoreano.

En cuanto le asignaron su lugar de trabajo, Nava comenzó a leer el listado de los archivos que los piratas informáticos del laboratorio habían bajado del ordenador de Tversky. Junto a cada documento aparecía el tamaño del archivo, la fecha de creación y las fechas de las tres últimas modificaciones, algo que la ayudaba a calcular su utilización. Nava separó los archivos y comenzó a abrir los que mostraban el mayor nivel de actividad.

Tal como esperaba, el grueso del material estaba mucho más allá de sus posibilidades. Necesitaría volver a la escuela durante casi una década y ponerse al día en biología, física y estadística para entender algo del diario de Tversky. Sin embargo, el intento había valido la pena. Siempre procuraba ir a la fuente para no depender de las interpretaciones de los demás. Pero en este caso no tenía otra opción.

Abrió algunos de los resúmenes escritos por el equipo de científicos de Forsythe. A medida que leía, sus ojos se agrandaban. Por primera vez en las últimas doce horas, le sonreía la suerte. Aquello que Tversky proclamaba haber descubierto rozaba la ciencia ficción. Aunque los datos no eran concluyentes, parecía estar muy cerca. Nava no se podía creer semejante golpe de buena fortuna. El valor en el mercado negro de ese material era incalculable.

Incluso si los norcoreanos no estaban interesados, Nava pensó que podría darles largas durante el tiempo necesario para encontrar a otro comprador. Personalmente, no creía en el proyecto de Tversky. Nava no entendía la bioquímica o la física cuántica en que se sustentaban sus teorías, pero entendía lo suficiente del mundo como para saber que lo que él sugería era sencillamente imposible. Tenía que serlo. Pero eso no significaba que un gobierno extranjero no lo creyese; estaba segura de que en alguna parte encontraría un comprador para las descabelladas ideas de Tversky.

En cuanto vendiera la información, se largaría para siempre. Metió la mano en la mochila y sacó sus gafas de lectura. Se aseguró de mantener la cabeza totalmente inmóvil mientras pasaba las páginas de los resúmenes y los archivos originales para permitir que la cámara de fibra óptica oculta en una de las patillas de las gafas tuviera una imagen clara de la pantalla. Cuando llegó a la última página, repitió el proceso a la inversa para asegurarse de que no se había dejado nada.

Cuando Nava acabó, miró el título de la teoría y se preguntó por qué demonios Tversky había decidido darle a su proyecto un nombre tan curioso. No tenía importancia. Borró el pensamiento de su mente y consultó su reloj. Era la una. Aún disponía de catorce horas para negociar por su vida.

En el camino de regreso a su casa se fumó dos cigarrillos. Cuando llegó a su apartamento, ya tenía un plan. Dedicó las horas siguientes a conectarse con el DDIE, el servicio de inteligencia norcoreano, el Mossad y el MI-6 por correo electrónico. Mientras esperaba las respuestas, se paseó por las habitaciones, cigarrillo en mano. A las cinco, ya había fijado un encuentro, y una hora más tarde, tomó un taxi que la llevó al Bronx, y luego subió al último vagón del metro, en dirección a Manhattan.

En una voz apenas audible, el conductor anunció que el tren paraba en todas las estaciones hasta Coney Island. A medida que el tren viajaba hacia el sudoeste se llenó cada vez más, y llegó al máximo en la calle Cuarenta y dos. A partir de entonces, el número de pasajeros disminuyó poco a poco hasta que sólo quedaron un puñado. Los dos que quedaban de los doce que habían subido con ella en el Bronx eran coreanos: un hombre gordo que leía el periódico y el hombre de las gafas de sol.

Como en ese momento Nava estaba segura de que la CIA no la había seguido en el tren, cerró el libro y lo guardó en la mochila. Ésa era la señal. Casi de inmediato, el hombre gordo se metió el periódico debajo del brazo y se sentó a su lado.

—¿Dónde está Tae-Woo? —preguntó Nava.

—A Yi Tae-Woo le están curando la nariz —respondió el hombre con un tono solemne—. Mi nombre es Chang-Sun. —Nava sabía que Chang-Sun era un alias, pero no le importaba. Estaba segura de que el nombre de Tae-Woo también era falso. Lo único importante era saber si Chang-Sun estaba autorizado a negociar.

—¿Tiene una respuesta? —Era innecesario molestarse en ser amable con el hombre.

—Nuestros científicos en el ministerio han analizado los datos y los consideran muy interesantes —declaró Chang-Sun sin comprometerse. ~¿Y?

El hombre se molestó ante la brusquedad de Nava, pero le respondió:

—Nuestro trato quedará completo a la entrega de los archivos con la información original junto con el sujeto Alfa.

—El sujeto Alfa no era parte de la oferta.

—No hay trato sin él —repuso Chang-Sun sencillamente y abrió las manos apoyadas en los muslos como una demostración de que él no podía hacer nada al respecto.

