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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (10 page)

BOOK: El testamento
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—¿Gafas? —preguntó la mujer cuando regresó al teléfono—. ¿Por qué iba el doctor Miller a recetarle gafas al señor Shaw? Tenía vista de lince. No necesitaba gafas, ni siquiera para leer.

Y, sin embargo, él tenía en la mano un par de gafas con cristales graduados. ¿Otra pista? ¿Qué otra hipótesis se ocultaba allí? Decidió que tenía que seguir esa pista hasta que demostrase ser incorrecta.

Examinó las lentes con mayor detenimiento. En la parte interior de la patilla derecha constaba el nombre del fabricante y el modelo. En la parte interior de la patilla izquierda estaba estampado el nombre y la dirección de un óptico. Llamó a un servicio de taxis, luego recogió todas la cosas que había encontrado y abandonó el barco.

Mientras caminaba de prisa por el embarcadero y se marchaba del puerto deportivo, no dejaba de vigilar por si veía a alguien vagando por el lugar o simulando que trabajaba. Dos adolescentes en bicicleta pasaron junto a él, y también un hombre de mediana edad que llevaba una caja de seis latas de cerveza y tenía una barriga demasiado grande. Bravo se volvió y comprobó que el hombre continuaba caminando por la pasarela hasta subir a una embarcación llamada
TimeGoesBy
. Luego reanudó la marcha, apurando el paso hacia donde lo esperaba el taxi rojo y blanco con el motor en marcha. Subió al asiento trasero y le dio al conductor una dirección de Georgetown.

Doce minutos más tarde se bajó delante del hotel Four Seasons, un elegante edificio de ladrillo de pocos pisos en el 2.800 de la avenida Pensilvania. Entró en el vestíbulo sin mirar a su alrededor, luego giró a la derecha y se detuvo, apoyado contra una columna, atisbando a través de uno de los grandes ventanales que daban a la avenida. El ambiente era fresco, silencioso, sereno, un santuario perfecto desde donde observar el mundo exterior y, una vez más, Bravo se preguntó si era prudente o estaba paranoico. Permaneció varios minutos junto a la columna observando la llegada de taxis y coches particulares de los que bajaban mujeres elegantes con tacones altos y peinados caros, cargadas de bolsas de compras. Dos hombres de negocios hablaban y fumaban delante de la puerta, y poco después se marcharon. No vio a nadie que le resultase sospechoso, aunque se preguntó si sabía realmente qué era lo que debía buscar.

Salió del edificio por una entrada lateral, caminó una docena de manzanas y finalmente giró en la calle P, donde, una manzana después, llegó a la Trefoil Opticians. El nombre del propietario —Terrence Markand— estaba grabado en el cristal del escaparate con discretas letras doradas. Era una tienda elegante y bien iluminada en un antiguo edificio de piedra rojiza estilo federalista. Mientras el hombre que estaba detrás del mostrador ajustaba un par de gafas de sol a una mujer, Bravo examinó los expositores de monturas de diseño y precios que te dejaban sin aliento. A su espalda, la mujer salió de la tienda. El hombre que estaba detrás del mostrador era alto y flaco, con las mejillas hundidas y la tez del color de un aguacate. Sonrió brevemente a Bravo al tiempo que le preguntaba:

—¿En qué puedo ayudarlo, señor?

—¿Es usted el señor Markand?

—Así es.

La sonrisa se estiró ligeramente.

—Mi nombre es Braverman Shaw —dijo Bravo, y sacó las gafas del bolsillo—. Encontré este par de gafas entre los objetos personales de mi difunto padre. Su nombre figura en ellas, de modo que supongo que usted las hizo para él.

—¿Usted es el hijo de Dexter Shaw? —preguntó Markand con una extraña susceptibilidad—. Leí la noticia de su muerte. Lamento su pérdida.

Bravo tuvo la impresión de que Markand estaba a punto de añadir algo más, luego lo pensó mejor y se mordió el labio.

El asintió a modo de agradecimiento.

—Me pregunto si puede decirme algo acerca de estas gafas.

—¿Qué le gustaría saber?

—La receta, por ejemplo.

Markand no se molestó en examinarlas.

—No puedo hacerlo, porque no fui yo quien preparó los cristales. El señor Shaw habló directamente con el técnico que se encarga de esa clase de trabajos.

Bravo volvió a guardar las gafas.

—Me gustaría hablar con él.

—Ella —lo corrigió Markand—. Me temo que ya no trabaja aquí.

—Entiendo. ¿Y cómo es eso? ¿Hubo algún tipo de problema?

—En absoluto. —Markand se quedó mirando a Bravo un momento con los labios fruncidos—. Ella simplemente recogió sus cosas y se marchó, sin avisar. Los jóvenes no tienen modales, ¿no cree? —Sacudió la cabeza con pesar—. Fue una verdadera lástima, porque era la mejor técnica óptica que he tenido nunca, y llevo treinta años en este negocio. Mire esas gafas, por ejemplo, los cristales han sido trabajados empleando una técnica que yo ni siquiera puedo empezar a adivinar.

