—Por supuesto —dijo Dita. Eso nadie lo haría.
—Y tú? —preguntó Falene, riéndose.
—Yo no tuve esa opción —contestó Dita. Me tuve que abrir camino a fuerza de talento.
—Pobrecita —dijo Falene.
En los Estudios LoddStone, Bobby Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart se encontraban reunidos en el despacho de Elí Marrion. Bantz estaba furioso.
—Ese idiota nos pega a todos un susto de muerte y después va y se suicida.
—Melo —le dijo Marrion a Stuart, supongo que ahora tu clienta volverá al trabajo.
—Naturalmente —contestó Melo.
—¿No plantea ulteriores exigencias y no necesita otros alicientes adicionales? —preguntó Marrion en un pausado y mortífero susurro.
Melo Stuart se percató por primera vez de la furia asesina que ardía en el interior de Marrion.
—No —contestó Melo. Puede empezar a trabajar mañana mismo.
—Estupendo —dijo Deere. Es posible que todavía podamos mantener el presupuesto.
—A ver si os calláis de una vez y me escucháis con atención —dijo Marrion.
Aquella insólita grosería tan impropia de él los hizo enmudecer a todos de golpe.
Marrion habló con su voz agradable y tranquila, pero a nadie le cupo la menor duda de que su cólera estaba a punto de estallar.
—Skippy, ¿qué coño nos importa que la película no rebase el presupuesto? Ya no somos propietarios de la película. Nos entró miedo y cometimos un estúpido error. Todos nosotros somos culpables. No somos propietarios de esta película. El propietario es un intruso.
Skippy Deere trató de interrumpirle.
—La LoddStone ganará una fortuna con la distríbucíón, y tú percibirás un porcentaje sobre los beneficios. Sigue siendo un negocio estupendo.
—Pero De Lena ganará mucho más dinero que nosotros —dijo Bantz, y eso no es justo.
—El caso es que ese De Lena no ha hecho nada para resolver el problema —dijo Marrion. Estoy seguro de que tiene que haber alguna base legal para que los estudios puedan recuperar la película.
—Es verdad —dijo Bantz, que se vaya a la mierda. Lo llevaremos a los tribunales.
—Primero lo amenazamos con presentar una querella —dijo Marrion, y después llegamos a un acuerdo con él. Le devolvemos su dinero y el diez por ciento de los béneficios brutos convenidos.
Deere soltó una carcajada.
—Elí; Molly Flanders no permitirá que acepte vuestro trato.
—Negociaremos directamente con De Lena —dijo Marrion. Creo que lo podré convencer Hizo una breve pausa. Lo llamé en cuanto recibí la noticia. Dentro de poco se reunirá con nosotros. Todos, sabemos que sus antecedentes son bastante confusos, así que ese suicidio le viene como anillo al dedo y no creo que le interese demasiado la publicidad de un juicio.
Cross de Lena, en su suite del último piso del hotel Xanadú, leyó la información de la prensa sobre la muerte de Skannet. Todo había salido a pedir de boca. Era un claro caso de suicidio y las dos notas de despedida que se habían encontrado junto con el cadáver no dejaban el menor resquicio de duda. No había muchas posibilidades de que los expertos en grafología descubrieran la falsificación pues Boz Skannet no había dejado mucha correspondencia, y Leonard Sossa era muy bueno. Las esposas y los grilletes se habían dejado deliberadamente flojas para que no dejaran señales. Lia Vazzi era un experto.
Cross ya esperaba la primera llamada que recibió. Giorgio Clericuzio lo convocaba a la mansión de la familia en Quogue. Cross jamás se había llamado a engaño, pensando que los Clericuzio no descubrirían lo que estaba haciendo.
La segunda llamada fue de Elí Marrion, quien le rogaba que fuera a verle a Los Ángeles sin su abogada. Cross se mostró de acuerdo, pero antes de abandonar Las Vegas llamó a Molly Flanders y le comentó la llamada telefónica de Marrion. Molly se puso furiosa.
—Son unos hijos de puta —dijo. Te recogeré en el aeropuerto e iremos juntos. Nunca le des ni los buenos días al jefe de unos estudios sin tener contigo a un abogado.
Cuando ambos entraron en el despacho de Elí Marrion en la LoddStone se dieron cuenta de que había problemas. Los cuatro hombres que los esperaban ofrecían el siniestro y truculento aspecto propio de unos sujetos a punto de cometer un acto de violencia.
—He decidido venir con mi abogada —le dijo Cross a Marrion. Espero que no le importe.
—Como quiera —dijo Marrion. Simplemente quería evitarle una posible situación embarazosa.
—Eso estará pero que muy bien —dijo Molly Flanders con la cara muy seria. Tú quieres recuperar la película, pero nuestro contrato es totalmente válido.
—Muy cierto —dijo Marrion, pero vamos a apelar al sentido del juego limpio de Cross. No hizo nada por resolver el problema, en tanto que la LoddStone ha invertido mucho tiempo, dinero y talento creativo, sin los cuales la película no hubiera sido posible. Cross recuperará su dinero y percibirá el diez por ciento de los beneficios brutos convenidos; y además seremos generosos en la determinación de los ajustes. No correrá ningún riesgo.
