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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (41 page)

BOOK: El testamento
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—¿Cómo se encuentra el Santo Padre? —preguntó Jordan.

—El pontífice necesita respiración asistida. Su corazón trabaja con gran esfuerzo y sus pulmones se están llenando lentamente de líquido. Puedo sentir su muerte, Jordan. La muerte se arrastra sobre mi propia carne en su camino hacia él.

Los ojos de Muhlmann se encendieron.

—¡La muerte no se lo llevará, eso puedo jurarlo, eminencia! Estamos haciendo grandes progresos, la Quintaesencia estará en sus manos dentro de pocos días.

—Me complace por su fe y su inquebrantable compromiso, Jordan. No podría haber deseado un aliado mejor. —El cardenal Canesi era un hombre sin ningún atractivo. Tenía las piernas arqueadas, y su cabeza anormalmente grande se asentaba sobre sus hombros sin contar con el beneficio aparente de un cuello—. Es muy amable de su parte dedicar tiempo a visitar al pontífice, a presentarle sus respetos personalmente. Su presencia ha contribuido considerablemente a levantarle el ánimo.

—Por ese hombre yo daría dos veces la vuelta al mundo —dijo Jordan con una reverencia que, en el fondo, le disgustaba.

—Antes de entrar en la habitación debe cubrirse las manos y los pies.

Canesi lo guió a través del pasillo hasta un pequeño vestidor, estrecho y sin ventanas. En un colgador había varias batas de color verde pálido. El cardenal cogió dos, le entregó una a Jordan y él se puso la otra.

En el exterior, grandes multitudes de fieles iban y venían a través de las hectáreas de mármol, sus estúpidos carteles alzados en lo alto para que fuesen captados por las cámaras, sus ojos elevados al cielo mientras sus labios se movían pronunciando una plegaria. Ahí estaba el poder de la fe, pensó Jordan, la manifestación del poder de Canesi. Pero era un poder de otra época, de una época remota; estaba agrietado, erosionado, vacío. De él no quedaba más que la fachada. La niña tullida guiada por su madre, el hombre macilento en una silla de ruedas empujada por su hijo, habían llegado hasta allí junto con todos los demás para ser curados, para ser salvados, pero Jordan sabía la verdad: estaban condenados, igual que Carnesi.

Jordan se apartó de la ventana y su visión de la cámara de los horrores con el corazón frío como una piedra. Él tenía sus propios problemas, y éstos nada tenían que ver con Dios, o siquiera con la fe.

—¿Cuántos han muerto? —dijo Canesi con voz baja y trémula. Y luego, casi de inmediato, añadió—: No, no, por el amor de Dios, no me lo diga, no quiero saberlo.

Jordan sintió que el desprecio estallaba como una granada dentro de él y, de pronto, vio al cardenal tal como era: un hombre anciano que trataba de resolver el angustioso problema de cómo conservar su poder mientras su mundo cambiaba.

—Entonces basta con decir que la Haute Cour ha sido casi totalmente destruida —dijo.

—¡Casi! —exclamó el cardenal Canesi.

—Nos estamos moviendo a la velocidad prevista. —Jordan apretó los dientes ante semejante muestra de hipocresía—. Por supuesto, debe entender que está el problema del rompecabezas creado por Dexter Shaw.

—¡Ah, ahora llegamos al quid de la cuestión!

Mulmann se dio cuenta de cuánto despreciaba a ese hombre. Canesi simbolizaba Roma, una ciudad demasiado poblada, demasiado caótica, demasiado sucia para los gustos refinados de Jordan, y aborrecía sobre todo la atmósfera de invernadero que reinaba en la Ciudad del Vaticano. Todo el poder y la fuerza de la Iglesia católica estaban concentrados allí como la luz del sol a través de una lente de aumento, pero también lo estaba su debilidad esencial. Una ciudad-estado en sí misma, el Vaticano se había mantenido obstinadamente a prudente distancia del resto del mundo. Como consecuencia de ello, existía en una realidad propia, sin relacionarse con sus remotos constituyentes, dolorosamente lenta para reaccionar ante cualquier clase de cambio.

—Dexter Shaw ha sido una espina en nuestro costado durante años —comentó el cardenal Canesi—. A medida que consolidaba su posición dentro de la orden, a medida que concentraba poder, nos creaba cada vez más problemas.

—Y, para nosotros, él quería ser
magister regens
—señaló Jordan—. Ésa es una de las razones por las que lo eliminamos.

—¡No quiero oír esas cosas! —El rostro de Canesi palideció intensamente—. ¿Acaso no he sido suficientemente claro en esta cuestión?

—Lo ha sido, eminencia, pero como ambos sabemos, éstos son tiempos extraordinarios. De modo que confío en que sabrá perdonar mis pequeñas transgresiones.

Canesi hizo un gesto como absolviendo a Jordan de la carga de las pequeñas transgresiones, pero los ojos atentos de Jordan advirtieron que su cuerpo lo traicionaba. El cardenal se removió inquieto, como un pájaro al que se le han erizado las plumas en señal de alarma.

—Sabe cuánto confío en usted, Jordan.

