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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (4 page)

BOOK: El Teorema
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Yi Tae-Woo verificó el contenido de la pantalla del ordenador. De vez en cuando detenía el paso del texto para leer una página cualquiera y luego aceleraba para saltarse apartados. Nava lo dejó trabajar y esperó sin impacientarse a que él comprobara que le había entregado lo prometido. El coreano se apartó del ordenador al cabo de cinco minutos.

—Todo parece estar en orden. Han transferido el dinero. Puede usar el ordenador si desea comprobarlo.

—No se ofenderá si decido pasar de su oferta, ¿verdad? —replicó Nava con una sonrisa.

—Faltaría más —dijo Yi Tae-Woo, contrariado.

Nava no tenía la intención de utilizar un ordenador del contraespionaje coreano para verificar la transferencia. No sólo podía pasarle información falsa, sino que si registraban el tecleo conocerían la clave y le vaciarían la cuenta. Aunque se hubiese sorprendido si el contraespionaje coreano la hubiese timado, las estafas en el mundo del espionaje no eran infrecuentes. Después de todo, los espías también tenían sus presupuestos.

Abrió la tapa del móvil, que tenía su propia clave cifrada de 128 dígitos, y efectuó la llamada. Le dio al empleado del banco la contraseña y él le confirmó que acababan de ingresarle en su cuenta tres cuartos de millón de dólares. Le dio al empleado otra clave para que cumpliera con las instrucciones que le había transmitido el día anterior. Nava esperó unos segundos a que él le respondiera y luego cortó la comunicación. Cuando se volvió para mirar a Yi Tae-Woo, su dinero (menos el 1,5 por ciento de comisión) estaba a salvo en las islas Caimán.

—¿Todo está en orden? —preguntó el coreano.

Sí. Muchas gracias. —Nava recogió el aparato distorsionador de señales y lo guardó en la mochila. Yi Tae-Woo estaba entre ella y la puerta. Estaba a punto de apartarse para dejar que pasara Nava cuando ella oyó el rumor de las palabras en el auricular. Tae-Woo dio un paso atrás al tiempo que desenfundaba la pistola y apuntaba directamente al pecho de la mujer.

—Hay un problema —dijo sencillamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Nava, que se obligó a mantener la calma.

—Uno de los archivos es ilegible. Tiene que haber algún problema con el disco. —Yi Tae-Woo le señaló el ordenador con un leve movimiento de la barbilla—. Compruébelo.

Nava sacó el disco. Lo sostuvo entre el pulgar y el índice, y lo movió para que la luz se reflejara en la superficie. Vio con toda claridad una pequeña raya del tamaño de una pestaña. Seguramente se había dañado cuando forcejeaba con Wright.

—El disco está rayado —admitió.

—Entonces tendrá que devolver el dinero.

Nava sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—No puedo —contestó sin volverse—. Di orden estricta de que no se moviera el dinero por lo menos hasta veinticuatro horas después del ingreso. —Cuando ella había comunicado a su banquero esta precaución, se había creído muy lista; ahora había cambiado de opinión.

—En ese caso tenemos un problema muy grave.

Nava era consciente de que sólo tenía una oportunidad. Dio la vuelta como una peonza, le sujetó el antebrazo y se lo movió hacia arriba antes de que pudiera apretar el gatillo. Con la otra mano, utilizó el disco como si fuese un puñal y le cortó la mejilla. La sorpresa ante el dolor de la súbita herida que sangraba profusamente le dio a Nava la ventaja que necesitaba; con la base de la Palma de la mano lo golpeó en la nariz con tanta fuerza que se la aplastó. El agente dejó caer el arma y retrocedió, tambaleante.

Nava metió la mano debajo de la chaqueta para coger la Glock pero la puerta se abrió violentamente y entraron tres hombres vestidos de negro y armados. Nava puso las manos detrás de la nuca y se dejó caer de rodillas sin perder ni un segundo, consciente de que no tenía escapatoria. Uno de los hombres le propinó un puntapié en el estómago. El dolor hizo que se retorciera en el suelo; el hombre la retuvo allí, con la bota apoyada en la base del cráneo y la metralleta Uzi apuntada a su espalda. Los hombres mantuvieron una breve conversación en su idioma, y luego la maniataron a una silla.

Yi Tae-Woo se inclinó ante ella para mirarla a la cara.

—¿Qué quiere? —preguntó Nava.

—Queremos que nos devuelva el dinero —respondió Yi TaeWoo, con una voz nasal debido a la nariz rota—. Ahora.

—Ya se lo he dicho; no puedo.

El agente se irguió para apuntarle a la cabeza con su Sigsauer.

—Tae-Woo, espere. En menos de veinticuatro horas puedo conseguirle la información. Sólo tengo que ir al despacho y descargarla.

Yi Tae-Woo mantuvo una breve comunicación en coreano con la persona que estaba al otro extremo del auricular. Luego miró de nuevo a Nava.