—Ya ha sobrevivido al riesgo replicó Molly. Tu ofrecimiento es un insulto.
—Pues entonces tendremos que ir a juicio —dijo Marrion. Cross, estoy seguro de que eso será tan desagradable para usted como para mí.
Miró a Cross con una amable sonrisa que confirió un áire angelical a su rostro de gorila.
—Elí —dijo Molly sin apenas poder contener su enojo, tú vas a juicio y prestas declaración veinte veces al año porque siempre te inventas tonterías de este tipo. Volviéndose hacia Cross, añadió: —Nos vamos.
Pero Cross sabía que no podía permitirse el lujo de afrontar un proceso judicial. la adquisición de la película, seguida de la oportuna muerte de Skannet, sería objeto de un minucioso examen. Desenterrarían todo lo que pudieran sobre sus antecedentes, y con sus comentarios lo convertirían en una figura demasiado pública, cosa que el viejo Don jamás toleraba, y no cabía duda de que Marrion lo sabía muy bien.
—Quedémonos un momento —le dijo Cross a Molly. Después se volvió hacia Marrion, Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart. Si un jugador viene a mi hotel, hace una apuesta arriesgada y gana, yo le pago religiosamente lo que ha ganado. No le digo que le pagaré la mitad. Eso es lo que ustedes pretenden hacer aquí conmigo, caballeros. ¿Por qué no reconsideran por tanto su decisión?
—Esto es un negocio, no un juego de azar —replicó despectivamente Bantz.
—Va usted a ganar como mínimo diez millones de dólares con su inversión —le dijo Melo Stuart a Cross en tono apaciguador. Supongo que eso sí le parecerá justo.
—Y además sin hacer nada —terció Bantz.
Sólo Skippy Deere parecía estar del lado de Cross.
—Cross, tú te mereces más, pero lo que ellos te ofrecen es mucho mejor que una disputa ante los tribunales, con el riesgo de perderla. Acepta el ofrecimiento, y tú y y yo seguiremos haciendo negocios al margen de los estudios. Te prometo que llegaremos a un acuerdo.
Cross sabía que le convenía no adoptar una actitud amenazadora. Esbozó una resignada sonrisa.
—Es posible que tengas razón —dijo. Quiero seguir en la industria cinematográfica y mantener buenas relaciones con todo el mundo. Diez millones de beneficios no me parecen un mal comienzo. Molly, encárguese de los papeles. Y ahora, si ustedes me disculpan, tengo que tomar un avión añadió, abandonando la estancia seguido de Molly.
—Podemos ganar el juicio —le dijo Molly.
—No quiero ir a juicio —contestó Cross. Cierre el trato. Molly lo estudió detenidamente.
—Muy bien —dijo, pero le conseguiré más de un diez por ciento.
Cuando Cross llegó al día siguiente a la mansión de Quogue, Don Domenico Clericuzio, sus hijos Giorgio, Vincent y Petie y su nieto Dante lo estaban esperando. Almorzaron en el jardín a base de jamones y quesos italianos, un enorme cuenco de madera de ensalada y largas y crujientes barras de pan italiano. No faltaba el cuenco de queso rallado para la cuchara del Don. Mientras comían, el Don le dijo a Cross como el que no quiere la cosa.
—Croccifixio; tenemos entendido que has entrado en la industria cinematográfica.
Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino tinto y después tomó una cucharada de queso parmesano rallado.
—Sí —dijo Cross.
—¿Es cierto que utilizaste algunas de tus acciones en el Xanadú para financiar una película?
—Tengo derécho a hacerlo —contestó Cross. Al fin y al cabo soy vuestro bruglione del Oeste añadió, soltando una carcajada.
—El bruglione tiene razón —dijo Dante.
El Don miró con expresión de reproche a su nieto y le dijo a Cross:
—Te has lanzado a un asunto muy serio sin consultarlo con la familia. No pediste nuestro consejo, pero sobre todo llevaste a cabo una acción violenta que hubiera podido tener repercusiones oficiales muy graves. Aquí la regla está muy clara, tienes que contar con nuestro consentimiento o actuar por tu cuenta y riesgo y arrastrar las consecuencias.
—Y has utilizado los recursos de la familia —dijo severamente Giorgio. El pabellón de caza de la Sierra, y a Lia Vazzi, Leonard Sossa y Pollard, con su agencia de seguridad. Ya sabemos que son tu gente del Oeste, pero también son recursos de la familia. Por suerte todo ha salido a la perfección, pero ¿y si no hubiera salido? Todos hubiéramos corrido peligro.
—Todo eso él ya lo sabe —dijo el Don con impaciencia. La pregunta es ¿por qué? Sobrino, años atrás pediste no intervenir en esa parte del necesario trabajo que algunos hombres tienen que hacer. Yo accedí a tu petición, a pesar del valor que tú tenías para mí, y ahora lo haces en tu propio beneficio. Eso no es propio del querido sobrino que yo siempre he conocido.
