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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (10 page)

BOOK: El último merovingio
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Ésta es una solicitud conforme a la Ley de Libertad de Información (código 551, según la enmienda) para pedir toda la información de que ustedes dispongan sobre el 143.° Grupo Aéreo Quirúrgico…

El Zángano llevó la solicitud a la zona de los expedientes y regresó unos minutos después con una carpeta delgada y el impreso que daba cuenta de la circunstancia de que «se había preguntado sobre material confidencial Andrómeda». Igual que había hecho la vez anterior, Dunphy fue respondiendo las pocas preguntas del formulario.

Asunto: 143.a Grupo Aéreo Quirúrgico Solicitante: Edward Piper ARI: Jack Dunphy Fecha: 1 de marzo de 1999 Enlace: R. White

Luego se lo devolvió al Zángano.

El expediente contenía un recorte de periódico y una ficha de quince por veinte centímetros. Dunphy examinó la ficha que, como suponía, contenía la misma advertencia que había leído en el expediente de Schidlof:

Este material es confidencial de tipo Andrómeda, Programa de Acceso Especial cuyo contenido ha sido transferido, parcial o totalmente, al Registro MK-IMAGE de la empresa Monarch Assurance (Alpenstrasse, 15, Zug, Suiza) (véanse referencias al dorso). Informen de cualquier investigación concerniente a este expediente a Personal de Investigación de Seguridad en la Oficina del Director (despacho 404).

En la otra cara de la ficha, Dunphy encontró las siguientes referencias:

Optical Magick Inc.
Censo bovino (Nuevo México)
Censo bovino (Colorado)
Alien Dulles Cari Jung

En realidad no había nada nuevo, excepto las referencias a los censos bovinos. Dunphy se extrañó. ¿Para qué querría la Agencia contar vacas? Dejó la ficha y dirigió la atención al recorte de periódico. Era una fotografía de boda, de esas que suelen verse en los periódicos locales. Ésta procedía del Roswell Daily Record, tenía fecha del 17 de junio de 1987 y mostraba a una pareja feliz. En los contrayentes no se notaba nada raro excepto, quizá, la chalina que llevaba el novio. Dunphy examinó el recorte con más detenimiento. Aquel hombre le resultaba vagamente conocido. Empezó a leer:

El señor Ulric Varange y su esposa, vecinos de Los Álamos, tienen el placer de anunciarles la boda de su hija Isolde con el señor Michael Rhinegold, de Knoxville (Tennessee).

La señorita Varange acabó sus estudios en 1985 en la Escuela de Enfermería de la Universidad del Estado de Arizona.

El señor Rhinegold se graduó cum laude en la Universidad Bob Jones en 1984.

Tanto la novia como el novio son empleados civiles del 143.° Grupo Aéreo Quirúrgico.

Tienen intención de pasar la luna de miel en Suiza.

La tercera solicitud de Dunphy pidiendo información sobre Optical Magick Inc. también dio lugar a la advertencia de costumbre acompañada de los artículos de constitución de la empresa. Debido a un aparente error, se había incluido un pequeño montón de recortes de periódico sobre avistamientos de ovnis en diferentes partes del país. Dunphy echó una breve ojeada a los artículos, algunos de los cuales eran bastante antiguos, pero no le dijeron nada nuevo. En su mayor parte se trataba de informes de incidentes en Nuevo México, Washington, Michigan y Florida.

Al volver a fijar la atención en las escrituras de constitución de la empresa, vio que Optical Magick tenía su sede en Delaware y que se había creado en la primavera de 1947. Jean DeMenil, de Bellingham (Washington), figuraba como presidente y titular de la compañía. El resto no era más que puro formulismo.

En las semanas siguientes, Edward Piper cursó solicitudes acerca de Cari Jung y de los censos bovinos de Nuevo México y Colorado. Dunphy se encargó de mezclar dichas solicitudes con otras auténticas que habían enviado otras personas: esposas que querían información sobre maridos desaparecidos (sospechaban que habían sido agentes de la CÍA), investigadores del asesinato de Kennedy que buscaban algo extraño entre los acontecimientos que tuvieron lugar en Dealey Plaza, geólogos que solicitaban fotografías de satélite de algunas regiones remotas y oscuras, historiadores que buscaban pruebas de traición en las altas esferas y un alarmante número de personas que afirmaban ser víctimas de algo llamado «control mental». Dunphy le entregaba todas las solicitudes que llegaban a su mesa al Zángano, quien al parecer nunca se fijó en el alto número de requerimientos sobre material confidencial de tipo Andrómeda que le presentaba, y le hacía todas las copias que necesitaba.

En conjunto, la pequeña operación que Dunphy se había propuesto llevar a cabo iba como la seda, pero aun así los resultados obtenidos eran bastante pobres. En el expediente de Jung no había más que recortes de periódico y una advertencia en la ficha de quince por veinte, que iba acompañada de un puñado de refe­rencias que Dunphy ya había identificado. Los expedientes de los censos bovinos resultaron ser igualmente decepcionantes. Ambos contenían catálogos de una casa de suministros quirúrgicos con sede en Chicago («otro error de archivo», supuso Dunphy), otra de aquellas fichas de quince por veinte y nada más. Era realmente frustrante.