Nava se lo había esperado. Sus otras dos conversaciones, la primera con los británicos, la segunda con los israelíes, habían sido prácticamente idénticas. Ningún gobierno estaba interesado en el material sin el sujeto. Sin embargo, cada uno le había ofrecido más de dos millones de dólares, mucho más que el valor de la información que Nava le había dado antes al DDIE. Sabía que tenía margen para negociar, porque los archivos de Tversky valían más para los norcoreanos que matarla.

—Necesitaré otro millón de dólares —dijo Nava.

—Eso queda descartado.

—Entonces no hay nada más que discutir. Su oferta es demasiado baja. —Nava se levantó como si tuviera la intención de bajar del tren; el agente norcoreano puso una mano sobre su brazo. Ella se volvió para mirarlo a la cara por primera vez, satisfecha de estar por encima del agente.

—No sabía que esto fuera una subasta.

—A pesar de mi actual situación, no creerá que usted era el único al que acudiría con algo tan valioso, ¿verdad?

—¿Quiénes son los otros postores?

—Eso es irrelevante.

Chang-Sun hizo un gesto de asentimiento.

—¿Se la ha ofrecido quizá a la Madre Rusia? —preguntó. A pesar de la sorpresa, Nava consiguió controlar sus emociones. Pero él sabía que había captado su atención—. Estoy seguro de que sus viejos camaradas del servicio de inteligencia ruso estarían muy interesados en saber cómo su antigua espía se ha entregado totalmente al capitalismo.

Nava se concentró en la respiración. Se preguntó cómo había descubierto el DDIE su identidad cuando su propio país no lo había conseguido. Nava miró a Chang-Sun como si fuese un insecto.

—No sé muy bien de qué habla. De todos modos, eso no cambia el precio.

—¿No? —Chang-Sun la obsequió con una gran sonrisa que dejó a la vista sus dientes perfectos, producto de la odontología occidental. La tenía pillada. Cualquier cosa que los norcoreanos pudieran hacerle —incluso matarla— no sería nada en comparación con lo que sucedería si los rusos descubrían su existencia.

—Quinientos mil dólares. Si sigue sin estar interesado, estoy segura de que Corea del Sur lo estará.

El cuello del agente se tornó rojo ante la mención de la República de Corea del Sur. Se trataba de un farol por parte de Nava, porque no tenía ningún contacto fiable en el gobierno surcoreano. Sin embargo, sus palabras tuvieron el efecto deseado. ChangSun asintió rápidamente.

—Tendré que consultar el nuevo precio con mis superiores, pero en principio tenemos un acuerdo.

—Me pondré en contacto con usted cuando tenga al sujeto en mi poder.

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de una semana.

—Dos días.

—Eso no es…

Chang-Sun le clavó los dedos en el brazo y la acercó para hablarle con un tono bajo y amenazador.

—Ya no estamos trabajando de acuerdo con su horario. Dentro de dos días nos entregará al sujeto Alfa junto con todo el resto de la información de los trabajos científicos. Si no cumple el plazo, ocurrirán dos cosas. Primero, les diré a mis superiores que falsificó los documentos científicos. Segundo, yo personalmente llamaré a Pavel Kyznetsov en el servicio de inteligencia ruso y le relataré todas sus actividades durante los últimos diez años. Ya no ha cumplido con dos plazos. No falle una tercera vez.

Chang-Sun la soltó en el mismo momento en que el tren se detenía y se abrían las puertas. Sin esperar a la respuesta, se apeó y la dejó sola en el vagón con el hombre de las gafas de sol. Cuando el tren salía de la estación, Nava se preguntó cómo conseguiría secuestrar al sujeto Alfa del doctor Tversky sin que la ASN dedujera lo que había pasado. Mientras analizaba mentalmente los diferentes escenarios, no se le ocurrió la manera de conseguirlo sin matar a alguien.

Sería lamentable, pero si había que hacerlo para salir del embrollo, lo haría. No tenía más alternativas.

Capítulo 7

Tommy estaba chupando el orificio metálico cuando sonó el teléfono. El sonido del timbre le produjo tal susto que a punto estuvo de volarse los sesos.

Si bien había planeado suicidarse, planearlo no era lo mismo que hacerlo. En cuanto apretara el gatillo, ya no habría una segunda oportunidad, así que quería estar absolutamente seguro. El sonido agudo había estado a punto de impedirle tomar la decisión. Tommy se sacó de la boca el cañón de la pistola calibre 45 y la dejó sobre la mesa.

«La próxima vez descolgaré el teléfono», pensó.

—¿Hola?

—¡Tommy! ¿Lo has visto?

Era Gina, su antigua novia. Era la última persona de la que hubiese esperado saber algo esa noche.

—¿Saber qué?

—¡Las noticias! ¡Los números!