—Dentro de veinticuatro horas nos dará el resto de la información y devolverá el dinero.

—Eso es injus… —Nava decidió no acabar la frase al ver la mirada solemne en los ojos de Yi Tae-Woo. Comenzó de nuevo—. Gracias por ser tan razonable.

—No se merecen. —Yi Tae-Woo le hizo un gesto a sus hombres, que se apresuraron a desatarla y la ayudaron a levantarse—. Recuérdelo, veinticuatro horas.

—Lo recordaré —prometió Nava, que se resistió al deseo de frotarse las muñecas.

Sin decir nada más, salió del apartamento y bajó la escalera. No aflojó la mandíbula hasta haberse alejado ocho manzanas, momento en el que se sorprendió a sí misma al detenerse para vomitar sobre una montaña de bolsas de basura. Cuando acabó, se limpió los labios con la manga; una pequeña mancha amarilla ensució la tela.

Mientras continuaba su camino, Nava, en un acto inconsciente, encendió un cigarrillo. Estaba a punto de apagarlo cuando decidió que aquel día fumaría todos los que le apetecieran.

No tenía muy claro si habría para ella muchas más mañanas.

Capítulo 3

El doctor Tversky pensaba en Julia mientras repasaba los informes de sus últimos experimentos. Últimamente la muchacha se paseaba por el lugar, toda sonrisas y risitas, que nada tenían que ver con el tímido comportamiento que había mostrado durante sus dos primeros años en el laboratorio. Muy pronto los demás comenzarían a sospechar alguna cosa, si no lo hacían ya.

Tampoco le preocupaba mucho; después de todo, que los profesores se follaran a las graduadas en prácticas era algo que se remontaba a los albores de la historia. A la administración no le importaba siempre que fueras discreto. Diablos, incluso lo esperaba; era uno de los beneficios tácitos de los profesores.

Por supuesto, eso no era lo que le había dicho a Julia. Ella era un tanto ingenua, y él creía que el secreto de la aventura aumentaba su excitación, así que hacía todo lo posible por alimentar sus fantasías. En honor a la verdad el sexo tampoco era nada extraordinario. Ella era voluntariosa pero torpe, todo dientes y uñas cuando se la mamaba y cuando la montaba ella sencillamente se quedaba quieta como un saco de patatas con una sonrisa idiota en el rostro. También estaba su manía de llamarlo «Petey» cuando estaban solos. Sólo pensar en ese apodo juvenil hacía que se estremeciera.

Después del primer mes había decidido cortar la relación, pero entonces se dio cuenta de que el enamoramiento infantil de Julia le ofrecía una oportunidad única. En un primer momento ella había titubeado a la hora de participar en un ensayo humano, pero cuando le explicó lo importante que era para él, Julia había aceptado en el acto. Hasta el momento, los resultados habían sido extraordinarios. La información que había conseguido obtener de Julia durante sus estados de amnesia temporal era increíble. Sospechaba que podía ir más allá pero le preocupaban los efectos secundarios.

A pesar de que parecía estar bien, la recién descubierta afición de Julia por las rimas resultaba inquietante. Los patrones de lenguaje desorganizados como los de ella eran una primera señal de esquizofrenia. Sabía que alterar la química cerebral de la muchacha probablemente acabaría con su equilibrio mental, pero le sorprendía que hubiese ocurrido tan rápido. Sin embargo, valía la pena, independientemente de los riesgos para Julia.

Después de todo, si los experimentos daban los resultados deseados, entonces la seguridad de Julia no sería un motivo de preocupación, sino la suya propia.

El doctor James Forsythe siempre había sabido que no era brillante.

Sin embargo, el hombre bajo, calvo y barbudo también sabía que la brillantez no era un atributo necesario para convertirse en un gran científico. Por supuesto, tener una gran inteligencia ayudaba, hasta cierto punto. Pero superar ese límite se convertía en un lastre. Los científicos típicos eran unos introvertidos, carentes de las capacidades sociales necesarias para destacar en el mundo real, Forsythe se alegraba de no figurar entre ellos.

Cada vez que oía a uno de sus investigadores afirmar que Forsythe no era un «científico» de verdad, él sonreía. Forsythe sabía que el comentario pretendía ser un insulto, pero él lo aceptaba como un cumplido. Después de todo, los llamados «genios» científicos no eran más que las abejas trabajadoras del Laboratorio de Investigación de Ciencia y Tecnología, mientras que él era el director.

A pesar de que el LICT era un laboratorio del gobierno, la mayoría de los civiles no sabían nada de su existencia, algo que probablemente era de agradecer. Aunque el laboratorio en sí sólo tenía unos veinte años, su verdadero origen se remontaba a 1952, cuando el presidente Truman había firmado la directiva del Consejo Nacional de Inteligencia y Seguridad que permitió la creación de la Agencia de Seguridad Nacional.