No obstante, la frustración de Dunphy se trocó en aprensión cuando regresó al despacho del pasillo B y encontró una nota sobre su escritorio.

PARA: J. Dunphy.

DE: Personal de Investigación de Seguridad

MENSAJE: Preséntese en el despacho 404.

Dunphy le entregó la nota a un guarda de seguridad ataviado con uniforme negro que se encontraba sentado ante una mesa pequeña justo al lado de las puertas de vidrio del despacho 404. El guardia anotó el nombre de Dunphy en un registro, tiró la nota a una papelera situada en un rincón, en la que se leía la palabra «QUEMAR», y le indicó con un gesto la puerta de madera maciza que se veía al fondo de la antecámara.

—El señor Matta lo está esperando.

La puerta se abrió con un chasquido metálico cuando se aproximó Dunphy, y éste comprobó con sorpresa que lo que parecía madera de roble era en realidad acero de casi ocho centímetros de grosor. Entró y la puerta se cerró automáticamente a su espalda.

Transcurrieron unos instantes antes de que a Dunphy se le acostumbraran los ojos a la luz, y en ese momento tuvo la impresión de que acababa de entrar en un catálogo de Ralph Lauren. Las luces fluorescentes que se veían por todas partes en el cuartel general se habían sustituido allí por lámparas de pie con pantalla de pergamino y bombillas incandescentes. Las paredes de la habitación estaban forradas de paneles de pino blanco y repletas de estanterías con libros encuadernados en piel. Cerca de donde él se encontraba, el fuego ardía con luz mortecina en una chimenea de madera tallada, sobre la cual colgaba un óleo oscuro que representaba a dos pastores de aspecto desamparado ante una tumba. Al fondo de la habitación, una máquina de escribir Remington, una verdadera antigüedad, descansaba sobre un escritorio de roble profusamente trabajado. Alfombras persas y de Azerbaiján cubrían parcialmente el suelo de madera, y en el aire flotaba el aroma de leña ardiendo.

—Señor Dunphy. —La voz lo sobresaltó, y Dunphy advirtió entonces la presencia de un hombre que se hallaba de pie junto a la ventana, de espaldas a él, contemplando el paisaje de Virginia—. Tome asiento, por favor.

Acto seguido el hombre dio media vuelta y se dirigió al escritorio.

Dunphy se instaló en un sillón de orejas tapizado de cuero y cruzó las piernas. El hombre que tenía delante era un anciano canoso y adusto. Iba vestido de manera impecable, con un traje que Dunphy calculó que debía costar unos mil dólares y unos zapatos hechos a mano; irradiaba cortesía, autoridad y poder eco­nómico. Por primera vez Dunphy notó que en la habitación hacía mucho calor, tanto que resultaba incómodo.

El hombre sonrió débilmente.

—Tenemos un grave problema, Jack.

—Lamento oír eso, señor Matta.

—Llámeme Harold.

—Muy bien… Harold.

—Como probablemente habrá supuesto, estoy al mando del Personal de Investigación de Seguridad. —Dunphy asintió—. Así que he pensado que usted y yo podríamos mantener una conversación sobre el señor Piper. Edward Piper. ¿Le suena?

Dunphy apretó los labios, frunció el ceño y por último negó con la cabeza.

—Pues no —repuso.

—Bien. Permítame que le refresque la memoria: ha presentado varias solicitudes de información.

Dunphy asintió y trató de poner una expresión neutra, lo cual no le resultaba nada fácil, ya que el corazón le saltaba dentro de las costillas.

—Si usted lo dice, debe de ser así.

—Lo digo.

Dunphy arrugó la frente y emitió un gruñido.

—Comprendo. Y… eh… supongo que deben de haberme asignado a mí alguna de esas solicitudes.

—En efecto.

—¿Y… qué? ¿Tal vez he entregado más información de la debida o…?

—No. ¡Nada de eso! Sólo se trataba de unos cuantos recortes de periódico, y de un par de artículos de revista. Nada que no fuera del dominio público.

Dunphy se rascó la cabeza y sonrió.

—Entonces… no veo cuál es el problema.

—Pues el problema es… o mejor dicho, el problema empieza con el hecho de que probablemente el señor Piper no exista en realidad.

—Ah, ya. —A Dunphy se le aceleró la respiración mientras el silencio se iba haciendo más evidente entre ambos—. ¿Entonces usted cree…?

—Que es una invención.

—Comprendo—dijo Dunphy—. Pero… bueno, en realidad… entiendo lo que usted me cuenta, pero no acierto a ver cuál es el problema. Lo que quiero decir es que supongo que a lo que usted se refiere es a que le he entregado muy poca información a… bueno, en realidad, a nadie.

Matta se quedó observando a Dunphy en silencio mientras llenaba una pipa de tabaco y lo apretaba convenientemente con el dedo pulgar.