—No sé de qué me hablas pero ahora mismo estoy metido en otra cosa… ¿Puedo llamarte más tarde y…?

—No lo sabes, ¿verdad? —le interrumpió Gina, con un tono muy excitado.

—No, te acabo de…

—¡Tommy, has ganado! ¡Han salido tus números! ¿Me oyes? Has… ganado… cabronazo. —La muchacha dijo las palabras lentamente, las separó en sílabas como si estuviese hablando con alguien que no estuviese del todo bien de la cabeza. A pesar de su cuidadosa pronunciación, Tommy tardó unos segundos en comprender lo que le decía.

—¿Quieres decir…? —Tommy dejó que su voz se apagara; tenía miedo de acabar la frase.

—Sí, Tommy.

—¿Estás segura?

—¡Sí, claro que estoy segura! Estaba en la cocina cuando dijeron los números. Lo supe en el instante en que los oí. Después de tantos años de oírte hablar sólo de ellos, ¿cómo no voy a saberlo? De todas maneras, corrí al salón y fui cambiando de canal hasta que los repitieron y los anoté, sólo para estar supersegura. Joder, Tommy… eres millonario.

Tommy se limitó a mirar por la ventana, sin saber qué decir, mientras iba haciéndose a la idea. Era millonario. Tommy DaSouza, millonario.

—¿Tommy? ¿Estás ahí, Tommy?

—Eh… sí.

—Tommy, ¿quieres que vaya? Podríamos celebrarlo, como en los viejos tiempos, claro que esta vez, tendríamos algo que celebrar de verdad.

Las palabras de Gina lo pillaron desprevenido. La había echado tanto de menos que se quería morir. Pero después de oír el tono de entusiasmo en su voz, comprendió que estar con Gina en esos momentos quizá haría que se sintiera más solo, no menos.

—Creo que… creo que prefiero dejarlo para otro momento, ¿vale?

—Sólo deja que me ponga los zapatos y… —Gina se interrumpió cuando entendió las palabras de Tommy—. Sí, claro, vale. Quieres estar solo. Lo comprendo.

—Gracias —respondió Tommy, que de pronto se sintió como si midiera tres metros de altura. Nunca antes le había dicho «no» a Gina. Ni se le hubiese pasado por la cabeza.

—Tommy, todavía te quiero. Lo sabes, ¿no?

«Curioso, no es eso lo que me dijiste hace tres semanas, cuando me gritaste que dejara de llamarte», quiso responderle Tommy. Pero todo lo que salió de su boca fue:

—Tengo que irme.

Colgó antes de que ella tuviera la oportunidad de responder, asustado ante la posibilidad de que si continuaba la conversación acabarían liados otra vez. Era extraño si tenía en cuenta que dos minutos antes hubiese dado lo que fuera por estar de nuevo con ella. Pero en ese instante…

Se sentó en el sofá y cogió el mando a distancia, que estaba junto a la pistola. Sólo tardó un par de minutos en encontrar un canal donde estuvieran repitiendo los números ganadores: 6-1219-21-36-40 y el complementario, el 18. No necesitaba anotarlos como había hecho Gina, ni tampoco tuvo que sacar el boleto para ver si correspondía. Eran sus números. Los había jugado todas las semanas durante los siete años anteriores.

No podía explicar exactamente por qué el 6-12-19-21-3640 + 18 eran sus números. Ninguno correspondía a su cumpleaños ni nada por el estilo. Los números siempre habían estado allí, iluminados en su cerebro, como enormes números de neón detrás de sus párpados. Todos eran de un color blanco brillante, excepto el último dígito, que era rojo como una brasa en una hoguera que se apaga. Nunca supo qué significaban hasta que la Powerball llegó a Connecticut.

La primera vez que vio los números en el informativo de las diez —seis blancos y uno rojo, exactamente como en su sueño— comprendió que no podía tratarse de una coincidencia. Estaba destinado a ganar la Powerball. En un primer momento le había asustado la posibilidad de haber perdido su oportunidad, que los números —sus números— ya hubiesen salido. Pero cuando recibió la notificación de la Junta de la Lotería, respiró tranquilo al descubrir que sus números seguían vírgenes.

Al día siguiente, Tommy tomó el tren a Connecticut para jugar los números que habían estado en su cabeza desde hacía más tiempo del que podía recordar. Tardó más de dos horas en llegar a un 7-Eleven y volver, pero valió la pena. Razonó que, con un bote de 86 millones de dólares, era como ganar 43 millones de dólares por hora. La noche que anunciaron la combinación ganadora había estado tan seguro de que se cumpliría su destino, que le pagó una ronda a todos los tipos que estaban en O'Sullivan. Le costó 109 dólares, más la propina, con lo que se quedó sin un centavo, pero no tenía importancia. Sabía que al final de la noche sería tan rico que podría comprarse todo el bar.

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