A principios de los ochenta, dicha agencia espiaba más de doscientos cincuenta millones conversaciones al día en más de ciento treinta países. Si bien su misión era analizar sólo las relacionadas con la seguridad nacional y descartar el resto, de la misma manera que un chico coge el supletorio para escuchar a su hermano mayor hablar de sexo, cuando la ASN escuchaba algo interesante, era incapaz de colgar.

Con tanta información en sus manos, la ASN tenía problemas para procesarla, sobre todo lo referente a la información científica. Fue el director de criptografía quien dio con la solución. Se le ocurrió crear un laboratorio dedicado a descifrar, analizar e interpretar la información recogida de científicos de todo el mundo, para evitar que cualquier país pudiera superar a Estados Unidos.

Cuando le presentaron el plan a la Casa Blanca durante la presidencia de Reagan como otra manera de mantener controlados a los regímenes comunistas en el mundo, la administración aceptó la idea con los brazos abiertos. Fue así como, el 13 de octubre de 1983, nació el Laboratorio de Investigación de Ciencia y Tecnología.

En los primeros tiempos este laboratorio, el LICT, sólo espiaba a los científicos extranjeros. Pero cuando acabó la guerra fría e Internet promovió una mayor cooperación internacional, el laboratorio se encontró espiando inadvertidamente a los científicos norteamericanos. Sin embargo, para aquel entonces el gobierno se beneficiaba tanto de las investigaciones del LICT que no le importó lo más mínimo.

El proceso de «investigación» del LICT era sencillo. Los analistas leían miles de páginas de trabajos científicos de todo el mundo que aparecían en la red y comunicaban a los científicos de la casa cualquier nueva tecnología prometedora para que la investigaran. Luego ellos reproducían los experimentos claves y verificaban la viabilidad de cualquier nueva tecnología.

Una vez validada la nueva tecnología, el LICT pasaba la información a la correspondiente agencia gubernamental. Si, en cambio, la tecnología había sido desarrollada por un país extranjero y tenía una explotación comercial, el laboratorio la filtraba a dos o tres multinacionales norteamericanas «partidarias» del gobierno. El LICT no tardó mucho en convertirse en el más importante distribuidor de novedades tecnológicas de todo el planeta.

En cuanto Forsythe asumió el cargo de director en 1997, se sorprendió al descubrir cuánto dinero y capital político había dejado sobre la mesa el anterior director. El LICT controlaba la distribución de tecnología robada a no menos de seis agencias gubernamentales (la CIA, DoD, FBI, FDA, NASA y NIH) y también a un puñado de las empresas más innovadoras de Silicon Valley. El único obstáculo entre Forsythe y su «cliente» era la junta de control del LICT, formada por tres senadores que tenían muy claro el poder que les daba su posición.

Forsythe sabía que el poder real estaba en ser el único que tomara las decisiones. Sin embargo, para ser ese hombre, Forsythe necesitaba tener el control. Para ello, se hizo con un extraño aliado en su búsqueda del poder, un zarrapastroso pirata informático de la ANS llamado Steven Grimes. El tal Grimes sólo había tardado dos semanas en descubrir información que obligaría a la junta, presidida por Geoffrey Daniels, el senador de Utah, a mostrarse más receptiva a las recomendaciones de Forsythe.

A pesar de que el inagotable deseo de Grimes de espiar a los demás resultaba inquietante, su naturaleza inquisitiva había demostrado ser muy útil. Forsythe seguía sin saber cómo Grimes había conseguido las fotos de Daniels con aquel adolescente, y en honor a la verdad tampoco quería saberlo. Lo único importante era que después de mostrarle las fotos a Daniels, el senador no había puesto la menor pega a las «sugerencias» de Forsythe.

John Simonson, el senador más joven de la junta, también se había mostrado mucho más receptivo en cuanto Grimes descubrió que evadía el pago de impuestos a través de una cuenta en las islas Caimán. Después de aquello, nunca más se rechazó ninguna de las propuestas de Forsythe. En realidad el resultado de las votaciones era siempre de 2 a 1, pero Forsythe sólo necesitaba la mayoría, cosa que tampoco estaba mal, porque Grimes nunca había podido encontrar absolutamente nada del tercer miembro, un senador de la ultraderecha religiosa de Louisiana.

Durante casi seis años, Forsythe había controlado la junta del LICT y se había aprovechado abiertamente para obtener dinero y favores de los grandes empresarios y funcionarios del gobierno. La vida había sido muy dulce. Pero ahora se estaba acercando a su final, gracias al muy inoportuno fallecimiento del senador Daniels, que había sufrido una parada cardiaca mientras dormía.

Cuando Forsythe se enteró de la muerte de Daniels por la televisión, maldijo para sus adentros. Sabía que el reemplazo de Daniels sería John «Mac» MacDougal, un senador liberal de Vermont. Dos años antes, MacDougal había fracasado en su intento de hacerse con un puesto en la junta y no había desistido en el empeño. Forsythe estaba seguro de que MacDougal ya se estaba moviendo para ocupar la vacante.

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