—La dirección del señor Piper es un apartado de correos, una sucursal de Parcel Plus en Great Falls.

—¡Vaya! —exclamó Dunphy.

—Pero lo más interesante de todo, y una de las cosas que verdaderamente nos preocupan, es que nunca recoge la correspondencia.

Dunphy tragó saliva.

—Bromea.

—¡En serio! Es como si no le interesase la respuesta, lo cual resulta bastante raro, quiero decir que, después de redactar todas esas solicitudes de información, uno pensaría… ¿qué pensaría usted, Jack?

—¿Sobre qué?

—Sobre la falta de interés del señor Piper.

—Pues no sé… ¡A lo mejor está muerto y otra persona está utilizando su nombre!

Matta le dio unas cuantas caladas a la pipa con aire pensativo.

—Esa hipótesis es una verdadera estupidez, Jack —declaró finalmente—. Y además, no explicaría nada. La cuestión es… ¿por qué iba alguien a mandar todas esas solicitudes de información si resulta que no le interesa la respuesta que nosotros le demos?

—No lo sé —contestó Dunphy—. Realmente es todo un enigma.

Empezaba a dejarse llevar por el pánico.

—¡Como mínimo! ¡Como mínimo es un enigma! En realidad, es aún más curioso.

—¿Ah, sí? —La voz le sonaba muy aguda y demasiado fuerte.

—Sí. Aunque al parecer usted no lo recuerda, el hecho es que hasta la fecha el señor Piper ha enviado seis solicitudes de información, y todas ellas podrían haber ido a parar a cualquiera de los once agentes encargados de revisar la información trabajan hay en el cuartel general. ¡Pero lo increíble es que todas esas solicitudes se las han entregado precisamente a usted! Dígame, ¿tiene idea de cuántas probabilidades existen de que ocurra algo así?

—No —respondió Dunphy.

—Yo tampoco —convino Matta, al tiempo que aspiraba el humo de la pipa—. No obstante, yo diría que el número de probabilidades es muy bajo, ¿no le parece?

—Supongo, pero…

—Realmente bajo —le interrumpió Matta.

—Estoy seguro de que tiene usted razón, pero… bueno, no sé qué decir. No tengo nada que ver con las solicitudes que recibo. Me las envían desde… no sé de dónde proceden exactamente. Vienen de arriba.

—Bueno, en realidad, no de tan arriba. Se las envía el señor White.

—Bien, pues proceden del señor White.

—Con quien, según tengo entendido, comparte usted casa, lo cual es otra extraordinaria coincidencia.

Por primera vez Dunphy se fijó en que se oía el tictac de un reloj situado en el otro extremo de la habitación. Se trataba de un reloj muy ruidoso, o eso le pareció cuando el silencio acabó por invadir la estancia.

Finalmente Dunphy acertó a decir:

—Un momento. ¿Se refiere usted a… Roscoe?

—Sí.

Dunphy soltó una risita ahogada.

—¡De modo que eso es lo que hace!

—Eh… sí, eso es precisamente lo que hace. Supongo que nunca ha comentado con el señor White nada que tenga que ver con el señor Piper.

—No, claro que no. Nunca hablamos de trabajo.

Matta carraspeó y se inclinó hacia adelante.

—Eso es muy encomiable, Jack. Pero… ¿sabe qué? No me lo creo.

Dunphy apretó la mandíbula. No le gustaba que lo llamaran mentiroso, sobre todo cuando era verdad.

—Pues lamento oír eso —dijo.

Matta metió la mano en el cajón del escritorio y sacó una carpeta. Sin pronunciar palabra, la empujó hacia Dunphy por encima de la mesa.

Éste cogió el expediente y lo abrió. Un puñado de fotografías satinadas le cayeron sobre las piernas. Las examinó. Todas ellas tenían el sello de MK-IMAGE. Todas estaban numeradas y parecían la misma fotografía: primeros planos de los ojos de un hombre con una pequeña regla vertical superpuesta sobre las pupilas. Dunphy frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Usted salió airoso de la prueba del polígrafo —le recordó Matta.

—En efecto.

—Bueno… pues lo mismo hizo Aldrich Ames.

Dunphy soltó un bufido. A Ames lo habían condenado a cadena perpetua por espiar a la CÍA. Finalmente dio unos golpecitos sobre las fotografías y preguntó:

—¿Y estas fotos qué son?

—Suspendió usted el examen de los ojos, Jack.

—¿A qué examen se refiere?

Dunphy miró las fotografías con más atención. Poco a poco comprendió que se trataba de sus propios ojos, y esa seguridad le provocó un escalofrío que le recorrió la columna vertebral.

—Ya no confiamos demasiado en el polígrafo: nos han engañado con mucha frecuencia. Las mediciones de la retina resultan mucho más difíciles de burlar. Son bastante más fiables. —Dunphy estaba realmente perplejo y no conseguía disimularlo. Meneó la cabeza y se encogió de hombros—. ¿Quiere ver cómo es una mentira, Jack? —Dunphy asintió de manera casi imperceptible—. Pues mire la número trece.

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