—Por supuesto, excelencia. Y usted sabe cuánto confío yo en sus contactos en esta época de profunda crisis. No se echará atrás, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —dijo el cardenal Canesi acaloradamente—. Al papa le quedan tres días, quizá cuatro, me dijeron los médicos. Están trabajando afanosamente para estabilizarlo, pero, aun cuando lo consigan, sin la Quintaesencia no podrá recuperarse.

Cuando se trataba del cardenal Canesi, Jordan no se hacía ilusiones. Si, por alguna razón, las cosas no resultaban como él deseaba, Canesi buscaría un chivo expiatorio, y Jordan sabía muy bien quién sería.

Como ya había tenido más que suficiente de Canesi, regresó al corredor y cruzó a la suite que ocupaba el papa. Al igual que todas las habitaciones de hospital, ésta olía a enfermedad y a desinfectante. Permaneció allí diez minutos, ya que ése fue todo el tiempo que resistieron las fuerzas del pontífice. El rostro del Santo Padre estaba gris y terriblemente demacrado, pero en sus ojos azules aún quedaba mucha vida. Había ascendido hasta la cumbre de la Iglesia católica hacía ya más de veinte años, y era evidente que aún no estaba dispuesto a renunciar a su poder.

—Soy Arcángela, la abadesa de Santa Marina Maggiore.

La Anacoreta miró a Jenny con sus ojos grises y penetrantes, que sobresalían ligeramente de sus órbitas.

—De modo que tú eres la mujer del Plomero. Eres bonita, ¡pero tan triste!

Sus ojos parecían estar fijos, como los de un búho, de modo que se veía obligada a mover la cabeza de un lado a otro. Era una mujer mayor y muy delgada, con la piel traslúcida como papel de arroz, y resaltaba con fuerza el azul de sus venas en las sienes y el dorso de las manos. Tenía el rostro en forma de lágrima invertida, con una frente amplia y la nariz aguileña. Un costado de la boca estaba ligeramente caído, y Jenny se preguntó si habría sufrido una pequeña embolia hasta que Arcángela avanzó sobre una pierna coja.

—Una vieja herida —dijo la Anacoreta—. Tenía nueve años cuando quedé atrapada en el
acqua alta
. Resbalé y caí al agua, y mi pierna quedó aplastada entre un pilote y el casco de una embarcación. Mis padres dijeron que fui imprudente y, peor aún, estúpida, por haber estado en borde del
fondamenta
durante la inundación, pero me encantaba observar cómo subía el nivel del agua, porque en aquellos tiempos adquiría el color del vino… o la sangre.

Tenía la boca ancha, con unos labios expresivos que aparentemente se movían de forma espontánea.

—¿Has pedido verme?

—Sí —dijo Jenny—. ¿Puedo entrar para que hablemos en privado?

—No, no puedes —repuso Arcángela—, sobre todo porque no hay ninguna manera de entrar o salir de mi celda.

—¿Qué? —Jenny estaba sorprendida—. ¿No me dirá que la mantienen prisionera, como hacían con los anacoretas en tiempos medievales?

La abadesa sonrió, una lenta, burlona y maravillosa sonrisa que tuvo el efecto de tranquilizar a Jenny.

—Así es. He sido emparedada por mi propia voluntad porque, como todos los anacoretas, la profundidad de mi fe en Jesucristo me ha obligado a rechazar el mundo y a vivir aquí en completo aislamiento. En lo que concierne al mundo que se extiende fuera de los muros de este convento, estoy muerta. El padre Mosto se encargó de los últimos ritos justo antes de quedar encerrada aquí. Eso fue hace treinta años. —Se volvió y señaló con la mano—. Mira allí, las otras dos ventanas de mi celda. Esta, a la izquierda, mira hacia el altar de la iglesia de l'Angelo Nicolò, y la que está a la derecha es la que se utiliza para alimentarme y donde coloco el orinal cuando está lleno.

Jenny se sintió aterrada por la descripción.

—¿Quiere decir que no ha visto el cielo en treinta años?

—¿Por qué haría tal cosa?, te estarás preguntando. Seguramente piensas que vivo un verdadero infierno. —Los ojos pálidos de Arcángela estaban iluminados por un fuego interno—. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí. —Jenny, abrumada, apenas si pudo susurrar la palabra.

—Bueno, no se trata solamente de una cuestión de fe —dijo la Anacoreta—. Una fe así no se diferencia de la locura.

La abadesa se acercó y Jenny pudo olería: un olor rancio, amargo, animal. Así era cómo debían de oler los seres humanos en la época de Casanova, pensó Jenny.

—No te has echado hacia atrás. Bueno, eso ya es algo —dijo Arcángela—. Estoy aquí, he estado aquí durante treinta años para hacer penitencia, para pagar por las transgresiones que mis pupilas cometen todos los días de su vida.

—Pero sus pupilas son monjas —repuso Jenny—. ¿Qué clase de transgresiones podrían cometer?

Arcángela señaló a Jenny y se dirigió a la hermana.

—Mírela, sor Maffia di Albori. ¡Vestida como nuestra santa Marina!

Jenny parpadeó.