Cross comprendió entonces que el Don quería mostrarse comprensivo con él pero no podía decirle la verdad, no podía decirle que había sucumbido a la belleza de Athena. No hubiera sido una explicación razonable. Más bien hubiera sido un insulto, probablemente de fatales consecuencias. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser más imperdonable que anteponer la atracción hacia una mujer desconocida a su lealtad a la familia Clericuzio?
—Vi la oportunidad de ganar un montón de dinero —dijo con suma cautela. Vi la ocasión de entrar en un nuevo negocio, para mí y para la familia. Un negocio que se hubiera podido utilizar para blanquear dinero negro, pero tenía que actuar con rapidez. Es evidente que no pensaba mantenerlo en secreto, y prueba de elIo es que utilicé unos recursos de la familia, y vosotros no hubierais tenido más remedio que enteraros. Quería acudir a usted cuando todo estuviera hecho.
El Don lo miró sonriendo y le preguntó con dulzura:
—¿Y ya está todo hecho?
Cross intuyó de inmediato que el Don estaba al corriente de todo.
—Hay otro problema —contestó, exponiendo el nuevo trato que había cerrado con Marrion. Se llevó una sorpresa al ver que el Don soltaba una sonora carcajada.
—Has hecho justo lo más acertado —dijo el Don. Un juicio hubiera podido ser un desastre. Deja que disfruten de su victoria, aunque menudos bribones están hechos. Me alegro de que siempre nos hayamos mantenido al margen de ese negocio. Guardó silencio un instante. Por lo menos te has ganado tus diez millones. Es una bonita cantidad.
—No —dijo Cross. Cinco para mí y cinco para la familia, eso está claro. Creo que no tenemos por qué darnos por vencidos tan fácilmente. Tengo unos planes, pero necesito la ayuda de la familia.
—En tal caso tenemos que discutir una participación mejor —dijo Giorgio.
Era como Bantz
, —pensó Cross, siempre pidiendo más. El Don lo interrumpió con impaciencia.
—Primero atraparemos el conejo y después lo repartiremos. Cuentas con la bendición de la familia. Pero una cosa: Plena discusión sobre todas las acciones drásticas que se emprendan. ¿Entendido, sobrino?
—Sí, —contestó Cross.
Lanzó un suspiro de alivio cuando abandonó Quogue; el Don le había manifestado su aprecio.
A sus ochenta y tantos años, Don Domenico Clericuzio seguía dirigiendo su imperio, un mundo que él había creado con gran esfuerzo y a un alto precio, y que por tanto creía haber ganado en buena ley.
A una venerable edad en la que casi todos los hombres se obsesionaban con los pecados inevitablemente cometidos, las añoranzas de los sueños perdidos e incluso las dudas sobre su honradez, el Don seguía tan inamoviblemente convencido de su virtud como a los catorce años.
Don Clericuzio era estricto en sus creencias y en sus juicios. Dios había creado un mundo muy peligroso y la humanidad lo había hecho todavía más peligroso. El mundo de Dios era una prisión en la cual el hombre se tenía que ganar el pan de cada día, y su prójimo era una bestia carnívora y despiadada. Don Clericuzio se enorgullecía de haber conservado sanos y salvos a sus seres queridos a lo largo de su viaje por la vida.
Y se alegraba de que a su avanzada edad tuviera el poder de condenar a muerte a sus enemigos. Los perdonaba, ciertamente. ¿Acaso no era un cristiano que tenía una capilla privada en su propia casa? pero perdonaba a sus enemigos tal como Dios perdonaba a todos los hombres sin dejar por ello de condenarlos a una inevitable extinción.
Don Clericuzio era venerado en el mundo que él había creado. Los miembros de su familia, las miles de personas que vivían en el Enclave del Bronx, los bruglioni que gobernaban sus territorios y le confiaban su dinero, todos recurrían a él cuando se metían en algún problema con la sociedad convencional. Sabían que el Don era justo, que en caso de necesidad, enfermedad o cualquier otra adversidad, podían acudir a él en la certeza de que los libraría de sus desgracias. Y por eso lo amaban.
Pero el Don sabía que el amor no era un sentimiento muy de fiar, por muy profundo que fuera. El amor no garantizaba la gratitud ni la obediencia, no era una fuente de armonía en un mundo tan difícil como el suyo, y eso nadie lo sabía mejor que él. Para inspirar verdadero amor, uno tenía que ser temido. El amor por sí solo era despreciable, no era nada si no incluía también la confianza y la obediencia. De qué le servía a él el amor si los demás no reconocían su autoridad?
Él era el responsable de sus vidas, él era la raíz de su bienandanza y por tanto no podía vacilar en el cumplimiento de su deber. Tenía que ser severo en sus juicios. Si un hombre lo traicionaba, si un hombre causaba algún daño a la integridad de su mundo, tenía que ser castigado y refrenado; aunque ello significara una condena a muerte. No podía haber ninguna excusa, circunstancia atenuante o petición de clemencia. Lo que se tenía que hacer, se tenía que hacer. Su hijo Giorgio lo había llamado una vez anticuado, y él reconocía que no podía ser de otra manera.