—¿Cuándo se marchó? —quiso saber Bravo.

—Hace exactamente diez días. Se fue y ni siquiera se molestó en volver a recoger su sueldo atrasado.

«Diez días —pensó Bravo—. El día después de la muerte de mi padre».

Markand frunció el ceño.

—Pero ella me dejó un sobre, dijo que era para usted. —Sus delicadas manos se apoyaron sobre el cristal del mostrador—. No es mi intención ofenderlo, pero ¿le importaría mostrarme alguna clase de identificación con una fotografía? De ese modo podré estar absolutamente seguro de que es usted quien dice ser.

Bravo le enseñó su permiso de conducir. El óptico asintió, luego abrió un cajón que había debajo del mostrador y sacó un pesado sobre de papel apergaminado, sellado de un modo arcaico con lacre.

Bravo abrió el sobre y encontró un trozo de papel donde una mano femenina había apuntado una dirección. Alzó la vista y sorprendió a Markand observándolo con una sonrisa tensa.

—Buenas noticias, espero.

—Eso es algo que aún debo averiguar —dijo Bravo mientras doblaba el papel y lo guardaba en el bolsillo.

Markand asintió.

—Entonces, señor Shaw, sólo me queda desearle que tenga un buen día.

En el momento en que Bravo abandonó la tienda, Markand se volvió y, con una sensación de vacío en la boca del estómago, regresó a su oficina. Estaba frente al laboratorio donde se pulían los cristales de las gafas y olía a arena y a plásticos calentados, y ahora también a algo más. Donatella estaba repantigada en el sillón giratorio que había detrás del escritorio, sus gruesos labios formando una media sonrisa que hablaba del misterio que atenazaba el corazón de Markand, que ahora latía de prisa y dolorosamente.

—Lo ha hecho bien —dijo ella—. Ha venido a la tienda, tal como usted dijo que haría.

—Mi nieta —dijo el óptico—. Quiero que me la devuelvan.

—Todo a su tiempo —repuso Donatella, y se levantó.

—Si le han hecho daño…

—¿Qué? —Los ojos de Donatella se volvieron inflexibles mientras se acercaba a un costado del escritorio—. ¿Qué hará, Markand? —Se echó a reír cruelmente mientras le palmeaba la mejilla.

El óptico no pudo evitarlo e intentó retroceder de manera involuntaria. Con un rápido movimiento, Donatella lo cogió del cuello.

—Me gustaría decirle que no debe preocuparse, pero, en realidad, tiene mucho de qué preocuparse, Markand. Aún no hemos terminado con usted.

Markand cerró los ojos y gimoteó como un niño.

Donatella, con su rostro a pocos centímetros del suyo, lo sacudió como si fuese un muñeco de trapo hasta que Markand abrió unos ojos como platos. Ella pudo ver el blanco de ambas órbitas y eso la satisfizo enormemente.

—La vida de Ángela está en nuestras manos, lo entiende, ¿verdad?

Markand se estremeció, casi abrumado por la sensación de náusea. Había algo indescriptiblemente ofensivo —maligno incluso— en el hecho de oír el nombre de su única nieta de labios de esa horrenda criatura. Porque era eso lo que Markand había llegado a pensar de ella —considerablemente menos que humana—, una bestia de pesadilla que, junto con su compañero, había irrumpido en su vida y ahora lo mantenía como rehén. Su preparación no significaba nada en ese momento; Ángela era lo único que importaba. Estaba dispuesto a tolerar cualquier humillación o privación, vendería su alma a cualquiera para garantizar la seguridad de su nieta.

—¿Qué quiere que haga ahora? —preguntó con voz ronca.

Donatella puso en su mano un pequeño teléfono móvil al tiempo que le ordenaba:

—Llámelo.

Markand abrió el teléfono y marcó un número.

—Acaba de marcharse —dijo cuando oyó la voz de Rossi—. Por supuesto que sé adonde se dirige ahora, ya se lo he dicho. Sí, estoy seguro.

Podía sentir los ojos de la criatura sobre él como el aliento de una bestia de grandes colmillos, con las fauces abiertas, y se le aflojaron los intestinos.

Bravo, sumido en sus pensamientos, regresó andando al Four Seasons, donde cogió un taxi. Le indicó al conductor que lo llevase a Falls Church, Virginia, al otro lado del Potomac. La dirección anotada en el papel correspondía a una vieja casa de piedra con un pronunciado techo de tejas de madera gris situada en una calle tranquila y arbolada. Un rosal trepador decoraba la valla de tablillas blancas que circundaba el patio exterior, que estaba cubierto por las sombras que proyectaban un peral Bradford de un lado y un arce japonés del otro. Un denso seto de ligustro de poco más de un metro estaba plantado contra los cimientos. Un sendero de lajas con musgo en los bordes discurría entre cuidadas hileras de azaleas podadas hasta una puerta barnizada en un rojo oscuro.

La puerta se abrió antes incluso de que Bravo tuviese oportunidad de tocar el timbre, revelando la presencia de una encantadora joven, delgada y con el pelo color canela recogido en una coleta, lo que realzaba su amplia frente y los grandes ojos grises, ligeramente vueltos hacia arriba en las comisuras.