—¿Perdón?

Arcángela alzó un dedo nudoso.

—Santa Marina, siglo VIII, de la provincia Bitinia de Asia Menor. —Asintió—. Igual que tú, ella se vestía como un hombre (en su caso, el hábito de un monje), y vivió entre hombres toda su vida. En 1230 trajimos aquí sus restos, cuando fundamos este convento en su nombre, de modo que pudiésemos caminar entre los hombres, hablar con ellos, y progresar así en la obra de nuestra orden.

—¿La orden?

Las cejas de la abadesa se alzaron súbitamente como una liberación de energía o el comienzo de una idea.

—Ah, sor Maffia di Albori, la muchacha ha comenzado a establecer las conexiones, a unir las pistas que le hemos estado suministrando pacientemente.

Los dedos de Jenny aferraron los barrotes de la celda de la Anacoreta.

—¿Ustedes son miembros de la Orden de los Observantes Gnósticos?

—Igual que tú —dijo sor Maffia di Albori, a su lado.

—Pero me dijeron que…

—Que la orden no aceptaba mujeres —Arcángela acabó la frase por ella—. Y ahora conoces la verdad. Desde el día de la fundación de Santa Marina Maggiore, nuestras pupilas han vestido hábitos de monje para salir de este santuario al mundo exterior. De este modo podíamos hacer tratos con nobles, negociar con los comerciantes, reunir conocimientos para el dux y también para nosotras. Fuimos nosotras quienes promovimos el camino de Venecia en el mundo, fue a través de nuestros contactos en el Levante que la República Serena consiguió hacerse rica y poderosa.

—Y ustedes con ella —dijo Jenny.

El rostro de Arcángela se ensombreció.

—Ah, ahora hablas como los hombres de la orden.

—Oh, no, sólo estaba recordando el comentario de Bravo, que dijo que el convento había aportado los fondos para la restauración de la iglesia en el siglo xiv.

—Y cuán convenientemente ha sido oscurecida nuestra generosidad a lo largo de los siglos por la envidia de algunos de los miembros de la Haute Cour (incluido el difunto padre Mosto) que quieren disolvernos y despojarnos de nuestro poder. Y todo porque me atreví a pedir representación en el círculo interno.

—Pero usted debería ser parte de la Haute Cour —dijo Jenny.

—Tú lo crees… y también lo creía el Plomero. Fue él quien nos defendió, fue él quien, cuando los demás lo hicieron callar a gritos, vino en nuestra ayuda sin que nadie más lo supiese.

Eso era propio de Dexter, pensó Jenny con los ojos llenos de lágrimas.

—No tenemos nada propio, si no fuese así, ¿por qué habríamos necesitado la ayuda del Plomero? —dijo Arcángela—. Jamás nos hemos apartado de los principios de pobreza establecidos por san Francisco para los observantes. Por supuesto, en ocasiones la riqueza llegó hasta nosotras en muchas formas diferentes. Pero siempre fue empleada para ayudar a los demás, para el progreso de la orden. Nuestra lealtad es incuestionable.

Su dedo índice volvió a alzarse.

—Y el trabajo por el que somos difamadas es muy peligroso. Cuando, en 1301, la primera de nuestras pupilas fue asesinada en Trebisonda durante una misión de la máxima importancia, Santa Marina Maggiore sufrió un cambio profundo. El día que nuestra hermana en Cristo fue traída nuevamente aquí desde Trebisonda, la entonces abadesa, sor Paula Grimani, juró que se convertiría en anacoreta como castigo. Tres días más tarde, el obispo de Torcello llegó al convento para administrarle los últimos ritos, y la primera de nuestras abadesas fue emparedada. Esa penitencia se ha vuelto perpetua.

Jenny meneó la cabeza.

—Pero se condenan a un infierno en vida.

—¿Es que no entiendes el significado de la penitencia? —preguntó la Anacoreta—. Tal vez debería dejar de fumar o renunciar a las pasas. ¿Crees que esa privación sería adecuada por la pérdida de una vida?

—Por supuesto que no, pero podrían haber abandonado lo que hacían. Podría haberles ordenado a sus pupilas que regresaran aquí y no volviesen a salir del convento.

—Sí, podría haber hecho eso —dijo Arcángela—, pero entonces no habría sido la persona adecuada para ser abadesa. Entonces nuestra colección de secretos hubiese sido destruida hace siglos, y ése habría sido el fin de la orden.

—De modo que ustedes hicieron la mayor parte del trabajo y los monjes se atribuyeron el mérito.

—No fue tan simple como eso. Los monjes siempre se mostraron muy activos, pero no piensan como nosotras, ¿verdad? —dijo Arcángela—. Y tampoco tienen acceso a nuestros recursos. Verás, durante siglos las prostitutas de Venecia venían aquí a rezar, a buscar penitencia, y a que la Virgen María las perdonase por sus pecados. —Meneó la cabeza—. Muchas de ellas están más cerca de Dios que los llamados ciudadanos legítimos de la ciudad.

Arcángela se movió un poco más hacia la luz, lo que no hizo sino acentuar las hondonadas talladas en su rostro.

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