—¿Sí? —dijo la chica con una voz tensa.

—Soy Bravo Shaw.

—¿Por qué ha tardado tanto? —preguntó ella, apartándose para que entrase.

La esperada y bienvenida corriente de aire fresco no llegó nunca. De hecho, a pesar de las paredes de piedra, el interior de la casa era muy caluroso, y aparentemente no corría aire alguno. Bravo vio un suelo de madera perfectamente lustrado, sin ninguna alfombra, un sofá de una tela nudosa de color ocre oscuro y dos sillones a juego, una mesa baja con el tablero de cristal y las patas de bronce curvas, y un gran hogar de piedra que uno esperaría encontrar en la cabaña de un cazador. Contra una de las paredes había un antiguo bargueño de nogal que exhibía platos y fuentes detrás de unas puertas de cristal, y, en la otra, colgaba una pintura de grandes dimensiones, el retrato en tonos oscuros de una mujer sentada, joven y llamativa, las manos apoyadas débilmente sobre el regazo, la cabeza echada hacia atrás en un gesto casi desafiante, los ojos claros mirando al observador con una peculiar intensidad; en ella había una aura de inminente movimiento, como si fuese una flecha en la cuerda tensa de un arco, a punto de ser lanzada a través de la habitación.

—¿Usted es…?

—Jenny Logan. Yo fui quien fabricó esas gafas siguiendo las instrucciones que me dio su padre.

La blusa gris sin mangas y los tejanos ceñidos a la cadera revelaban su excelente estado físico, a la vez que realzaban sus torneadas piernas. Tenía los hombros cuadrados, los brazos quemados por el sol y la musculatura firme, el cuello largo y elegante. Daba la impresión de ser alguien que examinaba a fondo a todos y todo lo que encontraba a su paso.

—¿Por qué? —preguntó Bravo—. ¿Y por qué quería mi padre que la conociera?

Ella estaba a punto de contestar cuando su cabeza giró hacia un lado y todo su cuerpo se puso en tensión. Bravo, concentrándose, también lo oyó y comenzó a moverse hacia la puerta principal. Pero ella lo detuvo, señalando a dos hombres que bajaban de un sedán oscuro y corrían hacia la casa. En ese momento, un gran estruendo hizo retumbar las paredes cuando la puerta trasera cedió ante la embestida de un ariete.

Capítulo 4

J
ENNY cogió la mano de Bravo y lo llevó a través de la sala de estar, aparentemente hacia la parte posterior de la casa. Pero, una vez en el corredor, levantó una alfombra continua adornada con dibujos, que dejó al descubierto una trampilla en el suelo. Mientras se oían gritos y el resuello de hombres decididos a todo, Jenny levantó la trampilla.

Las voces se acercaban, ásperas y apremiantes, impartiendo órdenes breves; luego oyeron los golpes de pasos en la madera. La casa estaba completamente rodeada. ¿Por quién? Bravo no tenía ni idea, y ése no era el mejor momento para preguntarle a Jenny.

Fue hacia abajo, errando los tres primeros peldaños de una escalera de hierro vertical y sintiendo un doloroso tirón en el hombro derecho. Con un leve gemido recuperó el equilibrio mientras la chica bajaba tras él. Alzó la vista y vio que ella hacía una pausa para volver a colocar la alfombra sobre la trampilla mientras la bajaba en silencio y manipulaba un pesado candado de acero, encerrándolos allí abajo.

Rossi, con la Glock preparada para disparar, siguió a los dos hombres al interior de la casa de Jenny Logan. Un instante después les hizo una seña y dejaron caer el ariete, sacaron sus armas y corrieron a través de la casa. Rossi, por su parte, subió a la planta superior salvando los escalones de tres en tres. Avanzó inspeccionando metódicamente los dos dormitorios y los armarios; era un maestro de la precisión, no alguien que disparaba una arma alocadamente, rociándolo todo de balas con la vana esperanza de dar en el blanco.

Odiaba esa misión y, en particular, odiaba estar en Estados Unidos. Ansiaba regresar a Roma con sus calles bañadas por el sol, la animada charla de amigos y vecinos, la arena de siglos debajo de las uñas. Allí, en Norteamérica, todo era nuevo y reluciente, engullido en cantidades insaciables como si fuese comida rápida, feo en su agresiva novedad. Mientras revisaba los armarios, reflexionó amargamente que para Estados Unidos nunca nada era suficiente, no importaba cuánto tuviese o pudiera llegar a tener. Él percibía con una sensibilidad del Viejo Mundo una especie de histeria que anidaba bajo la piel de cada norteamericano, que no toleraba ningún recurso, ninguna negociación, ningún… ¿cómo les gustaba decir a los norteamericanos? «Lo haremos a mi manera o no lo haremos». ¡Oh, cómo ansiaba estar de regreso en vía dell'Orso, con los olores del ladrillo y el pan recién horneado, mirando furtivamente a las jóvenes de caderas generosas, pechos turgentes y ojos luminosos!

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